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Luego, para mi sorpresa, la adaptación me pareció incluso fácil. Sin prestar demasiada atención había adoptado gran parte del argot singular y endogámico de las escuelas (scrots para los de cursos inferiores y machos para los profesores), y mi acento pasó de ser del condado de Dublín al de los alrededores de Londres en un plazo de una semana. Me hice amigo de Charlie, que se sentaba a mi lado en geografía y tenía una solemne cara redonda y una risita irresistible; cuando crecimos lo suficiente, compartimos un estudio y unos porros experimentales que le había traído su hermano de Cambridge y largas, confusas y anhelantes conversaciones sobre chicas. Mis resultados académicos eran mediocres como mucho -me había convencido tanto de que la escuela es un destino ineludible y eterno que me costaba imaginar nada más después de eso, así que era difícil recordar por qué se suponía que estudiaba-, pero resulté ser un buen nadador, lo suficiente para el equipo del colegio, una habilidad que me hizo ganarme el respeto de profesores y alumnos más de lo que lo hubieran hecho unas buenas notas. En quinto hasta me hicieron delegado; al igual que mi designación para Homicidios, tiendo a atribuirlo a que tenía el aspecto adecuado.

Pasé muchas épocas de vacaciones en la casa de Charlie en Herefordshire, aprendí a conducir con el viejo Mercedes de su padre (dando tumbos por carreteras rurales, con las ventanillas bajadas y Bon Jovi retumbando en el estéreo mientras los dos desafinábamos dándolo todo) y me enamoré de sus hermanas. Descubrí que ya no tenía muchas ganas de ir a casa. La casa de Leixlip era oscura, desabrida y olía a humedad, y mi madre había colocado mal todas mis cosas en mi nuevo dormitorio. Me parecía incómoda y temporal, como un refugio montado a toda prisa, no como un hogar. Los demás chicos de la calle llevaban unos cortes de pelo que les daban pinta de peligrosos y hacían unas bromas ininteligibles sobre mi acento.

Mis padres habían advertido mis cambios, pero en lugar de alegrarse de que me hubiera adaptado al colegio, como cabría esperar, se mostraban desconcertados, nerviosos ante la persona desconocida e independiente en que me estaba transformando. Mi madre iba de puntillas por la casa y me preguntaba tímidamente qué quería merendar; mi padre trataba de iniciar unas charlas de hombre a hombre que siempre se encallaban, después de mucho aclararse la garganta y hacer ruido con el periódico, ante mi silencio pasivo y baldío. Racionalmente entendía que me habían mandado al internado para protegerme de las implacables olas de periodistas y fútiles interrogatorios policiales y compañeros de clase curiosos, y era consciente de que seguramente fue una excelente decisión; pero una parte de mí creía, de forma incuestionable y callada y tal vez con una pizca de acierto, que me habían enviado fuera porque me tenían miedo. Como un niño monstruosamente deformado que no debiera haber vivido más allá de la infancia, o un gemelo siamés cuya otra mitad murió en la mesa de operaciones, me había convertido -por el simple hecho de sobrevivir- en un bicho raro.

Capítulo 8

Sam llegó a la hora convenida, con aspecto de muchacho que acude a su primera cita -hasta se había alisado el pelo rubio, sin conseguir gran cosa, con un remolino detrás- y traía una botella de vino.

– Aquí tienes -dijo, y se la ofreció a Cassie-. No sabía lo que ibas a preparar, pero el tipo de la tienda ha dicho que éste va bien con cualquier cosa.

– Perfecto -respondió ella, y bajó la música (Ricky Martin en español; tiene una versión tipo jazz que pone muy alta mientras cocina o limpia la casa) y fue al armario a buscar vasos de vino iguales-. De todos modos, sólo estoy preparando pasta. El sacacorchos está en ese cajón. Rob, cariño, tienes que remover la salsa, no sostener la cuchara dentro de la sartén.

– Oye, Martha Stewart [14], ¿quién lo está haciendo, tú o yo?

– Ninguno de los dos, por lo que se ve. Sam, ¿vas a beber o tienes que conducir?

