– ¿Estás seguro de que te habrías dado cuenta si hubiera pasado un coche? -pregunté.
– Vi la linterna, ¿no?
– Un dato que habías olvidado -le recordé.
Frunció los labios.
– Tengo buena memoria, gracias. Pero no me había parecido importante. Fue el lunes por la noche, ¿vale? Ni siquiera presté mucha atención. Pensé que era alguien que volvía de casa de un amigo, o que a lo mejor uno de los chicos de por ahí había quedado con alguien; a veces se pasean por el yacimiento de noche. De todos modos no era problema mío. No me estaban molestando.
En aquel instante Bernadette, la administrativa de la brigada, llamó a la puerta de la sala de interrogatorios; cuando abrí, dijo con desaprobación:
– Detective Ryan, tiene una llamada. Ya le he explicado que no podíamos molestarle, pero ella ha dicho que era importante.
Bernadette lleva en Homicidios como veinticuatro años, toda su vida laboral. Tiene cara de marsupial con mal genio, cinco trajes de trabajo (uno para cada día de la semana, lo que resulta muy útil cuando estás demasiado cansado para recordar qué día es) y, todos lo creemos, una pasión platónica por O'Kelly al estilo de Smithers. En la brigada se hacen apuestas sobre cuándo acabarán por fin juntos.
– Ve -dijo Cassie-, ya termino yo. Mark, sólo necesitamos tomarte declaración. Luego podemos llevarte de vuelta al trabajo.
– Cogeré el autobús.
– No, no lo harás -zanjé yo-. Tenemos que comprobar tu coartada con Mel, y no sería exactamente lo mismo si tuvieras ocasión de hablar con ella primero.
– Joder -soltó Mark, dejándose caer en su silla-. No me lo estoy inventando. Preguntadle a cualquiera. Todo el equipo estaba ahí incluso antes de que nos despertáramos.
– No te preocupes, lo preguntaremos -dije jovialmente, y lo dejé a solas con Cassie.
Volví a la sala de investigaciones y esperé a que Bernadette me pasase la llamada, cosa que hizo cuando lo creyó conveniente, para demostrarme que no era su trabajo andar detrás de mí.
– Ryan -dije.
– ¿Detective Ryan? -Sonó jadeante y tímida, pero reconocí la voz al instante-. Soy Rosalind, Rosalind Devlin.
– Rosalind -repetí mientras sacudía la libreta para abrirla y buscaba un bolígrafo-. ¿Cómo estás?
– Oh, estoy bien. -Una risa breve y crispada-. Bueno, la verdad es que no, no lo estoy. Estoy deshecha. Pero en realidad creo que aún estamos todos como atontados. No lo hemos asimilado. Nunca te imaginas que pueda pasarte algo así, ¿no?
– No -dije con amabilidad-. Imagino cómo debes de sentirte. ¿Puedo ayudarte en algo?
– He pensado… ¿cree que podría ir a hablar con usted? Sólo si no es una molestia. Tengo que preguntarle una cosa.
De fondo se oyó pasar un coche; estaba en el exterior, llamaba desde un móvil o una cabina.
– Por supuesto. ¿Esta tarde?
– No -se apresuró a contestar-. Hoy no… Verá, volverán en un minuto, sólo han ido a… a ver el… -Se le apagó la voz-. ¿Puedo ir mañana? ¿Por la tarde?
– Cuando tú quieras -contesté-. Te doy mi número de móvil, ¿de acuerdo? Así me localizarás siempre que lo necesites. Llámame mañana y quedamos.
Se lo apuntó, murmurando los números entre dientes.
– Tengo que colgar -dijo rápidamente-. Gracias, detective Ryan. Muchas gracias.
Antes de que pudiera despedirme, colgó.
Eché un vistazo a la sala de interrogatorios: Mark estaba escribiendo y Cassie había logrado hacerle reír. Golpeé el cristal con las uñas. Mark alzó la cabeza de golpe y ella me lanzó una leve sonrisa y sacudió la cabeza una fracción de segundo. Al parecer se las apañaban sin mí. Lo que, como cabe imaginar, me iba la mar de bien. Sophie estaría esperando la muestra de sangre que le habíamos prometido; le dejé a Cassie un «Vuelvo enseguida» pegado en la puerta de la sala de interrogatorios y bajé al sótano.
