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– No sé cuál está más loco -dijo, y se levantó para vaciar el cenicero.

Le había dicho la verdad: no fui a la universidad. Milagrosamente me salí de mis suficientes con un bien y dos notables, lo que me habría bastado para acceder a algún sitio, de no ser porque ni siquiera presenté una solicitud. Le decía a la gente que me tomaba un año sabático, pero lo cierto era que no quería hacer nada, absolutamente nada, durante el mayor tiempo posible, tal vez durante el resto de mi vida.

Charlie se iba a Londres para estudiar económicas, así que fui con él, pues no había ningún otro sitio en el que necesitara o quisiera estar especialmente. Su padre le pagaba su parte del alquiler en un flamante apartamento con suelos de madera y portero, y como yo no podía permitirme mi mitad en modo alguno alquilé un cuarto pequeño y sombrío en una zona semipeligrosa y Charlie se buscó un compañero de piso, un estudiante holandés de intercambio que regresaría a casa en Navidad. El plan era que para entonces yo hubiera conseguido un trabajo y pudiera trasladarme con él, pero mucho antes de Navidad quedó claro que no me mudaría a ningún sitio, y no sólo por el dinero, sino porque, inesperadamente, me enamoré de mi cuarto y de mi vida íntima, díscola y de libre fluctuación.

Después del internado, la soledad resultaba embriagadora. En mi primera noche allí me tumbé de espaldas sobre la pegajosa moqueta durante horas, bañado por la luz opaca y anaranjada de la ciudad que entraba por la ventana, mientras olía un contundente curry que ascendía por el pasillo y oía a dos tíos que se chillaban en ruso y a alguien que interpretaba una pieza de violín tormentosa y recargada. Poco a poco me di cuenta de que no había una sola persona en todo el mundo que pudiera verme o preguntarme qué hacía o decirme que hiciera algo, y me sentí como si en cualquier momento el cuarto pudiera separarse del edificio como una luminosa pompa de jabón y zarpar en la noche, agitándose suavemente por encima de los tejados, del río y las estrellas.

Viví allí casi dos años. La mayor parte del tiempo estuve en el paro; de vez en cuando, cuando empezaban a jorobarme o cuando quería dinero para impresionar a una chica, trabajaba unas semanas en traslados de muebles o en la construcción. Inevitablemente, Charlie y yo nos habíamos distanciado; una separación que empezó, creo, con su mirada de educada y horrorizada fascinación cuando vio el cuarto por primera vez. Quedábamos para tomar algo cada dos o tres semanas y a veces iba a fiestas con él y sus nuevos amigos (ahí fue donde conocí a la mayoría de las chicas, incluida la ansiosa Gemma y sus problemas con el alcohol). Sus amigos de la universidad eran unos chicos simpáticos, pero hablaban un idioma que yo nunca dominé, ni ganas, lleno de bromas privadas y abreviaturas y palmaditas en la espalda, y me costaba mucho prestar atención.

No estoy seguro de qué hice exactamente esos dos años. Creo que nada, durante un montón de tiempo. Sé que éste es uno de los inconcebibles tabúes de nuestra sociedad, pero había descubierto que tenía talento para ejercitar una maravillosa pereza sin arrepentimiento, de una clase que casi nadie conoce después de la infancia. De mi ventana colgaba un prisma de una vieja lámpara de araña, y podía pasarme tardes enteras tumbado en la cama y observando cómo lanzaba minúsculas chispas de arco iris por todo el cuarto.

Leí mucho. Siempre lo he hecho, pero en esos dos años me atiborraba de libros con una glotonería voluptuosa, casi erótica. Iba a la biblioteca más cercana y sacaba todos los que podía, y luego me encerraba en el cuarto y leía una semana sin parar. Buscaba libros viejos, cuanto más mejor -Tolstói, Poe, tragedias de la época jacobina, una polvorienta traducción de Laclos…-, de modo que, cuando al fin volvía a la superficie, parpadeando y aturdido, tardaba días en dejar de pensar en sus ritmos serenos, refinados y cristalinos.

