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Otra vez el presentador naranja. «Y Knocknaree aún detenta otro misterio. En 1984, dos niños del vecindario…» La pantalla se llenó de fotos escolares envejecidas: Peter sonriendo con picardía bajo su flequillo y Jamie -odiaba las fotos- ofreciendo al fotógrafo una media sonrisa incierta, como para seguir la corriente a los adultos.

– Ya estamos -dije; intentaba parecer frívolo e irónico.

Cassie tomó un sorbo de café.

– ¿Piensas contárselo a O'Kelly? -quiso saber.

Ya me lo esperaba, y conocía todas las razones por las que debía preguntármelo, pero aun así me provocó un sobresalto. Eché un vistazo a los tíos de la barra; estaban concentrados en la pantalla.

– No -dije-. No. Me retirarían del caso. Y quiero trabajar en él, Cass.

Ella asintió, despacio.

– Lo sé. Pero si lo descubre…

Si lo descubría, era más que probable que nos hicieran vestir el uniforme a ambos otra vez, o como mínimo que nos expulsaran de la brigada. Yo trataba de no pensar en ello.

– No lo hará -respondí-. ¿Por qué iba a hacerlo? Y si es así, los dos diremos que tú no tenías ni idea.

– Eso no se lo creerá ni en broma. Y en cualquier caso ésa no es la cuestión.

Una secuencia borrosa y antigua de un poli con un pastor alemán hiperactivo, sumergiéndose en el bosque. Un submarinista que salía del río y negaba con la cabeza.

– Cassie -dije-. Sé lo que te pido. Pero por favor, necesito hacerlo. No lo joderé. -Vi agitarse sus párpados y me di cuenta de que me había salido un tono más desesperado de lo que pretendía-. Ni siquiera estamos seguros de que haya alguna relación -continué, más calmado-. Y si la hay, a lo mejor acabo por recordar algo que sea útil para la investigación. Por favor, Cass. Apóyame en esto.

Guardó silencio un momento, mientras se bebía el café y contemplaba pensativa el televisor.

– ¿Hay alguna posibilidad de que un periodista realmente empeñado llegue a…?

– No -la interrumpí con energía. Como es de suponer, había pensado mucho en ello. En el archivo ni siquiera se mencionaba mi nuevo nombre ni mi nuevo colegio, y cuando nos mudamos mi padre le dio a la policía la dirección de mi abuela, que murió cuando yo tenía unos veinte años; luego la casa se vendió-. Mis padres no salen en la guía y mi número aparece con el nombre de Heather Quinn…

– Y ahora te llamas Rob. No tiene que pasarnos nada.

Ese «nos» y el tono práctico y reflexivo -como si sólo se tratara de una complicación rutinaria más, en el mismo nivel que un testigo reticente o un sospechoso fugado- me reconfortaron.

– Si todo sale terriblemente mal, dejaré que esquives tú a los paparazzi.

– Estupendo. Aprenderé kárate.

En la pantalla, la secuencia antigua había terminado y la rubia se preparaba para un gran final. «Pero por ahora, lo único que puede hacer la gente de Knocknaree es aguardar… y no perder la esperanza.» Enfocaron el altar de piedra largo rato, con ánimo de conmover; luego conectaron otra vez con el plató, y el presentador naranja empezó a dar las últimas novedades sobre alguna interminable y deprimente comisión investigadora.

Dejamos las cosas en casa de Cassie y salimos a pasear por la playa. Me encanta la de Sandymount. Ya es bastante bonita en, las raras tardes veraniegas, con su cielo azul como de anuncio y todas las chicas con tirantes y los hombros rojos pero, no sé por qué, cuando más me gusta es en esos típicos días irlandeses, cuando el viento te sopla chispas de lluvia en la cara y todo se diluye en unos medios tonos evanescentes y puritanos: nubes de un gris blanquecino, mar de un gris verdoso hasta la línea del horizonte, una gran extensión de arena beis descolorido con una barrera de conchas rotas esparcidas, amplias curvas abstractas de un plateado pálido allí donde la marea sube de forma irregular… Cassie llevaba pantalones de pana verde salvia y su gruesa trenca rojiza, y el viento le estaba enrojeciendo la nariz. Una chica que se lo tomaba muy en serio hacía jogging en pantalón corto y con gorra de béisbol -tal vez una estudiante estadounidense- por delante de nosotros; arriba, en el paseo, una madre menor de edad y en chándal empujaba un carrito con gemelos.

