A pesar de los numerosos llamamientos de la policía y de una excepcional campaña por parte de los medios, nunca se halló ningún otro rastro de Peter Savage ni de Germaine Rowan.
Me hice policía porque quería ser detective de homicidios. Mi etapa de entrenamiento y uniforme -Templemore College, interminables y complicados ejercicios físicos, rondas por pueblos pequeños con una grotesca chaqueta fluorescente, investigando cuál de los tres delincuentes locales analfabetos había roto la ventana del cobertizo de la señora McSweeney-, fue como un penoso letargo descrito por Ionesco, una prueba de tedio que, por alguna absurda razón burocrática, debía soportar para poder ganarme mi puesto actual. Nunca pienso en esos años y soy incapaz de recordarlos con claridad. No hice amigos; para mí, mi desapego respecto al proceso entero era involuntario e inevitable, como el efecto secundario de un sedante, pero los demás agentes lo vieron como una altivez deliberada, un estudiado desdén por sus orígenes y ambiciones sólidamente rurales. Tal vez lo fuera. Hace poco encontré una anotación en mi diario de la academia donde describía a mis compañeros de clase como «una tropa de paletos retrasados que respiran con la boca y van por ahí envueltos en una miasma tan densa de tópicos que prácticamente puedes oler el beicon, la col, la mierda de vaca y los cirios del altar». Aun en el supuesto de que tuviera un mal día, creo que eso demuestra cierta falta de respeto por las diferencias culturales.
Cuando entré en la brigada de Homicidios hacía ya casi un año que tenía mi nueva ropa de trabajo colgada en el armario: trajes de hermoso corte elaborado con tejidos tan maravillosos que parecían vivos al tacto, camisas con las más delicadas rayas diplomáticas en verde o azul, suaves bufandas de cachemira… Me encanta el código no escrito del vestuario. Fue una de las primeras cosas que me fascinaron de este trabajo; eso y su particular lenguaje elíptico y funcional para referirse a huellas, indicios, pruebas forenses… En uno de los pueblecitos tipo Stephen King al que me destinaron después de Templemore se cometió un asesinato: un incidente rutinario de violencia doméstica que había superado incluso las expectativas del autor, pero dado que la anterior novia del tipo había muerto en circunstancias sospechosas, la brigada de Homicidios mandó a un par de detectives. Durante la semana que estuvieron allí no apartaba la mirada de la cafetera siempre que estaba sentado ante mi escritorio, de modo que pudiera ir a prepararme un café cuando fueran a hacerlo los detectives; me tomaba mi tiempo para añadir la leche y escuchar a hurtadillas el ritmo veloz y racionalizado de su conversación: «Pide un toxicológico», «hoy llega la ID dental»… Volví a fumar para poder seguirlos al aparcamiento y encenderme un cigarrillo a pocos metros de ellos, con la mirada perdida en el cielo y escuchando. Ellos me dedicaban breves sonrisas extraviadas, a veces un chispazo de un Zippo deslustrado, antes de rechazarme con un leve giro del hombro y regresar a sus estrategias sutiles y multidimensionales. «Habla con la madre primero, dale a él un par de horas para que se quede sentado en casa preocupándose por lo que le has dicho y luego llámale de nuevo.» «Monta un escenario y lleva al sospechoso a visitarlo, pero no le des tiempo suficiente para echar un buen vistazo.»
Contrariamente a lo que pudieras esperar, no me convertí en detective como parte de una misión quijotesca para resolver el misterio de mi infancia. Leí el informe una vez, el primer día, tarde y a solas en las oficinas de la brigada, con la lámpara de mi escritorio como única fuente de luz (nombres olvidados lanzaban ecos que revoloteaban como murciélagos en mi cabeza y testificaban con la tinta desvaída de un bolígrafo que Jamie le había dado una patada a su madre porque no quería ir al internado, que unos adolescentes «de aspecto peligroso» se pasaban las noches vagando por el lindero del bosque, que una vez la madre de Peter había aparecido con un moretón en la mejilla…) y ya no volví a mirarlo nunca. Lo que yo ansiaba eran esos misterios, esas texturas casi invisibles como un braille legible sólo para los iniciados. Aquellos dos detectives de Homicidios eran como purasangres de paso por pueblos de mala muerte, como artistas de trapecio preparados para brillar en todo su esplendor. Hacían las apuestas más altas y eran expertos en el juego.
