Nos pasamos el resto de la tarde recorriendo la urbanización puerta por puerta. Se trata de una tarea pesada y desagradecida que los refuerzos ya habían hecho, pero queríamos sacar nuestra propia impresión de lo que opinaban los vecinos de los Devlin. El consenso general fue que era una familia decente pero muy cerrada, y eso no sentaba demasiado bien: en un lugar del tamaño y la clase social de Knocknaree, cualquier tipo de reserva se considera un insulto general, a un paso del imperdonable pecado del esnobismo. Pero Katy era distinta: su ingreso en la Real Escuela de Danza la había convertido en el orgullo de Knocknaree, en su causa personal. Incluso los hogares visiblemente pobres habían enviado a alguien a la recaudación de fondos, y todo el mundo tenía que describirnos cómo bailaba; algunas personas lloraron. Muchos formaban parte de la campaña de Jonathan «No a la Autopista» y nos miraron con nerviosismo y recelo cuando les preguntamos por él. Otros se lanzaron a un discurso sobre cómo pretendía detener el progreso y socavar la economía, y puse unas estrellitas especiales junto a sus nombres en mi libreta. La mayoría de la gente era de la opinión de que Jessica estaba un poco afectada.
Cuando les preguntábamos si habían visto algo sospechoso, nos ofrecían la habitual lista de bichos raros del pueblo -un viejo que gritaba a las papeleras, dos chicos de catorce años famosos por ahogar gatos en el río…- y enemistades persistentes e irrelevantes y cosas imprecisas que daban golpes en la noche. Varias personas, ninguna de ellas con información de utilidad, mencionaron el viejo caso que, hasta lo de la excavación y lo de la autopista y lo de Katy, había sido lo único destacable en Knocknaree. Me pareció medio recordar algunos nombres y un par de rostros. Les puse mi cara más profesional y vacía.
Al cabo de una hora más o menos llegamos al 27 de la avenida de Knocknaree y encontramos a la señora Pamela Fitzgerald, que, aunque resultara increíble, seguía viva y coleando. La señora Fitzgerald era impresionante. Tenía ochenta y ocho años, era flaca y andaba casi doblada; nos ofreció té, ignoró nuestras negativas y nos gritó desde la cocina mientras preparaba una bandeja cargada y temblorosa, y luego quiso saber si habíamos encontrado el monedero que algún joven le había robado en la ciudad hacía tres meses, y por qué no. Era una sensación extraña, después de leer su escritura desvaída en el archivo antiguo, verla quejarse de sus tobillos hinchados («Son un martirio, ya lo creo») y negarse indignada a dejarme llevar la bandeja. Era como si Tutankamon o la señorita Havisham [11] entrasen una noche en el pub y empezaran a quejarse de la espuma de las cervezas.
Era de Dublín, nos contó («Una chica de Liberties [12], donde nací y me crié»), pero se había mudado a Knocknaree hacía veintisiete años, cuando su marido («Dios lo tenga en su gloria») se jubiló de su trabajo como maquinista. Desde entonces, la urbanización era su microcosmos, y casi estaba seguro de que podría recitarnos todas las entradas y salidas y los escándalos de su historia. Conocía a los Devlin, por supuesto, y le caían bien:
– Oh, forman una familia encantadora. Margaret Kelly siempre fue una gran chica, nunca le dio un dolor de cabeza a su madre, sólo esa vez… -se inclinó hacia Cassie y bajó la voz como conspirando- sólo esa vez que apareció preñada. ¿Y sabe, cielo?, el gobierno y la Iglesia siempre están dando la lata con lo espantosos que son los embarazos de adolescentes, pero yo digo que ni ahora ni nunca ha sido una desgracia. El muchacho de los Devlin era un poco gamberro, ya lo creo, pero desde el momento que tuvo que casarse con esa chica, os aseguro que ya no fue el mismo. Se buscó un trabajo y una casa y celebraron una boda encantadora. Fue lo que le cambió. Sólo que es terrible lo que le ha pasado a esa pobre niña, descanse en paz.
Se santiguó y me dio unos golpecitos en el brazo.
– ¿Y ustedes han venido desde Inglaterra para descubrir quién lo hizo? Son estupendos. Dios los bendiga, jovencitos.