También miraba mucho la tele. En mi segundo año allí me tenían fascinado los documentales nocturnos sobre crímenes, casi todos en el canal Discovery; no eran los asesinatos en sí lo que me hechizaba, sino las intrincadas estructuras de su resolución. Me encantaba la tensa y firme concentración con que esos hombres -perspicaces bostonianos del FBI o panzudos sheriffs de Texas- ataban cabos y juntaban piezas hasta que al final todo se ponía en su lugar y la respuesta se alzaba obediente para flotar en el aire ante ellos, brillante e irrefutable. Eran como magos que echaran un puñado de retales en una chistera y le dieran unos golpecitos y sacaran (con una fanfarria de trompetas) una bandera perfecta y sedosa; salvo que aquello era mil veces mejor, porque las respuestas eran verdaderas y vitales y no se trataba (eso creía yo) de una ilusión.

Sabía que no era así en la vida real, al menos no siempre, pero me pareció algo increíble tener un trabajo en el que existiera esa posibilidad. Cuando, ese mismo mes, Charlie se prometió, los del subsidio me informaron de que había medidas restrictivas contra la gente como yo y ese tío que escuchaba un rap pésimo se mudó al piso de abajo, me pareció la reacción más obvia volver a Irlanda, inscribirme en la escuela de entrenamiento Templemore y convertirme en detective. No eché de menos el cuarto -creo que había empezado a cansarme de él de todos modos-, pero todavía recuerdo esos dos años maravillosos y autoindulgentes como una de las épocas más felices de mi vida.

Sam se fue hacia las 11.30. Ballsbridge está a sólo unos minutos andando de Sandymount. Me lanzó una mirada interrogante y fugaz mientras se ponía el abrigo.

– ¿En qué dirección vas?

– Seguro que ya has perdido el último tren -me dijo Cassie con naturalidad-. Puedes quedarte en el sofá si quieres.

Yo podía haber dicho que pensaba coger un taxi, pero decidí que no pasaba nada: Sam no era Quigley, a la mañana siguiente no nos caería un alborozado chaparrón de sonrisitas e indirectas.

– De hecho, me parece que sí -respondí, comprobando mi reloj-. ¿No te molesta?

Si Sam se sorprendió, lo supo disimular.

– Entonces nos vemos mañana -dijo, animadamente-. Que durmáis bien.

– Le gustas -le anuncié a Cassie después de que se marchara,

– Dios, qué predecible eres -me contestó mientras escarbaba en el armario en busca del edredón que sobraba y la camiseta que yo guardaba allí.

– «Oh, quiero oír lo que tiene que decir Cassie, oh, Cassie, eres taaaan buena en esto…»

– Ryan, si Dios hubiera querido que tuviera un horrible hermano adolescente, me habría enviado uno. Y tu acento de Galway es una mierda.

– ¿A ti también te gusta él?

– Si fuera así, le habría hecho mi famoso truco marca de la casa en el que cojo una cereza y le hago un nudo en el tallo con la lengua.

– No eres capaz. Enséñamelo.

– Era una broma. Vete a la cama.

Extendí el futón; Cassie encendió la lamparilla de noche y apagué la luz del techo, dejando el cuarto pequeño cálido y umbrío. Ella encontró la camiseta larga hasta las rodillas con la que duerme y se la llevó al baño para cambiarse. Metí los calcetines dentro de mis zapatos y los dejé fuera de la vista debajo del sofá, me quedé en calzoncillos, me puse la camiseta y me instalé debajo del edredón. A esas alturas ya teníamos pillada la rutina. Yo la oía echarse agua en la cara y cantar para sí alguna canción folk que no reconocía en clave menor. «Para la Reina de Corazones él es el As del Dolor, hoy está aquí y mañana ya no.» Había adoptado un tono demasiado grave; la nota final desapareció en un zumbido.

– ¿Realmente te hace sentir así nuestro trabajo? -le pregunté cuando salió del baño (con sus pequeños pies descalzos y piernas suaves y musculosas como las de un muchacho)-. ¿Como le hace sentir a Mark la arqueología?

Me había reservado la pregunta para cuando Sam se hubiera ido. Cassie me sonrió de soslayo, burlona.

– Nunca he vertido líquidos sobre la moqueta de la brigada. Te lo juro.