Debí de decirlo en un tono extraño, porque Cassie me miró de soslayo:
– Te ha gustado.
– Sí, supongo que sí -respondí a la defensiva, sin saber muy bien por qué-. Me ha parecido una chica agradable. Es muy protectora con Jessica. ¿Es que a ti no te ha gustado?
– ¿Qué tiene eso que ver? -replicó Cassie con frialdad y, a mi parecer, algo injustamente-. Le guste a quien le guste, viste raro, lleva demasiado maquillaje…
– Va bien arreglada; ¿por eso tiene que haber algo malo en ella?
– Por favor, Ryan, haznos un favor a los dos y madura; sabes exactamente a qué me refiero. Sonríe en momentos inoportunos y, como habrás notado, no llevaba sujetador. -Lo había notado, pero no me había dado cuenta de que Cassie también, y la indirecta me irritó-. Puede que sea una chica muy agradable, pero ahí hay algo que chirría.
No dije nada. Cassie tiró el resto de su cigarrillo por la ventanilla y se metió las manos en los bolsillos, hundida en su asiento como una adolescente enfurruñada. Yo encendí los faros y aceleré. Estaba molesto con ella y sabía que ella también lo estaba conmigo, y no estaba muy seguro de cómo había sucedido.
Sonó el móvil de Cassie.
– Oh, por el amor de Dios -dijo al mirar la pantalla-. Hola, señor… ¿Hola?… ¿Señor?… Malditos teléfonos.
Colgó.
– ¿No hay cobertura? -pregunté fríamente.
– La puta cobertura está bien -respondió-. Pero quería saber cuándo estaremos de vuelta y qué nos ha entretenido tanto, y no tengo ganas de hablar con él.
Normalmente soy capaz de aguantar un enfado mucho más tiempo que Cassie, pero no pude evitarlo y me reí. Al cabo de un instante, ella también.
– Oye -comentó-, no he dicho lo de Rosalind por mala leche, sino más bien por preocupación.
– ¿Estás pensando en abusos sexuales?
Me di cuenta de que, en algún lugar del fondo de mi mente, yo me había preguntado lo mismo, pero la idea me disgustaba tanto que la evité. Una hermana hipersexual, otra con un peso muy por debajo de lo normal y otra asesinada después de varias enfermedades inexplicables. Recordé a Rosalind con la cabeza inclinada sobre la de Jessica y sentí un súbito y desacostumbrado impulso protector.
– El padre abusa de ellas. Para sobrellevarlo, la estrategia de Katy es ponerse enferma, ya sea por odio hacia sí misma o para disminuir las posibilidades de abuso. Cuando entra en la escuela de danza, decide que necesita estar sana y que el ciclo ha de parar; quizá se enfrenta al padre y amenaza con contarlo. Así que él la mata.
– Encaja -dijo Cassie. Estaba contemplando el paso veloz de los árboles en el arcén; yo sólo le veía la parte de atrás de la cabeza-. Pero igual que la madre, por ejemplo… si resulta que Cooper se equivocaba con lo de la violación, claro. Münchausen por poderes. Parecía muy metida en el papel de víctima, ¿lo has notado?
En efecto. En ciertos aspectos la pena convierte a la gente en anónima, como una máscara de tragedia griega, pero en otros las reduce a su esencia (y, desde luego, ésta es la auténtica y fría razón por la que tratamos de ser nosotros mismos quienes comuniquen a los familiares su pérdida, en lugar de dejárselo a los uniformados: no pretendemos demostrar lo sensibles que somos, sólo queremos ver las reacciones), y transmitimos noticias espantosas bastante a menudo como para conocer las variantes habituales. La mayoría de la gente se queda aturdida y lucha por mantener el equilibrio sin tener ni idea de cómo hacerlo; la tragedia es un territorio desconocido en el que se entra sin guía, y tienen que apañárselas para sortearla paso a paso. Margaret Devlin no se había sorprendido, estuvo casi resignada, como si la pena fuera por defecto su estado habitual.
– Tenemos básicamente el mismo esquema -continué-. Ella provoca la enfermedad a una de las chicas o bien a todas, cuando Katy entra en la escuela de danza intenta imponerse y la madre la mata.
