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– Mientras estaba inconsciente -dijo Cooper con frialdad- le colocaron algo, seguramente de plástico, alrededor de la garganta y se lo retorcieron en la parte superior de la columna vertebral. -Le apartó la barbilla; en torno al cuello tenía una marca ancha y débil, estriada allí donde el plástico se había doblado en pliegues-. Como ven, la marca de la ligadura está bien definida, de ahí mi conclusión de que lo utilizaron cuando ya estaba inmovilizada. No muestra señales de estrangulamiento y estimo improbable que la ligadura estuviera lo bastante apretada como para cortar el paso del aire; no obstante, la hemorragia petequial en los ojos y en la superficie de los pulmones indica que, en efecto, murió de anoxia. Mi hipótesis es que le cubrieron la cabeza con algo parecido a una bolsa de plástico, se la ataron en la nuca y se la dejaron puesta varios minutos. Murió de asfixia complicada por un trauma por objeto contundente en la cabeza.

– Un momento -dijo Cassie de repente-. ¿O sea que no la violaron?

– Ah -replicó Cooper-. Paciencia, detective Maddox; ahora llegamos. La violación fue post mórtem y se realizó con un instrumento.

Hizo una pausa para disfrutar discretamente del efecto.

– ¿Post mórtem? -repetí-. ¿Está seguro?

Era evidente que resultaba un alivio, pues eliminaba algunas de las imágenes mentales más atroces, pero al mismo tiempo implicaba un grado especial de chifladura. El rostro de Sam esbozó una mueca inconsciente.

– Hay erosiones recientes en el exterior de la vagina y en los siete primeros centímetros del interior, así como un rasguño en el himen, pero no hubo sangre ni inflamación. Post mórtem, sin ninguna duda.

Pude sentir el estremecimiento colectivo y aterrado (ninguno de nosotros deseaba ver eso y la sola idea resultaba obscena), pero Cooper nos lanzó una minúscula y divertida mirada y se quedó donde estaba, en la cabecera de la mesa.

– ¿Qué clase de instrumento? -preguntó Cassie mientras observaba la marca de la garganta de Katy con expresión fija y ausente.

– En el interior de la vagina hemos encontrado partículas de tierra y dos astillas diminutas de madera, una carbonizada y la otra cubierta de lo que parece ser un barniz fino y claro. Yo diría que fue un instrumento de unos diez centímetros de longitud y aproximadamente tres o cuatro de diámetro, de madera barnizada, con un considerable desgaste, la marca de algún tipo de quemadura y sin ángulos afilados… un palo de escoba o algo así. Las abrasiones son discretas y bien definidas, lo que implica una sola inserción. No he encontrado nada que sugiera que también hubo penetración peneana. El recto y la boca no muestran ningún signo de agresión sexual.

– Por lo tanto no hay fluidos corporales -dije con gravedad.

– Y por lo visto tampoco hay sangre ni piel debajo de sus uñas -afirmó Cooper con una vaga satisfacción pesimista-. Las pruebas no están completas, desde luego, pero debo advertirles de que no pongan muchas esperanzas en posibles muestras de ADN.

– También ha buscado semen en el resto del cuerpo, ¿no? -señaló Cassie.

Cooper le dedicó una mirada austera y no respondió.

– Después de la muerte -continuó- la colocaron en la misma posición en que la encontramos, tumbada sobre el costado izquierdo. No hubo lividez secundaria, lo que indica que permaneció en esta postura un tiempo aproximado de doce horas. La relativa ausencia de actividad insectívora me lleva a pensar que permaneció en un espacio cerrado, o quizás envuelta con algún material, durante un tiempo considerable antes de que descubriéramos el cuerpo. Todo esto figurará en mis observaciones, por supuesto, pero de momento… ¿tienen alguna pregunta?

El despido fue delicado pero claro.

– ¿Alguna novedad respecto a la hora de la muerte estimada? -pregunté.

– El contenido gastrointestinal me permite ser un poco más preciso que en la escena del crimen (siempre que ustedes determinen la hora de su última comida, claro está). Comió galletas de chocolate apenas unos minutos antes de su muerte, y una comida completa; el proceso digestivo estaba bastante avanzado, pero diría que las alubias estaban entre sus componentes, entre cuatro y seis horas antes de su muerte.

