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No tengo prácticamente nada en común con ese tío, aunque no estaba seguro de que nadie más se diera cuenta. A veces, tras demasiado vodka a solas, me venían vividas escenas paranoicas donde el comisario principal descubría que en realidad yo era el hijo de un funcionario de Knocknaree y me trasladaban a Derechos de Propiedad Intelectual. Y supuse que, con Cassie Maddox por ahí, era mucho menos probable que la gente perdiera el tiempo sospechando de mí.

Cuando al fin llegó, la verdad es que fue una especie de anticlímax. La abundancia de rumores me había dejado la imagen mental de alguien digno de un telefilme, con unas piernas interminables, el pelo de anuncio de champú y tal vez con un traje de látex. Nuestro comisario, O'Kelly, la presentó en la reunión del lunes por la mañana y ella se puso en pie y soltó algo estereotipado sobre lo encantada que estaba de incorporarse a la brigada y que esperaba cumplir con su nivel de exigencia; apenas alcanzaba la altura media, y mostraba un tocado de rizos negros y una complexión de muchacho flaco con los hombros cuadrados. No era mi tipo -siempre me han gustado las chicas femeninas, chicas dulces y pequeñas con huesos de pajarito a las que puedes coger y rodear con un solo brazo-, pero tenía algo: quizá su forma de estar de pie, con el peso sobre una cadera, recta y natural como una gimnasta; quizá fuera sólo el misterio.

– He oído que viene de una familia de masones que amenazó con disolver la brigada si no la aceptábamos -dijo Sam O'Neill detrás de mí.

Sam es un tipo robusto, jovial e imperturbable de Galway. No creía que fuera uno de los susceptibles a sucumbir a la fiebre del rumor.

– Por el amor de Dios -dije yo, tragándomelo.

Sam sonrió, sacudió la cabeza y pasó de largo junto a mí para ir a su sitio. Me giré para mirar a Cassie, que estaba sentada con un pie apoyado sobre la silla que tenía delante y con la libreta recostada sobre su muslo.

No vestía como una detective de homicidios. En cuanto te familiarizas con tu puesto, aprendes por osmosis que se espera que tu aspecto sea profesional, educado, discretamente caro con sólo una pizca de originalidad. Proporcionamos al contribuyente el tópico tranquilizador por el que paga. La mayoría de nosotros compramos en Brown Thomas [1] durante las rebajas y de vez en cuando llegamos al trabajo con complementos embarazosamente idénticos. Hasta ese momento, lo más estrambótico que había entrado en nuestra brigada era un cretino llamado Quigley, que hablaba como el Pato Lucas con acento de Donegal y llevaba camisetas con eslóganes («loco cabrón») debajo de la camisa porque se creía muy atrevido. Cuando por fin se dio cuenta de que no impresionaba a nadie y no nos interesaba ni remotamente, le pidió a su madre que viniera a verle y se lo llevara de compras a Brown Thomas.

Aquel primer día clasifiqué a Cassie en la misma categoría. Llevaba pantalones militares, un jersey de lana de color vino con unas mangas que le llegaban por debajo de las muñecas y unas zapatillas anticuadas, y lo interpreté como un signo de presunción: «Estoy por encima de vuestras convenciones, ¿sabéis?». La chispa de animosidad que eso encendió aumentó mi atracción hacia ella. Hay una parte de mí que se siente intensamente atraída por las mujeres que me irritan.

No le hice mucho caso durante las dos semanas siguientes, salvo del modo general en que te fijas en cualquier mujer con un aspecto decente si estás rodeado de hombres. Tom Costello, nuestro veterano canoso, se encargaba de mostrarle cómo funcionaba todo y yo estaba liado con el caso de un indigente al que habían dado una paliza mortal en un callejón. Parte del deprimente e inexorable sabor de la vida de aquel hombre se había filtrado en su muerte y era uno de esos casos que están perdidos de antemano: sin pistas, nadie había visto nada, nadie había oído nada, el asesino debía de estar tan borracho o drogado que a lo mejor ni siquiera recordaba lo que había hecho, así que mi ímpetu de novato entusiasta empezaba a decaer un poco. Además, tenía como compañero a Quigley y la cosa no funcionaba; su idea del humor era representar largas escenas de Wallace and Gromit y luego soltar una risa de Pájaro Loco para mostrarte lo graciosos que eran. Empezaba a caer en la cuenta de que me lo habían asignado no porque fuera a ser amable con el chico nuevo sino porque nadie más lo quería. Así que no me quedaban tiempo ni energía para conocer a Cassie. A veces me pregunto cuánto podríamos haber continuado así. Incluso en una brigada pequeña siempre hay gente con la que nunca llegas más que a saludarte o a sonreírte en los pasillos, simplemente porque vuestros caminos nunca se cruzan en ningún otro sitio.

Nos hicimos amigos por su moto, una Vespa del 81 de color crema que no sé por qué, a pesar de su categoría de clásico, me recuerda a un alegre chucho con rasgos de pastor escocés en su pedigrí. La llamo «carrito de golf» para fastidiar a Cassie; ella llama a mi abollado Land Rover blanco el «vehículo de compensación» y añade algún que otro comentario compasivo sobre mis novias, o el Ecomobile [2] cuando se siente marrullera. El carrito de golf eligió un día cruelmente húmedo y ventoso de septiembre para estropearse a la salida del trabajo. Yo salía del aparcamiento cuando vi a esa chiquilla chorreante en su chubasquero rojo, con el aspecto de Kenny de South Park, de pie junto a su pequeño ciclomotor, chorreante también, y chillándole al autobús que la acababa de empapar. Paré y grité por la ventana:

– ¿Necesitas que te eche una mano?

Ella me miró y contestó a gritos:

– ¿Qué te hace pensar eso?

Y entonces, cogiéndome completamente por sorpresa, se echó a reír.

Durante unos cinco minutos, mientras intentaba poner la Vespa en marcha, me enamoré de ella. Ese chubasquero tan grande la hacía parecer una niña, como si tuviera que llevar botas de agua a juego con mariquitas pintadas y dentro de la capucha roja hubiera unos ojos castaños e inmensos con gotas de lluvia en las pestañas y un rostro de gatito. Deseé secarla suavemente con una toalla grande y esponjosa frente a una chimenea encendida. Pero entonces dijo:

– Déjame a mí, hay que saber cómo girar esta cosita.

Yo levanté una ceja y repetí:

– ¿Esta «cosita»? Francamente, las chicas…

Me arrepentí al instante; nunca se me ha dado bien hacer bromas y además nunca se sabe, tal vez fuera una de esas feministas fervientes que te echan el rollo extremista y yo me acababa de ganar un sermón sobre Amelia Earhart bajo la lluvia. Pero ella me miró detenidamente de soslayo, dio una palmada que me salpicó y dijo, con una voz entrecortada a lo Marilyn:

– Oooh, siempre había soñado con un caballero de brillante armadura que viniera a rescatarme, pobrecita de mí. Sólo que en mis sueños era más guapo.

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[1] Cadena de tiendas con primeras marcas. (N. de la T.)

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[2] Híbrido entre coche y motocicleta. (N. de la T.)