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Aguardé. Se metió en la cama y se apoyó en un codo, con la mejilla en el puño; el resplandor de la lamparilla de noche la rodeaba de luz y la hacía parecer translúcida, como una chica en una vidriera de colores. No estaba seguro de que fuera a contestarme, aun sin estar Sam ahí, pero al cabo de un momento dijo:

– Nos ocupamos de la verdad, vamos detrás de ella. Es una cuestión seria.

Reflexioné.

– ¿Por eso no te gusta mentir?

Es una de las peculiaridades de Cassie, especialmente rara en un investigador. Omite cosas, elude preguntas con franca malicia o con tanta sutilidad que apenas notas que lo haga, y teje frases engañosas con pericia de prestidigitadora; pero nunca la he visto mentir de forma rotunda, ni siquiera a un sospechoso.

Alzó un solo hombro.

– No soy muy buena con las paradojas.

– Pues yo creo que sí lo soy -dije, pensativo.

Cassie se dejó caer de espaldas y se rió.

– Deberías ponerlo en un anuncio clasificado. Hombre, metro ochenta, bueno con las paradojas…

– Anormalmente guapo…

– Busca a su Britney para…

– ¡Eh!

Ladeó una ceja y me miró inocentemente.

– ¿No?

– No digas eso de mí. Britney es exclusivamente para los que tienen gustos baratos. Al menos tendría que ser una Scarlett Johansson.

Ambos nos reímos, relajados. Suspiré con holgura y me acomodé en los familiares accidentes del sofá; Cassie extendió el brazo y apagó la luz de la lámpara.

– Buenas noches.

– Dulces sueños.

Cassie se duerme ligera y fácilmente como un gatito; al cabo de unos segundos la oí respirar hondo y despacio, con una pausa minúscula en la cima de cada respiración que me decía que ya había caído. Yo soy lo contrario: una vez me he dormido hace falta un despertador de volumen extraalto o una patada en la espinilla para despertarme, pero puedo estar horas zarandeándome inquieto antes de lograrlo. Aunque no sé por qué siempre me es más fácil dormirme en casa de Cassie, a pesar de ese sofá irregular y demasiado corto y de los ruiditos y crujidos de un edificio viejo que por las noches se asienta. Incluso ahora, cuando tengo problemas para dormirme intento imaginarme otra vez en ese sofá, la suave y raída franela del edredón contra mi mejilla, un especiado aroma a whisky caliente todavía en el aire y los pequeños susurros de Cassie soñando al otro lado de la habitación.

Un par de personas entraron en el edificio con ruido de talones, mandándose callar y riéndose, y se metieron en el pisa de abajo; retazos de conversación y risa penetraban, débiles y amortiguados, a través del suelo. Acoplé el ritmo de mi respiración al de Cassie y sentí que mi mente se deslizaba agradablemente por caminos de ensueño y sin sentido -Sam explicaba cómo construir un barco y Cassie se reía, sentada en la cornisa de una ventana entre dos gárgolas de piedra-. El mar está a varias calles de distancia y no había forma de que pudiera escucharlo, pero imaginé que de todos modos lo oía.

Capítulo 9

En mis recuerdos, pasamos un millón de noches en el piso de Cassie los tres. La investigación sólo duró cerca de un mes, y estoy seguro de que hubo días en que alguno de nosotros hacía alguna otra cosa; pero con el tiempo esas veladas han dado color a toda la temporada, como un tinte brillante emergiendo en el agua. El clima tenía ramalazos de un otoño anticipado y duro. El viento gemía entre los tejados y las gotas de lluvia se filtraban por las ventanas de guillotina combadas y se deslizaban vidrio abajo. Cassie encendía un fuego y los tres esparcíamos nuestras notas por el suelo y soltábamos teorías a diestro y siniestro, y luego hacíamos la cena por turnos: básicamente variaciones de pasta de Cassie, sándwiches de carne míos y experimentos sorprendentemente exóticos de Sam, como unos magníficos tacos o algún plato tailandés con salsa de cacahuete picante. Tomábamos vino con la cena y después nos pasábamos al whisky en distintas variantes; cuando empezábamos a estar achispados, cerrábamos el archivo del caso, nos quitábamos los zapatos, poníamos música y hablábamos.

