Súbita y compulsivamente, deseé estar en otra parte. El techo bajo ejercía una presión claustrofóbica y el aire polvoriento dificultaba la respiración; el silencio era opresivo, roto únicamente por la ominosa vibración de las paredes cuando pasaba un autobús por la calle. Prácticamente lo arrojé todo otra vez al interior de la caja, la alcé a su estantería y birlé las zapatillas, que había dejado en el suelo, dispuesto a mandárselas a Sophie.
Fue entonces, en aquel frío sótano repleto de casos medio olvidados y esos crujidos secos y mínimos que salían de las cajas a medida que los plásticos volvían a asentarse, cuando me di cuenta de la inmensidad de lo que había puesto en marcha. En cierto modo, con todo lo que tenía en la cabeza, no me había detenido a pensarlo en serio. Ese viejo caso me parecía algo tan privado que me había olvidado de las implicaciones que también podía tener en el mundo exterior. Pero (¿en qué coño, me pregunté, había estado pensando?) estaba a punto de subir esas zapatillas al hervidero de la sala de investigaciones y meterlas en un sobre acolchado y decirle a uno de los refuerzos que se las llevara a Sophie.
De todos modos habría ocurrido tarde o temprano (los casos de niños desaparecidos nunca se cierran, sólo era cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera someter las viejas pruebas a la nueva tecnología). Pero si el laboratorio lograba determinar el ADN de las zapatillas y, sobre todo, si de algún modo lo hacían encajar con la sangre del altar de piedra, ya no se trataría de una pista menor en el caso Devlin, de una posibilidad remota entre nosotros y Sophie, sino que el viejo caso volvería a entrar en erupción. Todos, empezando por O'Kelly, querrían hacer una montaña de aquella nueva y reluciente prueba de alta tecnología: los Gardaí [9] nunca se rinden, ningún caso sin resolver se cierra nunca, el pueblo puede tener la absoluta certeza de que, detrás del telón, nos movemos a nuestra propia y misteriosa manera. Los medios de comunicación se abalanzarían sobre la posibilidad de que entre nosotros viviera un asesino en serie de niños. Y tendríamos que seguir adelante con ello; necesitaríamos pruebas de ADN de los padres de Peter y de la madre de Jamie y -oh, Dios- de Adam Ryan. Bajé la vista a los zapatos y me vino una repentina imagen mental de un coche, con los frenos flojos, lanzándose colina abajo, despacio al principio, inofensivo y casi cómico, y luego cogiendo velocidad y transformándose en una despiadada bola de demolición.
Capítulo 7
Llevamos a Mark al yacimiento y lo dejamos mortificándose en el asiento de atrás del coche mientras yo hablaba con Mel y Cassie intercambiaba unas palabras con sus compañeros de alojamiento. Cuando le pregunté qué había hecho el martes por la noche, Mel se ruborizó y fue incapaz de mirarme, pero dijo que ella y Mark habían estado hablando en el jardín hasta tarde y que se habían enrollado y pasado el resto de la noche en la habitación de él. Sólo la había dejado una vez, no más de dos minutos, para ir al baño.
– Siempre nos hemos llevado muy bien; los demás nos tomaban el pelo con eso. Creo que se veía venir. -También confirmó que a veces Mark pasaba la noche fuera de la casa y que le había dicho que dormía en el bosque de Knocknaree-. Aunque no sé si lo sabe alguien más. Es bastante reservado con eso.
– ¿A ti no te parece un poco raro?
Se encogió de hombros mientras se frotaba la nuca.
– Es un chico apasionado. Y ésa es una de las cosas que me gustan de él.
Dios, qué joven era; me dieron ganas de darle una palmadita en el hombro y recordarle que debían usar protección.
Los demás compañeros le explicaron a Cassie que Mark y Mel habían sido los últimos en abandonar el jardín el martes por la noche, que a la mañana siguiente habían salido juntos de la habitación de él y que todo el mundo se había pasado las primeras horas del día, hasta que apareció el cadáver de Katy, dándoles la lata implacablemente con eso. También dijeron que a veces Mark pasaba la noche fuera, pero no sabían adónde iba. Sus versiones de «es un chico apasionado» iban desde «es un tío raro» hasta «es un absoluto negrero».
