– «Sobres bajo mano para los muchachos» -dije, por encima de mi hombro-. Es una ideología, más o menos.
– Oye… -dijo Sam con sutileza.
– Lo siento -respondí-. No me refería a nadie en concreto.
Asintió.
– Yo tampoco, Sam -le dijo Cassie-. Sólo quería decir que no hay una filosofía de conjunto. Así que la gente tiene que fabricarse su propia fe.
Encontré whisky, Coca-Cola, hielo y tres vasos; lo llevé todo a la mesita de un solo viaje, haciendo malabarismos.
– ¿Te refieres a los sucedáneos de religión? ¿A todos esos yuppies New Age que practican sexo tántrico y aplican el feng shui en sus turismos?
– A ellos también, pero pensaba en personas que convierten en religión algo completamente distinto. Como el dinero; de hecho, eso es lo más parecido que tiene el gobierno a una ideología, y no me refiero a sobres bajo mano, Sam. Hoy en día tener un empleo mal pagado no sólo es desafortunado, ¿os habéis dado cuenta? Se considera irresponsable: no eres un buen miembro de la sociedad; si no tienes una gran casa y un coche de lujo te estás portando mal.
– Pero si alguien pide un aumento -continué, agotando la cubitera- también se porta mal por amenazar el margen de beneficios de su patrón, después de todo lo que éste ha hecho por la economía.
– Exacto. Si no eres rico, eres un ser inferior que no debería tener el descaro de esperar un salario de las personas decentes que sí lo son.
– Vamos, vamos -contestó Sam-. Yo no creo que las cosas estén tan mal.
Hubo un silencio breve y cortés mientras yo recogía los cubitos que se habían desperdigado por la mesita de centro. Por naturaleza, Sam posee un optimismo ingenuo, pero también tiene una de esas familias que poseen casas en Ballsbridge. Su punto de vista sobre asuntos socioeconómicos, aunque amable, difícilmente puede considerarse objetivo.
– La otra gran religión de nuestros días -continuó Cassie- es el cuerpo. Toda esa publicidad condescendiente y los reportajes sobre beber y fumar y practicar deporte…
Yo me dedicaba a servir, a la espera de que Sam me dijera basta; alzó una mano, me sonrió y le pasé el vaso.
– A mí siempre me entran ganas de ver cuántos cigarrillos puedo meterme en la boca de una vez -comenté.
Cassie había extendido las piernas a lo largo del futón; yo se las aparté para poder sentarme, las volví a colocar sobre mi regazo y empecé a preparar su bebida, con mucho hielo y mucha Coca-Cola.
– A mí también. Pero esos reportajes no sólo dicen que esas cosas sean poco saludables: dicen que están moralmente mal. Como si en cierto modo fueras mejor persona espiritualmente por tener el porcentaje adecuado de grasa corporal y practicar ejercicio una hora al día… Y también están esos horribles anuncios en los que fumar no es sólo una estupidez, sino que es el demonio. La gente necesita un código moral que le ayude a tomar decisiones. Todas esas virtudes de los yogures bio y esa beatería económica sólo llenan un vacío. Pero el problema es que todo está enfocado al revés. No se trata de que hagas lo correcto y esperes una compensación, sino que lo moralmente correcto es por definición aquello que dé el mayor beneficio.
– Tómate tu copa -le dije. Estaba excitada y gesticulaba, inclinada hacia delante, con el vaso olvidado en la mano-. ¿Qué tiene esto que ver con la chaladura de Mark?
Cassie me hizo una mueca y tomó un sorbo de su bebida.
– Mark cree en la arqueología, en su herencia patrimonial. Ésa es su fe. No es una serie de principios abstractos, y no se trata de su cuerpo ni de su cuenta bancaria; es una parte muy concreta de su vida de cada día, obtenga compensación o no. Vive por ello. Eso no es estar chalado, sino más bien sano, y algo va terriblemente mal en una sociedad donde la gente piensa que eso es ser raro.
– Ese tío hizo una puñetera libación a algún dios de la Edad de Bronce -dije-. No veo nada especialmente malo en considerarlo un poco extraño. Apóyame en esto, Sam.
