Lo sobrellevé, siguiendo la gran tradición de los niños de todas partes, encerrándome en mi imaginación. Sentado en sillas poco firmes durante reuniones monótonas, veía a Jamie agitándose a mi lado y evocaba cada uno de sus detalles, como la forma de sus rótulas o la inclinación de su cabeza. Por la noche permanecía horas despierto, con los chicos roncando y musitando a mi alrededor, y concentraba cada célula de mi cuerpo hasta que sabía, sin lugar a dudas, que cuando abriera los ojos Peter estaría en la cama de al lado. Solía arrojar mensajes en botellas de refresco al río que pasaba por los terrenos de la escuela: «Para Peter y Jamie. Por favor, volved. Con cariño, Adam». Yo sabía que me habían mandado fuera porque ellos habían desaparecido, y sabía que si una noche regresaban del bosque, sucios, con picadas de ortiga y pidiendo su merienda, a mí me dejarían volver a casa.
– Jamie era como un niño -dije-. Era muy tímida con los extraños, sobre todo si eran adultos, pero físicamente no le temía a nada. Os habríais caído bien.
Cassie esbozó una media sonrisa de soslayo.
– En 1984 yo sólo tenía diez años, ¿recuerdas? Ni siquiera me habríais dirigido la palabra.
Había llegado a pensar en 1984 como un universo aparte y privado; me impactó un poco caer en la cuenta de que Cassie también había estado allí, a sólo unos kilómetros de distancia. En el momento en que Peter y Jamie desaparecieron ella estaría jugando con sus amigos, montando en bici o merendando, ajena a lo que sucedía y al camino largo y complejo que la conduciría hasta mí y hasta Knocknaree.
– Por supuesto que sí -repliqué-. Te habríamos dicho: «Danos tu dinero de la comida, mocosa».
– Ya lo haces de todos modos. Sigue con lo de Jamie.
– Su madre era una especie de hippie, con faldas largas y vaporosas y pelo largo, y solía darle a Jamie yogur con germen de trigo a la hora del recreo.
– Caray -comentó Cassie-. No sabía que podías conseguir germen de trigo en los ochenta. Suponiendo que lo quisieras.
– Me parece que era ilegítima; Jamie, no la madre. De su padre no se sabía nada. Algunos niños se metían con ella por eso, hasta que le dio una paliza a uno. Después yo le pregunté a mi madre dónde estaba el padre de Jamie y me contestó que no fuera entrometido. También se lo pregunté a Jamie, que se encogió de hombros y dijo: «¿A quién le importa?».
– ¿Y Peter?
– Peter era el líder -le expliqué-. Desde siempre, incluso cuando éramos muy pequeños. Hablaba con quien fuera, siempre nos sacaba de apuros hablando. No es que fuera un sabelotodo, no creo que lo fuese, pero tenía seguridad y le gustaba la gente. Y era buena persona.
En nuestra calle había un chico, Willy Little [13]. El apellido por sí solo ya le habría causado bastantes problemas (me pregunto en qué diablos estarían pensando sus padres), pero además llevaba gafas de culo de vaso y durante todo el año tenía que ponerse gruesos jerséis tejidos a mano con conejitos delante porque le pasaba algo en el pecho, y empezaba casi todas sus frases con «Mi madre dice que…». Le habíamos torturado alegremente durante toda la vida, dibujando las caricaturas habituales en sus cuadernos de la escuela, escupiéndole en la cabeza desde los árboles, recogiendo excrementos del conejo de Peter y diciéndole que eran pasas de chocolate, y cosas por el estilo, pero el verano en que teníamos doce años Peter nos obligó a parar. «No es justo -dijo-. Él no puede evitarlo.»
Jamie y yo sabíamos más o menos lo que quería decir, aunque alegamos que Willy podía haberse hecho llamar Bill y dejar de decir a la gente qué opinaba su madre de todo. La siguiente vez que le vi me sentí lo bastante culpable como para darle la mitad de una barrita Mars pero, como es comprensible, me miró con recelo y se escabulló. Me pregunté, distraídamente, qué haría Willy ahora. En una película habría sido un genio ganador de un premio Nobel con una supermodelo por esposa pero, en la vida real, era probable que se ganara la vida como cobaya para investigaciones médicas y aún llevara jerséis con conejitos.
