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– No -respondió Sam, rápidamente y con firmeza-. No será un problema. -Cassie y yo debimos de parecer dubitativos, porque su mirada saltó de uno a otro y se echó a reír-: Oíd, chicos, le conozco de toda la vida. Viví con ellos un par de años cuando me vine a Dublín. Si estuviera metido en algo chungo, lo sabría. Mi tío es un hombre honesto y cabal, seguro que nos ayuda en todo lo que pueda.

– Perfecto -replicó Cassie, y volvió a su esquema-. Cenaremos en mi casa. Pásate a las ocho y nos pondremos al día.

Encontró una esquina limpia de pizarra y le dibujó a Sam un pequeño mapa de cómo llegar.

Los refuerzos empezaron a llegar en cuanto tuvimos la sala de investigaciones organizada. O'Kelly nos había conseguido tres docenas de personas, y eran la flor y nata: agentes prometedores, despiertos y bien afeitados y vestidos para triunfar, que con toda seguridad formarían unas buenas brigadas en cuanto tuvieran ocasión. Cogieron sillas y libretas, se dieron palmadas en la espalda, renovaron viejas complicidades y eligieron asiento como críos en su primer día de clase. Cassie, Sam y yo sonreímos, estrechamos manos y agradecimos la ayuda. Reconocí a un par de ellos, un tío de Mayo, oscuro y poco comunicativo, que se llamaba Sweeney, y otro de Cork bien alimentado y sin cuello, O'Connor u O'Gorman o algo parecido, que se resarció de tener que obedecer órdenes de dos que no éramos de Cork haciendo algún comentario incomprensible pero claramente triunfalista sobre fútbol gaélico. Otros muchos me resultaban familiares, pero sus nombres se me iban de la cabeza en el mismo instante en que su mano se separaba de la mía, y los rostros se fundieron en una gran mancha, ansiosa e intimidante.

Siempre me han encantado esos instantes previos de una investigación, justo antes de que empiece la sesión informativa. Me recuerda al murmullo concentrado e íntimo antes de que se alce un telón: mientras la orquesta se afina, los bailarines hacen sus últimos estiramientos entre bambalinas, con los oídos aguzados a la espera de la señal para quitarse batas y calentadores y pasar a la acción. Sin embargo, nunca antes había estado al mando de una investigación de esa envergadura, y esta vez los preliminares me ponían tenso. La sala me parecía demasiado llena, con toda esa energía presta y amartillada, con todos esos ojos curiosos puestos en nosotros. Me acordé de cómo miraba a los detectives de Homicidios cuando también yo era un chico para todo que rezaba por que le llamasen para casos de esta índole: con un ansia sobrecogida, rebosante, casi insoportable. Esos tipos -muchos de ellos eran mayores que yo- parecían tener un aire distinto y juzgarme de forma fría e indisimulada. Nunca me ha gustado ser el centro de atención.

O'Kelly cerró de un portazo tras de sí, cortando el ruido al instante.

– Bien, chicos -dijo, ante el silencio-. Bienvenidos a la operación Vestal. Por cierto, ¿qué es una vestal?

La oficina central elige los nombres de las operaciones, que van desde lo obvio hasta lo críptico pasando por lo más rematadamente absurdo. Al parecer, la imagen de la niña muerta sobre el antiguo altar había estimulado las tendencias culturales de alguien.

– Una virgen sacrificial -le expliqué.

– Una devota -continuó Cassie.

– Por el amor de Dios -exclamó O'Kelly-. ¿Acaso pretenden que todo el mundo crea que tiene algo que ver con cultos? ¿Qué coño leen los de ahí arriba?

Cassie les hizo un resumen del caso, describiendo someramente la conexión con 1984 (sólo por si acaso, algo que podía comprobar en su tiempo libre) y asignamos tareas: recorrer la urbanización puerta por puerta, abrir una línea de teléfono y establecer turnos para atenderla, sacar una lista de todos los delincuentes sexuales que viven cerca de Knocknaree, hablar con la policía británica y con los puertos y aeropuertos para comprobar si alguien con mala pinta había entrado en Irlanda en los últimos días, conseguir el historial médico de Katy y sus informes escolares e indagar a fondo en el pasado de los Devlin. Los agentes partieron como un tiro y Sam, Cassie y yo les dejamos hacer y fuimos a ver qué tal le iba a Cooper.

Normalmente no presenciamos las autopsias. Tiene que ir alguien que haya estado en la escena del crimen para confirmar que, en efecto, se trata del mismo cadáver (alguna vez ha ocurrido que, al mezclarse las etiquetas de los pies, un forense ha llamado a un sorprendido detective para informarle de que la causa de la muerte fue un cáncer de hígado), pero en general se lo endilgamos a agentes de uniforme o técnicos y nosotros nos limitamos a revisar las notas y las fotos con Cooper a posteriori. Es tradición en la brigada que asistas a la autopsia en tu primer caso de homicidio, y aunque en teoría el propósito es impresionarte con toda la solemnidad de tu nuevo trabajo, nadie se engaña: se trata de un rito iniciático, valorado con la misma severidad que el de cualquier tribu primitiva. Conozco a un detective excelente al que, después de quince años en la brigada, se le sigue conociendo como Arkle [6] por lo deprisa que salió del depósito cuando el forense le quitó el cerebro a la víctima.

Yo aguanté la mía (una prostituta adolescente, con los brazos delgados llenos de moretones y marcas) sin pestañear, pero no me quedaron ganas de repetir la experiencia. Sólo voy en los pocos casos -irónicamente, los más angustiosos- que parecen exigir ese pequeño y sacrificial acto de entrega. No creo que nadie supere del todo esa primera vez, esa violenta náusea mental cuando el forense corta el cuero cabelludo y el rostro de la víctima se desprende del cráneo, maleable e insignificante como una máscara de Halloween.

Íbamos mal de tiempo, Cooper acababa de salir de la sala de autopsias con su atuendo verde, una bata impermeable que apartaba de su cuerpo con el índice y el pulgar.

– Detectives -dijo, alzando las cejas-, qué sorpresa. Si me hubieran avisado de que iban a venir, habría esperado hasta que pudieran incorporarse.

Era seco con nosotros porque habíamos llegado demasiado tarde. Hay que reconocer que no eran ni las once, pero Cooper empieza a trabajar entre las seis y las siete y se va hacia las tres o las cuatro, y le gusta que lo recuerdes. Todos sus ayudantes lo odian por ello, cosa que no le preocupa en absoluto porque él también los odia. Cooper se precia de sus aversiones inmediatas e impredecibles; por lo que hemos podido averiguar hasta ahora, le disgustan las mujeres rubias, los hombres bajos, cualquiera con más de dos pendientes y la gente que dice «¿sabes?» demasiado a menudo, además de varias personas sueltas que no encajan en ninguna de estas categorías. Afortunadamente había decidido que Cassie y yo le gustábamos, o nos habría enviado de vuelta al trabajo a esperar a que nos mandase los resultados (escritos a mano: Cooper escribe todos sus informes con una letra fina de pluma estilográfica, una idea que me hace cierta gracia pero que no me atrevo a probar en las oficinas de la brigada). A veces me preocupa secretamente que, dentro de una década o dos, me despierte y descubra que me he convertido en Cooper.

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[6] Nombre de un caballo de carreras de pura raza, ganador de tantos premios que llegó a convertirse en toda una leyenda en la Irlanda de los años sesenta (N de la T.)