– Vieja hereje -dije al salir fuera. La señora Fitzgerald me había alegrado inmensamente el día-. Espero tener ese brío a los ochenta y ocho.
Acabamos justo antes de las seis y nos fuimos al pub del pueblo -el Mooney's, al lado de la tienda- para ver las noticias. Sólo habíamos cubierto una parte de la urbanización, pero suficiente para haber captado el ambiente general. Había sido un día muy largo; la reunión con Cooper parecía que hubiera ocurrido hacía al menos cuarenta y ocho horas. Sentí un vertiginoso impulso de continuar hasta llegar a mi antigua calle -ver si la madre de Jamie abría la puerta, qué aspecto tenían ahora los hermanos de Peter, quién estaba viviendo en mi antiguo dormitorio…-, pero sabía que no era una buena idea.
Nuestros cálculos habían sido acertados: mientras yo llevaba nuestro café hacia la mesa, el camarero subió el volumen del televisor y las noticias irrumpieron con su sintonía. Katy era el tema principal; los presentadores mostraban la seriedad correspondiente, con las voces vibrantes al final de cada frase para subrayar la tragedia. En una esquina de la pantalla apareció el pomposo The Irish Times.
«La niña encontrada ayer muerta en el polémico yacimiento arqueológico de Knocknaree ha sido identificada como Katharine Devlin, de doce años», entonó el presentador masculino. O el color del aparato estaba mal ajustado o él se había pasado con el bronceado artificial; tenía la cara naranja y el blanco de los ojos le brillaba que daba miedo. Los viejos de la barra se movieron, ladeando despacio la cabeza hacia la pantalla y bajando los vasos. «Katharine desapareció de su casa a primera hora del martes. Los Gardaí han confirmado que se trata de una muerte sospechosa y hacen un llamamiento a cualquiera que tenga alguna información.» El número de teléfono atravesó la parte baja de la pantalla, en caracteres blancos sobre franja azul. «Orla Manahan está allí en directo.»
Dieron paso a una rubia con el pelo tieso y nariz protuberante de pie frente al altar de piedra, que no parecía hacer nada que exigiera una conexión en directo. La gente ya había empezado a dejar ofrendas apoyadas en él, como ramos de flores envueltas en celofán de colores o un oso de peluche rosa. Al fondo, un trozo de cinta de la escena del crimen, que se habría dejado el equipo de Sophie, aleteó con tristeza desde su árbol.
«Éste es el lugar donde, ayer por la mañana, fue hallado el cuerpo de Katy Devlin. A pesar de su juventud, Katy era muy conocida en la pequeña y unida comunidad de Knocknaree. Acababa de conseguir una plaza en la prestigiosa Real Escuela de Danza, donde tenía que empezar a estudiar dentro de sólo unas semanas. Hoy, los vecinos están desolados por la trágica muerte de una niña que era su alegría y su orgullo.»
Una toma tambaleante, cámara en mano, de una anciana con un pañuelo de cabeza floreado a la salida de la tienda de Lowry. «Oh, es espantoso. -Una larga pausa mientras bajaba la mirada y sacudía la cabeza, moviendo la boca; por detrás de ella pasó un tipo en bici que se quedó embobado con la cámara-. Es algo terrible. Todos estamos rezando por la familia. ¿Cómo podría alguien querer hacer daño a esa preciosa chiquilla?» Hubo un murmullo quedo y enojado de los ancianos de la barra.
Otra vez la rubia. «Pero puede que ésta no sea la primera muerte violenta que haya visto Knocknaree. Hace miles de años, esta piedra -extendió el brazo, como un comercial inmobiliario enseñando una cocina integral- fue un altar ceremonial en el que, según los arqueólogos, los druidas pudieron practicar sacrificios humanos. Sin embargo, esta tarde la policía ha dicho que no hay pruebas de que la muerte de Katy sea producto de algún culto religioso.»
Toma de O'Kelly, delante de un imponente trozo de cartón con un sello de la Garda estampado. Llevaba una chaqueta a cuadros horrorosa que, en pantalla, parecía ondularse y palpitar por su propio impulso. Se aclaró la garganta y recitó nuestra lista, con la inexistencia de la muerte de ganado y todo. Cassie alzó la mano sin apartar la vista de la pantalla y me encontré dándole un billete de cinco.