– Eso también explicaría por qué Rosalind viste como si tuviera cuarenta años -observó Cassie-. Intenta ser adulta para escapar de su madre.
Mi móvil sonó.
– Joder, tío -dijimos ambos al unísono.
Hice el numerito de la falta de cobertura y nos pasamos el resto del viaje preparando una lista de posibles líneas de investigación. A O'Kelly le gustan las listas; si éramos capaces de hacer una lo bastante buena lo distraeríamos del hecho de que no le habíamos devuelto las llamadas.
Trabajamos en los terrenos del Castillo de Dublín, cosa que, a pesar de las connotaciones coloniales que conlleva, es una de las ventajas de este trabajo que más me gustan. En el interior, las habitaciones están cuidadosamente amuebladas para que sean ni más ni menos como todas las oficinas administrativas del país -cubículos, fluorescentes, moquetas con electricidad estática y paredes de color gris-, pero el exterior de los edificios está protegido y sigue intacto: viejos y ornamentados ladrillos rojos y mármol, con almenas y torretas y desgastadas esculturas de santos en lugares inesperados. En las noches brumosas de invierno, atravesar los adoquines es como adentrarse en el universo de Dickens, con tenues farolas doradas que proyectan sombras de ángulos imposibles, campanas que repican en catedrales cercanas y el eco de cada paso en la oscuridad; Cassie dice que puedes fingir que eres el inspector Abberline trabajando en los crímenes del Destripador. Una vez, en diciembre, en una noche de luna llena esplendorosamente clara, cruzó el patio principal haciendo volteretas.
Había luz en la ventana de O'Kelly, pero el resto del edificio estaba a oscuras: eran más de las siete y todos se habían ido a casa. Nos colamos dentro lo más silenciosamente posible. Cassie fue de puntillas a las oficinas de la brigada para introducir los datos de Mark y los Devlin en el ordenador, y yo bajé al sótano, donde guardábamos los archivos de los casos antiguos. Antes era una bodega y, dado que la infalible Brigada de Diseño Corporativo aún no se ha pasado por allí, sigue teniendo losas de piedra, columnas y arcos bajos. Cassie y yo hemos acordado que algún día bajaremos ahí con unas velas, apagaremos la luz eléctrica y nos saltaremos las normas de seguridad para pasarnos la noche buscando pasadizos secretos.
La caja de cartón (Rowan G., Savage R, 33791/84) estaba exactamente donde yo la había dejado hacía más de dos años; dudo que nadie la tocase desde entonces. Saqué el archivo y lo hojeé en busca de la declaración que Personas Desaparecidas había tomado a la madre de Jamie y, gracias a Dios, ahí estaba: pelo rubio, ojos avellana, camiseta roja, vaqueros cortos, zapatillas blancas y horquillas rojas decoradas con fresas.
Me escondí la carpeta debajo de la chaqueta, por si acaso me topaba con O'Kelly (no había motivo por el que no pudiera tenerla, sobre todo ahora, que la relación con el caso Devlin era definitiva, pero por alguna razón me sentía culpable y furtivo, como si huyese con algún artilugio tabú), y volví a subir a las oficinas de la brigada. Cassie estaba delante del ordenador; había dejado las luces apagadas para que O'Kelly no nos descubriera.
– Mark está limpio -dijo-. Igual que Margaret Devlin. Jonathan tiene una condena, de febrero pasado.
– ¿Porno infantil?
– Por Dios, Ryan, mira que eres melodramático. No, por desorden en la vía pública: estaba protestando por la autopista y cruzó un cordón policial. El juez le impuso una multa de cien pavos y veinte horas de servicios a la comunidad, pero la subió a cuarenta cuando Devlin dijo que a su entender lo habían detenido por prestar un servicio a la comunidad.
Así pues, no era ahí donde había visto el nombre de Devlin; como ya he dicho, sólo tenía una idea muy vaga de que existía esa controversia sobre la autopista. Pero eso explicaba por qué Devlin no había denunciado las amenazas telefónicas. No debía de vernos como a unos aliados, sobre todo en nada que concerniera a la autopista.
– La horquilla del pelo está en el archivo -dije.
– Muy bien -respondió Cassie, con un asomo de duda en su voz. Apagó el ordenador y se volvió para mirarme-. ¿Satisfecho?