– Lo que significa andar jodiendo a promotoras inmobiliarias y administradores del condado -dijo O'Kelly-. Dios.-Necesitaremos todos los refuerzos posibles, señor -comenté-, y creo que también a alguien más de Homicidios.
– Ya lo creo que lo necesitaréis. Coged a Costello. Dejadle una nota: siempre llega temprano.
– La verdad, señor -dije-, es que me gustaría quedarme a O'Neill.
No tengo nada en contra de Costello, pero definitivamente no lo quería en esa ocasión. Aparte del hecho de que resulta deprimente -y ese caso ya lo era lo bastante sin él-, es de esos tipos obstinados que examinan con lupa el archivo del caso viejo y se ponen a buscar el rastro de Adam Ryan.
– No voy a poner a tres novatos en un caso destacado. Vosotros dos estáis dentro sólo porque os pasáis los descansos buscando porno en la red, o lo que sea que hagáis, en lugar de salir a respirar aire libre como todos los demás.
– O'Neill no es un novato, señor. Lleva siete años en Homicidios.
– Y todos sabemos por qué -dijo O'Kelly con malicia.
Sam llegó a la brigada a los veintisiete; su tío es un político de nivel medio, Redmond O'Neill, subsecretario del Ministerio de Justicia o de Medio Ambiente o de lo que sea. Sam lo lleva bien: por naturaleza o por estrategia, es tranquilo y de fiar, el refuerzo favorito de todo el mundo, y eso le evita gran cantidad de comentarios insidiosos. Sigue dando pie a alguna observación ponzoñosa, pero suele ser más un acto reflejo, como lo fue la de O'Kelly, que malintencionada.
– Por eso precisamente le necesitamos, señor -dije-. Si tenemos que meter las narices en los asuntos de la administración del condado sin buscarnos demasiados problemas, nos irá bien alguien con contactos en ese círculo.
O'Kelly lanzó una mirada al reloj y estuvo a punto de atusarse los cuatro pelos de la calva, pero se lo pensó mejor. Eran las ocho menos veinte. Cassie volvió a cruzar las piernas, instalándose más cómodamente sobre la mesa.
– Supongo que puede haber pros y contras -comenzó-. Tal vez deberíamos discut…
– Bah, qué más da, quedaos a O'Neill -exclamó O'Kelly, irritado-. Pero haced vuestro trabajo y no dejéis que cabree a nadie. Quiero informes en mi escritorio cada mañana.
Se levantó y empezó a reunir toscas pilas de papeles. Nos estaba echando.
Sin que viniera a cuento sentí una súbita y dulce inyección de alegría, penetrante y nítida como imagino que la perciben los consumidores de heroína cuando el chute les entra en la vena. Era mi compañera impulsándose con las manos para bajar ágilmente del escritorio, era el movimiento preciso y familiar con que cerré mi libreta de una sacudida, era mi comisario general metiéndose dentro de su chaqueta y comprobando con disimulo si llevaba caspa en los hombros, era ese despacho de iluminación estridente con una pila de carpetas marcadas con rotulador derrumbándose en una esquina y era la noche sacándole brillo a las ventanas. Era la percepción, una vez más, de que aquello era real y era mi vida. Puede que Katy Devlin, si hubiese llegado tan lejos, se hubiera sentido igual con las ampollas en los pies, el olor acre a sudor y cera para el suelo en las aulas de danza y el timbre de la mañana retumbando en los pasillos. Puede que ella, igual que yo, hubiese amado los ínfimos detalles y los inconvenientes aún más que las maravillas, porque esas cosas te demuestran que perteneces a algo.
Recuerdo aquel momento porque, para ser sincero, los tengo muy de vez en cuando. No me doy cuenta de cuándo soy feliz, salvo en retrospectiva. Mi don, o mi defecto fatal, es la nostalgia. En ocasiones me han acusado de exigir la perfección, o de rechazar los deseos del corazón en cuanto me acerco tanto que el barniz misterioso e impresionista se difumina en unos puntos llanos y sólidos, pero la verdad no es tan sencilla. Sé muy bien que la perfección está hecha de elementos mundanos disgregados.
Supongo que podría decirse que mi verdadera debilidad es una especie de hipermetropía: normalmente sólo veo el dibujo a distancia, y cuando ya es demasiado tarde.