El sistema de almacenamiento de pruebas a principios de los ochenta, especialmente para los casos sin resolver, no era muy sofisticado. La caja de Peter y Jamie estaba en una estantería alta y nunca antes la había bajado, pero supe, por cómo se movieron los bultos cuando cogí la carpeta principal de arriba de todo, que allí había otras cosas; tenían que ser las pruebas que Kiernan, McCabe y su equipo hubieran recopilado. El caso tenía otras cuatro cajas, pero estaban etiquetadas con una letra clara y esmerada como la de un niño: 2) Questionarios, 3) Questionarios, 4) Declaraciones, 5) Pistas. O Kiefnan o McCabe hacían faltas de ortografía. Tiré de la caja principal y llovieron motas de polvo que atravesaron el resplandor de la bombilla desnuda; la dejé caer al suelo.
Estaba llena hasta la mitad de bolsas de plástico con pruebas, cubiertas por gruesas capas de polvo que conferían a los objetos del interior una apariencia imprecisa en tonos sepia, como artilugios misteriosos hallados por azar en alguna cámara que llevara siglos cerrada. Las saqué con cuidado, una por una, soplé y las coloqué en fila sobre las losas de piedra.
Había poco material para ser un caso importante. Un reloj de niño, un vaso de cristal y un juego de Donkey Kong naranja mate, todo ello bañado en lo que parecía ser polvo para huellas dactilares. Había muestras de materiales, sobre todo hojas secas y trozos de corteza. Un par de calcetines blancos de gimnasia salpicados de marrón oscuro, con unos agujeros cuadrados que les habrían recortado para someterlos a pruebas. Una camiseta blanca asquerosa y unos vaqueros cortos desteñidos cuyo dobladillo empezaba a deshilacharse. Y por último las zapatillas, con sus rozaduras infantiles y su forro rígido, negro y combado. Eran de esas acolchadas, pero la sangre las había empapado hasta casi atravesarlas; el exterior tenía manchas oscuras muy pequeñas que se extendían desde las costuras, salpicaduras por toda la parte de arriba y tenues pedazos marronosos donde se acumulaba justo debajo de la superficie.
La verdad es que me había preparado a conciencia para esto. Creo que tenía cierta idea de que la visión de las pruebas desencadenaría en mí una dramática oleada de recuerdos; no es que esperase exactamente acabar en posición fetal sobre el suelo del sótano, pero por algún motivo elegí un momento en que no era probable que bajase nadie a buscarme. A la hora de la verdad, sin embargo, comprendí con una evidente sensación de anticlímax que ninguna de esas cosas me resultaba ni remotamente familiar… excepto el juego de Peter de Donkey Kong, ni más ni menos, que seguro que estaba allí sólo para comparar las huellas y que encendió un destello breve y bastante inútil en mi memoria (Peter y yo sentados en la moqueta soleada y cada uno manejando un botón, concentrados y dando codazos, con Jamie inclinada sobre nuestros hombros y chillando excitadas instrucciones), tan intenso que prácticamente pude oír los enérgicos y mandones chirridos y pitidos del juego. Las prendas de ropa, aunque sabía que eran mías, no me decían nada en absoluto. De hecho, parecía inconcebible que me hubiera levantado una mañana y me las hubiera puesto. Lo único que veía era el patetismo de todo aquello: lo pequeña que era la camiseta, el Mickey Mouse dibujado a boli en la punta de una zapatilla… En aquel entonces, tener doce años me parecía ser terriblemente mayor.
Cogí la bolsa de la camiseta con el pulgar y el índice y le di la vuelta. Había leído que tenía desgarrones en la espalda, pero no los había visto nunca, y en cierto modo me resultaron aún más impactantes que aquellos zapatos espantosos. Había algo antinatural en ellos: las paralelas perfectas, los arcos superficiales y nítidos; una descarnada e implacable imposibilidad. «¿Ramas?», pensé, mirándolos sin comprender. ¿Acaso había saltado de un árbol, o me había metido entre arbustos, y de algún modo la camiseta se me quedó enganchada con cuatro ramitas afiladas a la vez? Me picó la espalda, entre los omoplatos.