– Maddox, es tomate de lata con albahaca, no es precisamente haute cuisine…

– ¿Acaso te extirparon el paladar al nacer, o has tenido que currártelo mucho para conseguir esta falta de refinamiento? ¿Vino, Sam?

Sam parecía algo descolocado. A veces Cassie y yo nos olvidamos de que podemos causar ese efecto en la gente, sobre todo cuando estamos fuera de servicio y de buen humor, como era el caso. Sé que suena raro, dado lo que habíamos estado haciendo todo el día, pero en las brigadas con un alto cupo de horror -Homicidios, Delitos Sexuales, Violencia Doméstica…-o aprendes a desconectar o pides un traslado a Arte y Antigüedades. Si te permites pensar demasiado en las víctimas (qué pasó por su mente en sus últimos segundos, todas las cosas que ya no harán nunca o sus familias destrozadas), acabas con un caso sin resolver y una crisis nerviosa. Obviamente, a mí me costaba más de lo habitual desconectar; pero me sentaba bien la reconfortante rutina de preparar la cena y fastidiar a Cassie.

– Pues sí, por favor -respondió Sam. Miró a su alrededor, incómodo, en busca de un sitio donde dejar su abrigo; Cassie lo cogió y lo tiró sobre el futón-. Mi tío tiene una casa en Ballsbridge… sí, sí, ya lo sé -dijo, cuando los dos lo miramos con cara de impresionados-. Y yo aún conservo una llave. A veces paso la noche allí, si me he quedado a tomar unas copas.

Nos miró a uno y a otro, a la espera de algún comentario.

– Bien -dijo Cassie, tras lo cual se sumergió otra vez en el armario y apareció con un vaso en el que ponía «Nutella» en un lado-. Odio cuando algunas personas beben y otras no. Hace que la conversación cojee. ¿Qué diablos le has hecho a Cooper, por cierto?

Sam se rió, relajado, mientras buscaba el sacacorchos.

– Juro que no fue culpa mía. Mis tres primeros casos aparecieron a las cinco de la tarde, y le llamé justo cuando llegaba a casa.

– Oh-oh -dijo Cassie-. Chico malo.

– Tienes suerte de que te dirija la palabra -comenté yo.

– Apenas lo hace -afirmó Sam-. Finge que no recuerda mi nombre. Me llama detective Neary o detective O'Nolan… incluso en el estrado. Una vez me llamó con un nombre distinto cada vez que me mencionaba, y el juez se hizo tal lío que casi declaró nulo el juicio. Gracias a Dios, vosotros sí le caéis bien.

– Es por el escote de Ryan -dijo Cassie, mientras me empujaba con un golpe de cadera y echaba un puñado de sal en la cacerola con agua.

– Pues me compraré un Wonderbra -replicó Sam. Descorchó la botella con destreza, sirvió el vino y nos dio nuestros vasos-. Salud, compañeros. Gracias por invitarme. Por una resolución rápida y sin sorpresas desagradables.

Después de cenar nos pusimos a lo nuestro; hice café y Sam insistió en fregar los cacharros. Cassie, sentada en el suelo, esparció las notas de la autopsia y las fotos sobre la mesita de centro, un viejo arcón de madera encerada, mientras se acercaba y se alejaba para coger cerezas de un cuenco con la otra mano. Me encanta observar a Cassie cuando se concentra. Totalmente absorta, se queda ausente e inconsciente como una niña, se retuerce con el dedo un rizo de la nuca, coloca las piernas en posturas rarísimas sin ningún esfuerzo o se da golpecitos alrededor de la boca con un boli y de repente lo aparta para murmurarse algo a sí misma.

– Mientras esperamos a la Asombrosa Mujer Paranormal, aquí presente -le dije a Sam, y Cassie me levantó el dedo índice sin alzar la vista-, ¿cómo te ha ido el día?

Sam enjuagaba los platos con una precisa eficiencia de soltero.

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[14] Empresaria norteamericana, autora de numerosos libros y artículos y presentadora de programas sobre las artes del hogar. (N. de la T.)