– ¿En qué piensas? -le pregunté.

Me refería al caso, obviamente, pero Cassie estaba atolondrada (genera más energía que la mayoría de las personas, y llevaba casi todo el día sentada en lugares cerrados).

– ¿Te das cuenta? Cuando una mujer le pregunta a un tío qué está pensando, resulta que es un gran crimen y es una pesada y una dependiente, pero si es al revés…

– Compórtate -le dije, bajándole la capucha por encima de la cara.

– ¡Socorro! ¡Estoy siendo oprimida! -chilló a través de ella-. Llamen a la Comisión por la Igualdad.

La chica del carrito nos miró con acritud.

– Estás sobreexcitada -la advertí-. Tranquilízate o volvemos a casa y te quedas sin helado.

Se sacudió la capucha hacia atrás y se alejó por la arena en una larga cadena de ruedas y volteretas en el aire, con el abrigo cayéndosele alrededor de los hombros. Mi impresión inicial de Cassie fue felizmente acertada: de niña hizo gimnasia durante ocho años y por lo visto era bastante buena. Lo dejó porque las competiciones y la rutina la aburrían; en realidad, a ella le gustaban los movimientos en sí, su geometría tensa, elástica y arriesgada, y quince años después su cuerpo todavía los recordaba casi todos. Cuando llegué a su altura, estaba sin aliento y se sacudía la arena de las manos.

– ¿Mejor? -le pregunté.

– Mucho. ¿Qué decías?

– El caso. Trabajo. Gente muerta.

– Ah, eso -respondió, con seriedad instantánea. Se enderezó el abrigo y seguimos caminando por la playa, pisando las conchas medio enterradas-. Me pregunto cómo eran Peter Savage y Jamie Rowan.

Estaba observando un ferry, pequeño y sencillo como un juguete, que resoplaba con determinación hacia el horizonte; su rostro, vuelto hacia la suave lluvia, resultaba insondable.

– ¿Por qué? -quise saber.

– No lo sé. Sólo me lo preguntaba.

Pensé largo rato en la pregunta. Mis recuerdos de ellos se habían vuelto borrosos por el uso excesivo, transformados en delicadas diapositivas de colores que titilaban en las paredes de mi mente: Jamie trepando concentrada y firme a una rama elevada y la risa de Peter cayendo en arco desde la maraña verde que allá en lo alto era como un trampantojo. Mediante una serie de movimientos lentos se habían convertido en niños salidos de un libro de cuentos recurrente, en mitos radiantes de una civilización perdida; costaba creer que alguna vez fueron reales y fueron mis amigos.

– ¿En qué sentido? -dije al fin, por decir algo-. ¿Su carácter, su aspecto o qué?

Cassie se encogió de hombros.

– Lo que sea.

– Los dos eran igual de altos que yo -le expliqué-. Altura mediana, supongo, sea lo que sea eso. Los dos eran de complexión delgada. Jamie tenía el cabello rubio casi blanco, media melena y nariz respingona. Peter era castaño claro, con ese peinado desaliñado que llevan los niños cuando les corta el pelo su madre, y tenía los ojos verdes. Creo que seguramente habría sido muy guapo.

– ¿Y de carácter?

Cassie alzó la vista hacia mí; el viento le aplanaba el pelo contra la cabeza dejándoselo lacio como el de una foca. A veces, mientras paseamos me coge del brazo, pero sabía que esta vez no iba a hacerlo.

En mi primer año de internado pensaba en ellos sin cesar. Añoraba mi casa de una forma salvaje y devastadora; sé que les ocurre a todos los niños en esa situación, pero me parece que mi desdicha iba más allá de lo habitual. Era una agonía constante que me consumía y me debilitaba como un dolor de muelas. Al inicio de cada semestre tenían que arrancarme berreando y forcejeando del coche y arrastrarme adentro mientras mis padres se iban. Uno pensaría que eso me convirtió en un blanco perfecto para los gamberros, pero la verdad es que me dejaban en paz, pues entendían, supongo, que nada de lo que pudieran hacerme me haría sentir peor. No es que ese colegio fuese un infierno ni nada parecido, de hecho creo que seguramente estaba bastante bien tal como son esos sitios -un colegio rural tirando a pequeño, con un elaborado sistema de jerarquía entre alumnos y una obsesión por los puntos y otros tópicos-, pero yo quería irme a casa, y lo quería más de lo que nunca he querido nada.