Estaba aturdido, medio dormido y nervioso, tenía exceso de adrenalina y un asqueroso sabor de boca; necesitaba algo frío y dulce. Fui a la cocina por un zumo. A veces Heather, igual que yo, tiene problemas para dormir, y me sorprendí deseando casi que estuviese despierta, con ganas de quejarse de lo que fuera, pero no había luz debajo de su puerta. Me serví un vaso de su zumo de naranja y me quedé un buen rato frente a la puerta abierta del frigorífico, sosteniendo el vaso contra mi sien a la par que me balanceaba levemente bajo la luz titilante de neón.
A la mañana siguiente llovía a cántaros. Le mandé un mensaje a Cassie para decirle que la pasaría a recoger (el carrito de golf tiende a quedarse catatónico con la humedad). Cuando toqué la bocina frente a su piso, bajó corriendo con un abrigo de lana gruesa del Oso Paddington y un termo de café.
– Menos mal que ayer no llovió -fue su saludo-. O adiós a las pruebas.
– Mira esto -le pedí mientras le entregaba el archivo de Jonathan Devlin.
Se sentó con las piernas cruzadas en el asiento del copiloto y se puso a leer, pasándome el termo de vez en cuando.
– ¿Recuerdas a esos tíos? -me preguntó al terminar.
– Vagamente. No demasiado, pero era un vecindario pequeño y no pasaban desapercibidos. Era lo más parecido que teníamos a unos delincuentes juveniles.
– ¿Te parecían peligrosos?
Pensé un momento, mientras avanzábamos lentamente por Northumberland Road.
– Depende de lo que quieras decir -contesté-. Desconfiábamos de ellos, pero creo que era sobre todo por su imagen, no porque nos hubieran hecho nada. En realidad, les recuerdo bastante tolerantes con nosotros. No me los imagino haciendo desaparecer a Jamie y Peter.
– ¿Quiénes eran las chicas? ¿Las interrogaron?
– ¿Qué chicas?
Cassie volvió las hojas atrás hasta la declaración de la señora Fitzgerald.
– Ella dijo que estaban «tonteando». Yo diría que es más que probable que hubiera chicas.
Tenía razón, desde luego. Yo no tenía muy clara la definición exacta de «tontear», pero estaba seguro de que habría levantado bastante revuelo que Jonathan Devlin y sus colegas lo hicieran entre sí.
– No se mencionan en el archivo -contesté.
– ¿Y tú no las recuerdas?
Todavía estábamos en Northumberland Road. La lluvia era como una cortina sobre los cristales, tan espesa que parecía que estuviéramos bajo el agua. Dublín está hecha para los peatones y los tranvías, no para los coches; está llena de calles medievales diminutas y serpenteantes, la hora punta va desde las siete de la mañana hasta las ocho de la noche y al menor asomo de mal tiempo la ciudad entera se convierte en un atasco instantáneo y absoluto. Deseé haberle dejado una nota a Sam.
– Creo que sí -dije al fin. Era más una sensación que un recuerdo: caramelos rellenos de limón, hoyuelos, perfume de flores. Metallica y Sandra, sentados en un árbol…-. Puede que una de ellas se llamase Sandra.
Algo en mi interior se estremeció ante ese nombre (noté un sabor acre como el miedo o la vergüenza debajo de la lengua), pero no supe por qué.
Sandra: cara redonda y buena delantera, risita tonta y falda de tubo que se le subía al encaramarse al muro. Nos parecía muy mayor y sofisticada; no debía de tener más de diecisiete o dieciocho años. Nos daba dulces de una bolsa de papel. A veces había otra chica, alta, con dientes grandes y un montón de pendientes… ¿Claire, quizá? ¿Ciara? Sandra le enseñó a Jamie cómo aplicarse rímel, en un espejito con forma de corazón. Entonces Jamie se puso a pestañear, como si notara los ojos pesados y raros. «Te queda bien», dijo Peter. Luego Jamie decidió que lo odiaba. Se lo quitó en el río, frotándose los círculos de oso panda con la punta de la camiseta.
– Está verde -señaló Cassie de forma discreta.
Adelanté unos metros más.