Compramos más sándwiches plastificados en la tienda de Lowry y comimos sentados en el muro de la urbanización. Mark se dedicaba a organizar a los arqueólogos para alguna actividad nueva; gesticulaba con grandes y combativos ademanes como un guardia de tráfico. Pude oír a Sean quejarse a voces de algo, y a todos los demás chillándole que se callara y dejara de escaquearse y se controlara.
– Te juro por Dios, Macker, que si te la encuentro te la meto tan arriba por el agujero que…
– Vaya, Sean tiene el síndrome premenstrual.
– ¿No has buscado en tu propio agujero?
– A lo mejor se la han llevado los polis, Sean, será mejor que pases inadvertido durante un rato.
– Ponte a trabajar, Sean -gritó Mark.
– ¡No puedo trabajar sin mi puta paleta!
– Coge otra.
– ¡Aquí sobra una! -chilló alguien.
Una paleta rodó de mano en mano mientras la luz rebotaba en el acero, y Sean la cogió y se puso a trabajar refunfuñando.
– Si tuvieras doce años -dijo Cassie-, ¿qué te haría salir aquí en plena noche?
Pensé en el débil círculo de luz, agitándose como un fuego fatuo entre las raíces cercenadas y los fragmentos de muros antiguos; el observador silente de los bosques.
– Nosotros lo hicimos un par de veces -dije-. Pasábamos la noche en nuestra casa del árbol. Por entonces todo esto eran árboles, hasta llegar a la carretera.
Los sacos de dormir sobre las tablas ásperas y el haz de la linterna pegado a las hojas de los tebeos. Un crujido y los haces que se alzaban para enfocar un par de ojos dorados, que se estremecían salvajes y luminosos a sólo unos árboles de distancia; todos gritábamos y Jamie corría a lanzar una mandarina mientras esa cosa se alejaba de un salto y con estrépito de hojas…
Cassie me observó por encima de su zumo.
– Sí, pero estabas con tus colegas. ¿Qué podría hacerte salir a ti solo?
– Quedar con alguien. Una apuesta. A lo mejor ir a buscar algo importante que me había olvidado aquí. Hablaremos con sus amigas, por si les dijo algo.
– No fue un hecho casual -afirmó Cassie. Los arqueólogos habían vuelto a poner a los Scissor Sisters y uno de sus pies se balanceaba distraídamente siguiendo el ritmo de la música-. Incluso si no fueron los padres. Ese tío no salió y pilló a la primera niña vulnerable que vio. Lo planeó con cuidado. No quería matar a algún crío sin más; andaba detrás de Katy.
– Y conocía muy bien el lugar -continué yo- si pudo encontrar el altar de piedra en la oscuridad mientras cargaba con un cadáver. Cada vez está más claro que es alguien de aquí.
El bosque estaba alegre y reluciente bajo el sol, lleno de cantos de pájaros y hojas coquetas; percibía las filas y filas de casas idénticas, pulcras e inocuas alineadas detrás de mí. «Este maldito lugar», estuve a punto de decir; pero no lo hice.
Después de los sándwiches fuimos a ver a la tía Vera y las primas. Era una tarde tranquila y calurosa, pero en la urbanización reinaba una extraña desolación a lo Marie Celeste [10], con todas las ventanas cerradas a cal y canto y ni un solo niño jugando; todos estaban dentro, turbados e inquietos y a salvo bajo la mirada de sus padres, intentando escuchar a hurtadillas los susurros de los adultos y enterarse de qué pasaba.
La de los Foley era una prole poco atractiva. La hija de quince años estaba instalada en un sillón con los brazos cruzados, subiéndose el busto como la madre de alguien, y nos lanzó una mirada pálida, aburrida y desdeñosa; la de diez parecía un cerdo de dibujos animados y masticaba chicle con la boca abierta, se retorcía en el sofá y de vez en cuando se sacaba el chicle con la lengua para metérselo en la boca otra vez. Incluso el pequeño era uno de esos desconcertantes bebés de nariz prominente, que me observaba desde el regazo de Vera con los labios apretados y luego escondía la barbilla con desaprobación entre los pliegues del cuello. Tuve la repulsiva sensación de que, si decía algo, su voz sería ronca y grave como si se fumase dos cajetillas al día. La casa olía a calabaza. No entendí por qué diablos Rosalind y Jessica querrían estar allí, y el hecho de que lo hicieran me preocupaba.