La tinta de las hojas de declaración estaba desvaída y con manchas, casi ilegible en algunas zonas, y noté un polvo fino que se posaba en mis labios. Los dos investigadores que habían llevado el caso ya estaban retirados, pero me apunté sus nombres -Kiernan y McCabe- por si en algún momento necesitábamos (sobre todo Cassie) hablar con ellos.
Una de las cosas más asombrosas del caso, visto con ojos de hoy, es lo mucho que tardaron nuestras familias en preocuparse. En la actualidad, los padres llaman a la policía en cuanto un niño no contesta al móvil; en Personas Desaparecidas están cansados de rellenar informes sobre niños castigados después de clase o que se han entretenido con algún videojuego. Parece ingenuo decir que los ochenta fueron una época más inocente, dado todo lo que sabemos ahora sobre las escuelas para huérfanos y sus reverenciados sacerdotes y padres en rincones inhóspitos y solitarios del país. Pero entonces aquello sólo eran rumores inconcebibles de cosas que sucedían en otra parte, la gente se agarraba a su inocencia con una tenacidad sencilla y apasionada, y quizá no fuese menos real por ser escogida y por acarrear su propia culpabilidad; la madre de Peter nos llamó desde el lindero del bosque mientras se secaba las manos en el delantal, y luego nos dejó con nuestro absorbente juego y entró en casa a preparar el té.
Encontré a Jonathan Devlin de forma casual en la declaración de un testigo secundario, a mitad del montón. La señora Pamela Fitzgerald, del 27 de la avenida de Knocknaree -mayor, a juzgar por la letra apretada y con florituras-, les contó a los investigadores que un grupo de adolescentes de aspecto descuidado se dedicaba a merodear por el lindero del bosque, bebiendo, fumando y lanzando de vez en cuando unos insultos terribles a los transeúntes, que en estos tiempos uno no se siente seguro andando por su propia calle, y que les hacía falta un buen tirón de orejas. Kiernan o McCabe habían anotado unos nombres en el margen de la página: Cathal Mills, Shane Waters y Jonathan Devlin.
Pasé las hojas rápidamente para comprobar si habían interrogado a alguno de ellos. Al otro lado de la puerta se oían los rítmicos e invariables sonidos de Heather mientras llevaba a cabo su rutina nocturna: aplicarse desmaquillador tónico e hidratante con determinación, cepillarse los dientes durante los tres minutos recomendados por el dentista y sonarse remilgadamente la nariz una cantidad inexplicable de veces. De acuerdo con el programa, a las once menos cinco llamó a mi puerta y gorjeó:
– Buenas noches, Rob -con un tímido susurro.
– Buenas noches -contesté, añadiendo una tos al final.
Las tres declaraciones eran breves y casi idénticas, salvo por notas al margen que describían a Waters como «muy nervioso» y a Mills como «incooperativo» [sic]. Devlin no había motivado ningún comentario. La tarde del 14 de agosto cobraron su cheque del paro y se fueron en autobús al cine de Stillorgan. Volvieron a Knocknaree hacia las siete -cuando ya llegábamos tarde para el té- y estuvieron haciendo el gamberro y bebiendo en un campo cercano al bosque hasta casi medianoche. Sí, vieron a los de la partida de rescate, pero se limitaron a colocarse detrás de un seto para quedar fuera de su vista. No, no repararon en ninguna otra cosa inusual. No, no vieron a nadie que pudiese confirmar su recorrido de aquel día, pero Mills se había ofrecido (era de suponer que con ánimo sarcástico, pero le tomaron la palabra) a llevar a los investigadores al campo y mostrarles las latas de sidra vacías, que, en efecto, resultaron encontrarse en el lugar que el chico identificó. El joven de la taquilla de cine de Stillorgan parecía estar bajo la influencia de alguna sustancia ilegal y no podía afirmar con seguridad si se acordaba o no de esos tres tipos, aun cuando los agentes le registraron los bolsillos y le sermonearon sobre los peligros de las drogas. No me dio la impresión de que los «jóvenes» -odio esta palabra- fuesen auténticos sospechosos. No eran criminales empedernidos (los agentes locales les habían llamado la atención por embriaguez pública con cierta regularidad, y a Shane Waters le cayeron seis meses de libertad condicional por hurto a los catorce años, pero eso era todo), ¿y por qué iban a querer hacer desaparecer a una pareja de doce años? Simplemente habían estado ahí y eran unos indeseables, así que Kiernan y McCabe los soltaron.
