Al final, Rosalind Devlin no había venido a verme aquel primer viernes. Hacia las cinco, tenso por la espera e inexplicablemente preocupado por si le había sucedido algo, la llamé al móvil. No contestó. «Estará con su familia -me dije- ayudando con los preparativos del funeral o cuidando de Jessica o llorando en su habitación»; pero la inquietud no me abandonaba, menuda y persistente como una china en el zapato.
El domingo, Cassie, Sam y yo fuimos al funeral de Katy. Eso de que los asesinos se ven irresistiblemente atraídos hacia la tumba es una leyenda, pero aun así valía la pena ir por si acaso; de todas maneras O'Kelly nos lo había ordenado, más que nada por el tema de las relaciones públicas. La iglesia era una construcción de los setenta, cuando el hormigón era una declaración artística y se suponía que Knocknaree iba a convertirse cualquier día en una metrópolis destacada; era inmensa, gélida y fea, con un torpe vía crucis semiabstracto y unos ecos que trepaban, tristemente hasta las aristas del techo de cemento. Ocupamos los último bancos, con nuestras prendas oscuras más discretas, y observamos cómo se llenaba la iglesia: granjeros que sostenían gorras achatadas, ancianas con pañuelos en la cabeza, adolescentes a la última que intentaban mostrar indiferencia… Y el pequeño ataúd blanco, ribeteado de oro y terrible, frente al altar. Rosalind daba tumbos por el pasillo, sostenida por Margaret a un lado y la tía Vera al otro, y detrás de ellas Jonathan, con los ojos vidriosos, que guiaba a Jessica hacia la primera fila.
Las velas ardían con una mecha incesante; el aire olía a humedad, a incienso y a flores moribundas. Yo estaba mareado -me había olvidado de desayunar- y toda la escena tenía un matiz difuminado como de recuerdo. Tardé un rato en comprender que, de hecho, era normaclass="underline" durante doce años fui a misa cada domingo, y era muy probable que hubiera asistido a un servicio en memoria de Peter y Jamie sentado en uno de esos bancos de madera barata. Cassie se sopló las manos a hurtadillas para calentárselas.
El cura era muy joven y solemne y se esforzaba dolorosamente por estar a la altura de la ocasión con su frágil arsenal de tópicos de seminario. Un coro de niñitas pálidas con uniformes de colegio -las compañeras de Katy; reconocí algunas caras- se apiñaba hombro con hombro para compartir las hojas de himnos. Estos se habían elegido para ofrecer consuelo, pero sus voces eran finas y vacilantes y algunas se descomponían. «No tengas miedo, yo siempre camino ante ti; ven, sígueme…»
Simone Cameron cruzó su mirada con la mía cuando volvía de comulgar y me ofreció un rígido saludo con la cabeza; sus ojos dorados estaban enrojecidos y gigantescos. Los familiares dejaron sus bancos uno tras otro y depositaron recordatorios sobre el ataúd: un libro de Margaret, un gato pelirrojo de peluche de Jessica, y de Jonathan el dibujo a lápiz que había colgado sobre la cama de Katy. Rosalind, la última, se arrodilló y colocó un par de zapatillas de ballet rosas, atadas por las cintas, en la tapa. Las acarició suavemente y luego inclinó la cabeza sobre el ataúd y sollozó, y sus tirabuzones de un castaño cálido se alborotaron encima del blanco y el oro. Un lamento tenue e inhumano surgió de algún punto del banco frontal.
Afuera, el cielo era de un gris blancuzco y el viento hacía caer las hojas de los árboles al camposanto. Había periodistas apoyados en las verjas, y las cámaras se encendieron como una ráfaga. Encontramos un rincón discreto y escudriñamos la zona y a la multitud pero, como era de esperar, nadie disparó ninguna alarma.
– Sí que hay gente -comentó Sam. Era el único de nosotros tres que había ido a comulgar-. Mañana comprobaremos los nombres de algunos de esos chavales, no fuera que hubiera alguno que no tuviera que estar.
– Nuestro hombre no habrá venido -dijo Cassie-. A menos que tuviera que hacerlo. Ese tío ni siquiera leerá los periódicos. Y si alguien empieza a hablar del caso, cambiará de tema.