Tostada de alubias hacia las ocho. Había muerto en algún momento entre la medianoche y las dos de la madrugada, más o menos. Las galletas de chocolate debieron de salir o de la cocina de los Devlin, robadas a hurtadillas al irse de la casa, o de su asesino.

– Mi equipo la dejará lista en unos minutos -dijo Cooper. Enderezó la cabeza de Katy con un ademán preciso y satisfecho-. Si quieren notificárselo a la familia…

Nos quedamos de pie ante el hospital y nos miramos los unos a los otros.

– Hacía tiempo que no entraba en uno de éstos -dijo Sam en voz baja.

– Y seguro que ahora recuerdas por qué -contesté.

– Post mórtem -comentó Cassie mientras contemplaba el edificio con el ceño fruncido y aire distraído-. ¿Qué diablos estaba haciendo ese tío?

Sam se fue a averiguar algo más sobre la autopista; yo telefoneé a la sala de investigaciones y pedí que dos agentes de refuerzo trajeran a los Devlin al hospital. Cassie y yo ya habíamos visto su primera y crucial reacción ante la noticia, y ni queríamos ni necesitábamos verla otra vez; además, teníamos que hablar urgentemente con Mark Hanly.

– ¿Quieres que lo traigamos? -pregunté, una vez en el coche.

No había ninguna razón por la que no pudiéramos interrogar a Mark en la caseta de los hallazgos, pero quería sacarle de su territorio y traerle al nuestro, una forma de venganza irracional por mis zapatos estropeados.

– Ya lo creo -respondió Cassie-. ¿No dijo que sólo les quedaban unas semanas? Si le he calado bien, la forma más rápida de conseguir que Mark hable será hacerle malgastar un día de trabajo.

Empleamos el viaje en confeccionar para O'Kelly una bonita y larga lista de motivos por los que no creíamos que el Club Satánico de Knocknaree fuese responsable de la muerte de Katy Devlin.

– No te olvides de «La pose no era ritual» -comenté.

Volvía a conducir yo; todavía estaba lo bastante tenso como para encadenar un cigarrillo tras otro hasta llegar a Knocknaree si no hacía algo.

– Y no hubo… matanza… de ganado -dijo Cassie, escribiendo.

– No me lo imagino diciendo eso en la conferencia de prensa: «No hemos encontrado ningún pollo muerto».

– Cinco libras a que lo hace. Ni siquiera pestañeará.

El día había cambiado mientras estábamos con Cooper; había dejado de llover y un sol cálido y benevolente secaba las carreteras. En los árboles del área de descanso brillaban restos de gotas de lluvia, y cuando salimos del coche el aire olía a nuevo y a limpio, lleno de vitalidad y con la tierra y las hojas húmedas. Cassie se quitó el jersey y se lo ató a la cintura.

Los arqueólogos estaban repartidos por toda la mitad baja del yacimiento, muy activos con azadones, palas y carretillas. Sus chaquetas descansaban sobre las rocas, algunos chicos se habían quitado las camisetas y todos estaban de un humor festivo, seguramente como reacción al susto y el silencio del día anterior. Un radiocasete portátil escupía a los Scissor Sisters a todo volumen, y cantaban entre un golpe de azadón y otro; una chica utilizaba la pala como micrófono. Otros tres libraban una guerra de agua, chillando y saltando con botellas y una manguera.

Mel volcó una carretilla llena hacia un flanco de un inmenso montón de tierra y la sostenía con pericia con el muslo mientras cambiaba la posición de las manos para vaciarla. Al volver recibió un manguerazo de agua en toda la cara.

– ¡Cabrones! -gritó a la par que dejaba caer la carretilla para perseguir a la muchacha menuda y pelirroja que blandía la manguera.

La chica chilló y corrió, pero se le quedó un pie atrapado; Mel le agarró la cabeza con una llave y lucharon por la manguera, entre risas y resoplidos, mientras amplios arcos de agua volaban por todas partes.