Paramos frente a un quiosco y Cassie bajó para comprar la prensa y enterarnos de a qué nos enfrentábamos. Katy Devlin aparecía en primera plana en todos ellos, y se centraban en el tema de la autopista: «Muere asesinada la hija del líder de la protesta de Knocknaree» y titulares semejantes. La periodista sensacionalista y voluminosa (que había escrito el titular «Muerte ritual de la hija de un pez gordo», a un pelo de la difamación) había incluido varias referencias a las ceremonias druídicas pero había evitado el histerismo satánico intensivo; era evidente que esperaba ver qué vientos soplaban. Yo tenía la esperanza de que O'Kelly arreglara ese asunto. Gracias a Dios, nadie había mencionado a Peter y Jamie, aunque sabía que sólo era cuestión de tiempo.
Les endilgamos a Quigley y su flamante compañero nuevo, McCann, el caso McLoughlin (en el que habíamos estado trabajando hasta que nos asignaron este otro: dos espantosos niños ricos que habían pateado a otro hasta matarlo porque se había saltado la cola del taxi a altas horas de la noche), y nos fuimos a buscar una sala de investigaciones. Éstas son demasiado pequeñas y siempre están pedidas, pero no tuvimos problemas para conseguir una: los niños tienen prioridad. Sam acababa de entrar -a él también lo había pillado el tráfico; tenía una casa por Westmeath, a un par de horas de la ciudad, que es lo más cerca que nuestra generación puede permitirse comprar-, así que, aquí te pillo aquí te mato, lo pusimos al corriente de todos los detalles y la historia oficial sobre la horquilla de pelo, mientras preparábamos la sala de investigaciones.
– Oh, Dios -dijo él cuando terminamos-. Decidme que no han sido los padres.
Cada investigador tiene un cierto tipo de casos que le resultan casi insoportables, contra los que el caparazón habitual de ensayado desapego profesional se vuelve frágil e inestable. Cassie, y esto nadie más lo sabe, tiene pesadillas cuando trabaja en crímenes con violación; yo, con una especial falta de originalidad, tengo serios problemas con los niños asesinados; y, por lo visto, los homicidios familiares le ponían a Sam los pelos de punta. Éste podía resultar el caso perfecto para los tres.
– No tenemos ninguna pista -admitió Cassie, con un tapón de rotulador en la boca; estaba trazando un esquema del último día de Katy en la pizarra blanca-. Quizá se nos ocurra algo cuando llegue Cooper con los resultados de la autopsia, aunque ahora mismo puede ser cualquier cosa.
– Pero no te necesitamos para investigar a los padres -le expliqué mientras enganchaba las fotos de la escena del crimen en el otro lado de la pizarra blanca-. Queremos que te centres en el tema de la autopista: comprueba las llamadas que recibió Devlin y averigua quién es el propietario de las tierras que rodean el yacimiento y a quién beneficia esa autopista.
– ¿Es por mi tío? -preguntó Sam.
Tiene una tendencia a ser directo que siempre me ha llamado la atención por tratarse de un detective.
Cassie escupió el tapón de rotulador y se dio la vuelta para mirarlo de frente.
– Sí -contestó-. ¿Crees que eso va a ser un problema?
Todos sabíamos qué le estaba preguntando. Los políticos irlandeses son tribales, incestuosos, intrincados y furtivos, incomprensibles hasta para muchos de los implicados. Visto desde la barrera, no hay ninguna diferencia básica entre los dos partidos principales, que ostentan idénticas posiciones de autosatisfacción en cada extremo del espectro, aunque muchas personas siguen siendo entusiastas de uno u otro porque en tal bando lucharon sus abuelos durante la guerra civil o porque papá hace negocios con el candidato local y dice que es un chico estupendo. La corrupción se da por sentada y hasta se admira a regañadientes; la astucia guerrillera de los colonizados continúa arraigada en nosotros, y la evasión de impuestos y los tratos turbios se ven como formas del mismo espíritu de rebelión que escondía los caballos y les quitaba las patatas a los británicos. Y gran parte de la corrupción se basa en esa pasión primaria y estereotipada de los irlandeses: la tierra. Políticos y promotores inmobiliarios son amigos íntimos por tradición, y la práctica totalidad de las compraventas de terrenos incluyen sobres bajo mano e inexplicables redistribuciones y complicadas transacciones a cuentas en el extranjero. Sería un pequeño milagro que no se hicieran al menos unos cuantos favores a amigos relacionados de algún modo con la autopista de Knocknaree. Y de ser eso cierto, era improbable que Redmond O'Neill no estuviera enterado o que quisiera que salieran a la luz.