Cassie es hija única, igual que yo, y ambos nos quedábamos cautivados con las historias de Sam sobre su infancia: cuatro hermanos y tres hermanas apiñados en una vieja granja de Galway, que jugaban a indios y vaqueros en kilómetros de terreno y se escabullían por las noches para explorar el molino encantado, con un padre grande y callado y una madre que repartía pan recién sacado del horno y guantazos con una cuchara de madera y contaba las cabezas a la hora de comer para asegurarse de que nadie se hubiera caído al río. Los padres de Cassie murieron en un accidente de tráfico cuando ella tenía cinco años, y la criaron una tía y un tío afectuosos y mayores en una casa destartalada de Wicklow, a kilómetros de todo. Cuenta que leía libros inapropiados de su biblioteca -La rama dorada, las Metamorfosis de Ovidio o Madame Bovary, que odiaba pero que terminó de todos modos- hecha un ovillo junto a una ventana en el rellano y comiendo manzanas del jardín mientras una suave lluvia caía al otro lado de los cristales. Dice que una vez se metió en un armario viejo y espantoso y encontró una salsera de porcelana, un penique de Jorge VI y dos cartas de un soldado de la Primera Guerra Mundial cuyo nombre nadie reconoció, con párrafos recortados por los censores, Yo no recuerdo gran cosa de antes de los doce años, y después de esa edad mis recuerdos están dispuestos sobre todo en filas; filas de camas grises y blancas en el dormitorio, filas de duchas con eco y olor a lejía, filas de chicos con uniformes arcaicos recitando himnos protestantes sobre el deber y la constancia. Para nosotros dos, la infancia de Sam parecía sacada de un libro de cuentos y nos la imaginábamos en dibujos a lápiz: niños de mejillas sonrosadas con un risueño perro pastor revoloteando en torno a ellos.

– Háblanos de cuando eras pequeño -decía Cassie, acurrucándose en el futón y estirando las mangas de su jersey hasta cubrirse las manos para sostener su whisky caliente.

Sin embargo, en muchos aspectos Sam era el extraño en esas conversaciones, y una parte de mí se alegraba de ello. Cassie y yo llevábamos dos años labrándonos nuestra rutina, nuestro ritmo y nuestros sutiles códigos e indicadores privados; después de todo, Sam estaba ahí gracias a nosotros, y parecía justo que desempeñara un papel secundario, presente pero no demasiado. Nunca pareció molestarle. Se tumbaba en el sofá, agitando su vaso de whisky para que la luz del fuego proyectara manchas ambarinas en su jersey, y observaba y sonreía mientras Cassie y yo discutíamos sobre la naturaleza del tiempo, de T. S. Eliot o las explicaciones científicas de los fantasmas. Conversaciones adolescentes, sin duda, y más aún por el hecho de que Cassie y yo sacábamos el mocoso que llevábamos dentro («Piérdete, Ryan», me decía ella, entornando los ojos desde el otro extremo del futón, y yo le agarraba el brazo y le mordía la muñeca hasta que gritaba pidiendo clemencia), pero nunca las había tenido en mi adolescencia y me encantaban, me encantaba cada instante.

Por supuesto, lo estoy idealizando; es una tendencia crónica propia de mí. Pero no os dejéis engañar: puede que las noches fueran todo castañas asadas junto a un fuego acogedor, pero los días eran un calvario penoso, tenso, frustrante. Oficialmente estábamos en el turno de nueve a cinco, pero cada mañana entrábamos antes de las ocho y rara vez salíamos antes de las ocho de la noche, y nos llevábamos trabajo a casa (cuestionarios por comparar, declaraciones por leer o informes por escribir). Esas cenas empezaban a las nueve o a las diez; la medianoche nos sorprendía antes de que dejáramos de hablar de trabajo, y las dos de la madrugada cuando habíamos desentrañado lo bastante como para irnos a la cama. Desarrollamos una intensa e insana relación con la cafeína y nos olvidamos de qué significaba no estar agotados. La primera noche de viernes, un refuerzo nuevo llamado Corry dijo: «Hasta el lunes, colegas», y recibió una tanda de risas sardónicas y palmadas en la espalda, además de un seco «No, Comotellames, nos vemos mañana por la mañana a las ocho, y no llegues tarde» de O'Kelly.