Sabía que lo que hacían era cruel. Los humanos son despiadados y salvajes; y eso, ese mirar a través de unos ojos penetrantes y fríos y a justar con delicadeza un factor u otro hasta resquebrajar el fundamental instinto de conservación de un hombre, eso es salvajismo en su forma más pura, refinada y altamente desarrollada.
Habíamos oído hablar de Cassie días antes de que se incorporase a la brigada, probablemente antes de que se lo ofrecieran. Nuestra radio macuto es tan ridículamente eficiente como una vieja cotilla. La brigada de Homicidios es pequeña y estresante, con sólo veinte miembros permanentes, y ante cualquier tensión añadida (alguien que se va, alguien nuevo, demasiado trabajo o demasiado poco) tiende a desarrollar cierta histeria febril y claustrofóbica, henchida de complicadas alianzas y rumores frenéticos. Yo suelo quedar fuera de la espiral, pero de Cassie Maddox se hablaba lo bastante alto como para que hasta yo me enterase.
No en vano era mujer, lo que provocaba cierta indignación mal expresada. A todos nos han entrenado para que nos horroricemos ante el demonio de los prejuicios, pero existe una honda y pertinaz vena nostálgica por los cincuenta (incluso entre la gente de mi edad; en la mayor parte de Irlanda los cincuenta no terminaron hasta 1995, momento en el que saltamos directamente a los ochenta de Thatcher), cuando podías asustar a un sospechoso para que confesara bajo la amenaza de contárselo a su madre y los únicos extranjeros del país eran estudiantes de medicina y el trabajo era el único sitio en el que estabas a salvo de las mujeres gruñonas. Cassie era sólo la cuarta mujer que entraba en Homicidios, y al menos una de las otras tres había sido un error colosal (y deliberado, según algunos) que pasó a formar parte de la leyenda de la brigada cuando estuvo a punto de hacer que los matasen a ella y a su compañero al ofuscarse y arrojar su pistola a la cabeza de un sospechoso acorralado.
Además, Cassie sólo tenía veintiocho años y hacía poco que había salido de Templemore. Homicidios es una brigada de élite y nadie por debajo de los treinta entra en ella a menos que su padre sea político. En general tienes que pasarte dos años como refuerzo, yendo a echar una mano allí donde necesiten a alguien para tareas de campo, y luego te trabajas el ascenso pasando por una o dos brigadas más, eso como poco. Cassie tenía menos de un año en Narcóticos a sus espaldas. Radio macuto, inevitablemente, aseguraba que se acostaba con un sujeto importante, o bien que era la hija ilegítima de alguien, o bien, añadiendo un toque de originalidad, que había pillado a alguien importante comprando drogas y ese puesto era el precio por mantener la boca cerrada.
A mí no me suponía ningún problema la idea de Cassie Maddox. Tan sólo llevaba unos meses en Homicidios, pero no me gustaba el estilo Nuevo Neandertal de las charlas de los vestuarios, ni las competiciones de coches o de lociones para el afeitado, ni los chistes sutilmente intolerantes que se justificaban como «irónicos», lo que siempre me daba ganas de soltar un sermón largo y pedante sobre la definición de ironía. En general, prefiero las mujeres a los hombres. También tenía mis propias inseguridades respecto al lugar que ocupaba en la brigada. Con casi treinta y un años me había pasado dos como refuerzo y otros dos en Violencia Doméstica, así que mi nombramiento no era tan poco claro como el de Cassie, pero a veces pensaba que los jefes daban por hecho que yo era un buen detective de la misma forma inconsciente y preprogramada con que algunos hombres dan por hecho que una mujer alta, delgada y rubia es hermosa, aunque tenga la cara de un pavo con hipertiroidismo: porque cuento con todos los accesorios. Tengo un perfecto acento de la BBC, aprendido en el internado como camuflaje protector, y los efectos de la colonización tardan mucho en eliminarse: aunque los irlandeses animarán a absolutamente cualquier equipo que juegue contra Inglaterra y aunque conozco varios pubs donde no podría pedir una bebida sin arriesgarme a que un vaso se estrellara contra mi nuca, siguen dando por sentado que alguien con el labio superior agarrotado es más inteligente, mejor educado y generalmente más susceptible de tener razón. Además de eso, soy alto, con una complexión delgada y huesuda que puede parecer esbelta y elegante si mi traje tiene el corte adecuado, y resulto bastante atractivo de un modo poco convencional. Los de Personal sin duda debieron de pensar que yo iba a ser un buen detective, seguramente el brillante y solitario inconformista que arriesga su cuello sin miedo y siempre atrapa a su hombre.