– ¿Yo? -Sam se había acomodado en el sofá y escuchaba la conversación con el brazo extendido para toquetear el cúmulo de conchas y piedras que había en el alféizar-. Bah, yo sólo diría que es joven. Deberíamos conseguirle una esposa y unos cuantos hijos. Eso lo calmaría.
Cassie y yo nos miramos y nos echamos a reír.
– ¿Qué? -preguntó Sam.
– Nada -le contesté-, de verdad.
– Me encantaría tomarme un par de cervezas contigo y con Mark juntos -dijo Cassie.
– Yo lo arreglaría en un momento -respondió Sam con serenidad, y a Cassie y a mí nos entró un descarado ataque de risa.
Me recosté en el futón y tomé un sorbo de mi bebida. Estaba disfrutando con la conversación. Era una velada agradable y feliz; la suave lluvia repiqueteaba en las ventanas, Billie Holiday sonaba de fondo y yo me alegraba, después de todo, de que Cassie hubiera invitado a Sam. Cada vez me caía mejor. Decidí que todo el mundo debería tener un Sam cerca.
– ¿De veras crees que podemos descartar a Mark? -le pregunté a Cassie.
Ella bebió un poco y se apoyó el vaso en el estómago.
– Con franqueza, creo que sí -respondió-. Dejando de lado lo de la chaladura. Como he dicho, tengo una sensación muy intensa de que quienquiera que lo hizo estaba indeciso al respecto. No puedo imaginarme a Mark indeciso respecto a nada; al menos, no a nada importante.
– Qué suerte tiene -dijo Sam, y le sonrió desde el otro lado de la mesa.
– ¿Y cómo os conocisteis Cassie y tú? -preguntó Sam más tarde. Se recostó en el sofá y cogió su vaso.
– ¿Qué? -dije.
Era una pregunta algo rara que no venía a cuento, y para ser sincero me había medio olvidado de que él estaba ahí. Cassie compra alcohol del bueno, como un sedoso whisky llamado Connemara que sabe a humo de turba, y todos estábamos algo achispados. La conversación empezaba a decaer de forma natural. Sam, con el cuello estirado, había estado leyendo los títulos de los maltrechos libros de la estantería, mientras yo yacía tumbado en el futón sin pensar en nada más complejo que la música. Cassie estaba en el cuarto de baño.
– Oh, cuando se incorporó a la brigada. Una tarde se le estropeó la moto y yo la llevé.
– Oh, vaya -dijo Sam. Parecía ligeramente azorado, cosa rara en él-. Claro, es lo que yo pensaba, que no os conocíais de antes. Pero luego me ha parecido que sí, que os conocíais de hace mucho, por eso me he preguntado si erais viejos amigos o… ya sabes.
– Nos pasa a menudo -admití. La gente tendía a dar por hecho que éramos primos o habíamos crecido en el mismo vecindario o algo por el estilo, y eso siempre me colmaba de una íntima e irracional felicidad-. Supongo que nos llevamos bien.
Sam asintió.
– Tú y Cassie -dijo, y se aclaró la garganta.
– ¿Qué pasa conmigo? -preguntó ésta con recelo, apartando mi pie de su camino y deslizándose de nuevo en su asiento.
– Sólo Dios lo sabe -respondí.
– Le preguntaba a Rob si os conocíais de antes de entrar en Homicidios -explicó Sam-. De la universidad o algo parecido.
– Yo no fui a la universidad -dije.
Tuve la sensación de que sabía lo que había estado a punto de preguntarme. La mayoría de la gente lo hace tarde o temprano, pero no creí que Sam fuese de los curiosos y me pregunté por qué, exactamente, quería saberlo.
– ¿En serio? -continuó él, procurando disimular su asombro. A eso me refiero con lo del acento-. Pensé que habrías ido a Trinity y habríais coincidido en alguna clase o…
– No le conocía de Adam, digo, de nada -respondió Cassie sin entonación.
Lo que, al cabo de un instante, nos provocó a ella y a mí unas risas y unos bufidos inevitables e infantiles.
Sam sacudió la cabeza, sonriendo.