– Es raro -comentó Cassie-. La mayoría de los niños son crueles a esa edad. Estoy segura de que yo lo era.
– Me parece que Peter era un crío fuera de lo normal -dije.
Se detuvo a recoger una concha de berberecho de un naranja brillante y examinarlo.
– Aún hay alguna posibilidad de que sigan con vida, ¿no crees? -Limpió la arena de la concha con la manga y sopló-. En alguna parte.
– Supongo que sí -respondí.
Peter y Jamie por ahí, en alguna parte, manchas de rostros difuminados entre una vasta multitud en movimiento.
Cuando tenía doce años ésta era en cierto modo la peor posibilidad de todas: que aquel día simplemente hubiesen seguido corriendo, dejándome atrás sin volverse a mirar ni una vez. Todavía tengo el hábito reflejo de buscarlos entre la muchedumbre: aeropuertos, conciertos, estaciones de tren… Ahora ya se me ha pasado, pero cuando era más joven alcanzaba una especie de estado de pánico y giraba la cabeza adelante y atrás como un personaje de dibujos animados, temiendo que la cara que no había visto pudiera ser la de uno de ellos.
– Aunque lo dudo. Había mucha sangre.
Cassie se guardó la concha en el bolsillo; alzó la vista hacia mí un segundo.
– No conozco los detalles.
– Ya te dejaré el archivo -dije. Me fastidió que me costara esfuerzo decirlo, como si entregara mi diario o algo semejante-. A ver qué te parece.
La marea empezaba a subir. La playa de Sandymount tiene una pendiente tan gradual que con marea baja el mar es una minúscula franja grisácea y casi invisible a lo lejos, en el horizonte; sube a una velocidad vertiginosa y desde todas direcciones a la vez, y a veces algunas personas se han visto en apuros. En cuestión de minutos ya nos tocaría los pies.
– Será mejor que volvamos -dijo Cassie-. Vendrá Sam a cenar, ¿recuerdas?
– Es verdad -contesté sin gran entusiasmo. Sam me cae bien (como a todo el mundo, excepto a Cooper), pero no estaba de humor para ver a otra gente-. ¿Por qué le has invitado?
– ¿Por el caso, quizá? -dijo en tono burlón-. ¿Trabajo, gente muerta…?
Le hice una mueca y ella me la devolvió.
Los dos mocosos del carrito se aporreaban el uno al otro con unos juguetes de colores chillones.
– ¡Britney, Justin! -gritó la madre por encima de sus chillidos-. ¡A callar u os mato a los dos, joder!
Rodeé el cuello de Cassie con un brazo y logré ponerla a una distancia prudencial antes de que ambos nos echásemos a reír.
Finalmente, por cierto, me adapté al internado. Cuando mis padres me dejaron allí al inicio del segundo curso (mientras yo gemía, rogaba y me aferraba a la manija del coche y el furioso encargado de la residencia tiraba de mi cintura y me separaba los dedos uno a uno) comprendí que, hiciera lo que hiciese y por más que suplicara, no pensaban dejarme volver a casa. Después de eso dejé de sentir añoranza.
No tenía muchas opciones. Mi sufrimiento inexorable durante el primer curso casi había acabado conmigo (me había acostumbrado a tener mareos fugaces cada vez que me ponía en pie, instantes en que no recordaba el nombre de un compañero de clase o el camino al comedor), hasta la resistencia de alguien de trece años tiene un límite; unos meses más así y quizás hubiera acabado con alguna lamentable crisis nerviosa pero, como digo, a la hora de la verdad tengo un instinto de supervivencia excelente. La primera noche del segundo curso me dormí entre sollozos, pero al despertar a la mañana siguiente decidí que no volvería a sentir añoranza.