Capítulo 5
A ninguno de los dos nos apetecía una pinta. Cassie llamó a Sophie al móvil y le soltó el cuento de que había reconocido la horquilla por su conocimiento enciclopédico de los casos antiguos; me dio la sensación de que Sophie no se lo acabó de tragar, aunque tampoco le dio importancia. Luego ella se fue a su casa a escribir un informe para O'Kelly y yo me fui a la mía con el archivo viejo.
Comparto un apartamento en Monkstown con una mujer indescriptible llamada Heather, una funcionaría con voz aniñada que siempre suena como si fuese a echarse a llorar. Al principio me resultó atractiva; ahora me pone nervioso. Me mudé allí porque me atrajo la idea de vivir cerca del mar, el alquiler era asequible y ella me gustó (poco más de metro y medio, complexión menuda, grandes ojos azules y cabellera hasta el culo), y alimenté fantasías tipo Hollywood sobre una bonita relación que florecería para nuestro mutuo asombro. Sigo allí por inercia y porque cuando descubrí su abanico de manías yo ya había empezado a ahorrar para un apartamento propio, y su piso era el único en toda la zona de Dublín -aun después de que ambos entendiéramos que Harry y Sally no se materializarían nunca y ella me subiera el alquiler- que me permitía hacerlo.
Abrí la puerta, grité «Hola» y puse rumbo a mi habitación. Heather se me adelantó; apareció en el umbral de la cocina a una velocidad increíble y dijo con voz trémula:
– Hola, Rob, ¿cómo ha ido el día?
A veces me la imagino sentada en la cocina hora tras hora, enrollando el dobladillo del mantel en plieguecitos perfectos, lista para saltar de su silla y echárseme encima en cuanto oiga mi llave en la cerradura.
– Bien -dije, procurando que mi lenguaje corporal apuntase hacia mi cuarto y abriendo ya mi puerta (instalé el cerrojo unos meses después de mudarme, con el pretexto de evitar que hipotéticos ladrones se hicieran con archivos policiales confidenciales)-. ¿Qué tal tú?
– Oh, yo bien -contestó Heather mientras se ajustaba la bata rosa de borreguillo.
Su tono de mártir me dejaba dos opciones: podía decir «Estupendo» y meterme en mi cuarto y cerrar la puerta, en cuyo caso ella estaría de morros y aporrearía cacerolas durante días para hacer constar su disgusto ante mi falta de consideración, o podía preguntar: «¿Estás bien?», en cuyo caso tendría que pasarme la hora siguiente escuchando un relato con pelos y señales sobre los ultrajes perpetrados por su jefe o su sinusitis o lo que quiera que en ese momento considerase una injusticia contra ella. Por suerte dispongo de una opción C, aunque me la reservo para emergencias:
– ¿Estás segura? -dije-. En el trabajo hay un brote terrible de gripe y me parece que la estoy incubando. Espero que no la pilles tú también.
– Oh, Dios mío -respondió Heather, subiendo la voz una octava y agrandando aún más los ojos-. Rob, cielo, no quiero ser grosera, pero será mejor que me mantenga lejos de ti. Ya sabes que me resfrío con mucha facilidad.
– Lo entiendo -la tranquilicé.
Desapareció en la cocina, supongo que para añadir unas cápsulas tamaño caballo de vitamina C y equinácea a su dieta frenéticamente equilibrada. Entré en mi cuarto y cerré la puerta.
Me serví una copa (guardo una botella de vodka y otra de tónica detrás de los libros, para evitar ratos cordiales y entrañables con Heather) y desplegué el archivo del caso antiguo sobre el escritorio. Mi habitación no favorece la concentración. El edificio entero tiene ese ambiente barato y miserable de tantas viviendas nuevas en Dublín -techos un palmo demasiado bajos, fachada sin gracia y de color fango y horrenda en un estilo falto de originalidad, dormitorios insultantemente estrechos y diseñados para refregarte por las narices el hecho de que no puedes permitirte ser quisquilloso- y el constructor no vio la necesidad de gastar material aislante en nosotros, así que cada paso de los de arriba o la selección musical de los de abajo resuena por todo el piso, y sé mucho más de lo que necesito sobre las preferencias sexuales de la pareja que vive al lado. En estos cuatro años me he acostumbrado más o menos, pero las características básicas del lugar me siguen pareciendo ofensivas.