Les llamábamos los moteros, aunque dudo de que ninguno de ellos tuviera moto; seguramente se debía a su indumentaria: chaquetas de piel negra con las cremalleras abiertas en las muñecas y adornadas con tachuelas metálicas, pelo largo, barba de tres días y la inevitable melena hortera de uno de ellos. Botas militares. Camisetas con logos de Metallica o Anthrax. Creía que eran sus nombres hasta que Peter me explicó que se referían a grupos.
No tenía ni idea de quién de ellos se había convertido en Jonathan Devlin; era incapaz de relacionar a ese hombre de mirada triste, panza pequeña y espalda curvada con ninguno de esos adolescentes flacos que en mis recuerdos me sobrepasaban, tapándome el sol. Lo había olvidado todo de ellos. No creo haber pensado en los moteros ni una sola vez a lo largo de veinte años, y me desagradaba profundamente la idea de que hubieran permanecido ahí a pesar de todo, a la espera de su momento para saltar como un muñeco con resorte, meneándose, sonriendo y dándome un buen susto.
Uno de ellos llevaba gafas de sol todo el año, incluso con lluvia. A veces nos ofrecía chicles con sabor a fruta que nosotros aceptábamos, aunque guardábamos las distancias, a pesar de que sabíamos que los habían robado de la tienda de Lowry. «No os acerquéis a ellos -me decía mi madre-, no les contestéis si os dicen algo», pero no me explicaba por qué. Peter le preguntó a Metallica si podía darnos una calada de su cigarro, y él nos enseñó a sujetarlo y se rió cuando tosimos. Nos quedábamos bajo el sol, apartados de ellos y con el cuello estirado para ver el contenido de sus revistas; Jamie aseguró que en una de ellas vio a una chica completamente desnuda. Metallica y el Gafas encendían mecheros de plástico y competían a ver quién aguantaba más con el dedo encima de la llama. Por la noche, cuando se iban, nos acercábamos y olíamos las latas aplastadas que habían dejado en la hierba polvorienta: a rancio, agrio, a mayores.
Me desperté porque alguien gritaba debajo de mi ventana. Me erguí de golpe, con el corazón aporreándome las costillas. Acababa de tener un sueño confuso y febril en el que Cassie y yo estábamos en un bar atiborrado de gente y un tío con gorra de tweed le chillaba, y por un instante pensé que había oído la voz de ella. Me sentía desorientado, estaba a oscuras y el silencio nocturno era denso; afuera, alguien, una chica o un niño, gritaba una y otra vez.
Me acerqué a la ventana y descorrí con cuidado un par de centímetros de cortina. El complejo en el que vivo consta de cuatro edificios idénticos de apartamentos alrededor de un pequeño cuadrado de hierba con un par de bancos de hierro, una de esas zonas que los promotores inmobiliarios denominan «área recreativa comunitaria», aunque nadie la utiliza nunca (la pareja de la planta baja celebró cócteles «al fresco» un par de veces, pero la gente se quejaba del ruido y el administrador puso un letrero acusador en el vestíbulo). Los focos blancos de seguridad conferían al jardín un resplandor nocturno fantasmagórico. Estaba vacío: la inclinación de la sombra en los rincones era demasiado baja para que se ocultase nadie. Oí el grito otra vez, alto, espeluznante y muy cerca; una punzada atávica me traspasó el espinazo.
Aguardé, temblando un poco debido al aire frío que chocaba contra el cristal. Al cabo de unos minutos algo se movió en las sombras, negro contra negro, y luego adquirió forma y apareció en el césped; se trataba de un zorro, vigilante y escuálido con su abrigo veraniego. Alzó la cabeza y gritó otra vez; por un instante me pareció captar su olor salvaje y extraño. Luego cruzó el césped al trote y desapareció por la verja principal mientras se colaba entre los barrotes, sinuoso como un gato. Oí sus lamentos que se alejaban en la oscuridad.