Rosalind, que bajaba despacio la escalinata de la iglesia con un pañuelo apretado contra la boca, levantó la cabeza y nos vio. Se zafó de los brazos que la sostenían y atravesó el césped corriendo, con su largo vestido negro ondeando al viento.
– Detective Ryan… -Cogió mi mano entre las suyas y me miró con el rostro anegado de lágrimas-. No puedo soportarlo. Tiene que coger al hombre que le ha hecho esto a mi hermana.
– ¡Rosalind! -gritó Jonathan desde algún sitio con la voz rota, pero ella no apartó la vista.
Tenía los dedos largos y las manos suaves y muy frías.
– Haremos todo lo posible -le dije-. ¿Vendrás mañana a hablar conmigo?
– Lo intentaré. Siento lo del viernes, pero no pude… -Echó un rápido vistazo tras de sí-. No pude escaparme. Por favor, detective Ryan, encuéntrelo, por favor…
Sentí, más que oírlos, los chasquidos de las cámaras. Una de esas fotos -el perfil angustiado y alzado de Rosalind y una toma mía poco favorecedora con la boca abierta- fue portada de un diario sensacionalista la mañana siguiente, con el titular «Por favor, justicia para mi hermana» en letras de un cuerpo gigantesco, Quigley me dio la lata con eso durante toda una semana.
En las dos primeras semanas de la operación Vestal hicimos todo lo imaginable, todo. El equipo al completo, incluidos los refuerzos y los agentes locales, hablamos con todo aquel que viviera en un radio de seis kilómetros alrededor de Knocknaree y que hubiera conocido a Katy. Había un esquizofrénico diagnosticado en la urbanización, pero jamás le había hecho daño a nadie, ni siquiera cuando dejaba la medicación, cosa que no ocurría desde hacía tres años. Comprobamos todas las tarjetas de crédito de los Devlin, seguimos el rastro de las personas que habían contribuido a pagar la matrícula de Katy y pusimos vigilancia para ver quién llevaba flores al altar de piedra.
Interrogamos a las mejores amigas de Katy: Christina Murphy, Elisabeth McGinnis y Marianne Casey; unas niñas valerosas, temblorosas y con los ojos enrojecidos que no tenían información útil que ofrecer, pero que aun así me desconcertaron. No soporto a la gente que se queja de lo rápido que crecen los niños hoy en día (después de todo, a los dieciséis años mis abuelos trabajaban a jornada completa, y creo que eso supera cualquier acumulación de piercings en lo que adultez se refiere), pero da iguaclass="underline" las amigas de Katy mostraban una preparación y una perspicacia en su conciencia del mundo exterior que contrastaba con la despreocupación alegre y animal que yo recuerdo haber disfrutado a esa edad.
– Pensábamos que a lo mejor Jessica tenía problemas de aprendizaje -dijo Christina, como si tuviera treinta años-, pero no nos atrevíamos a preguntar. ¿Fue…?, quiero decir…, ¿el que mató a Katy era un pedófilo?
Al parecer, la respuesta era no. A pesar de la sensación que tenía Cassie de que en realidad no se trataba de un crimen sexual, comprobamos a todos los delincuentes sexuales convictos al sur de Dublín, y a muchos otros a los que no hemos podido encerrar nunca, y pasamos horas con los que se encargan de la ingrata tarea de seguir el rastro y cazar a pedófilos en internet. El tipo con quien más hablamos se llamaba Carl. Era joven y flaco, de rostro blanco y con arrugas, y nos contó que después de ocho meses desempeñando ese trabajo ya pensaba en dejarlo: tenía dos hijos menores de siete años, dijo, y ya no podía mirarlos de la misma manera, se sentía demasiado sucio para darles un abrazo de buenas noches después de una jornada haciendo lo que hacía.
La red, como la llamaba Carl, era un hervidero de especulaciones y excitación a propósito de Katy Devlin -me ahorraré los detalles- y leímos cientos de páginas con transcripciones de chats y correos de un mundo oscuro y ajeno, pero no sacamos nada en claro. Había uno que parecía simpatizar en exceso con el asesino de Katy («Creo que simplemente la amaba demasiado, ella no lo entendió y lo disgustó»), pero cuando ésta murió él estaba conectado, debatiendo sobre los méritos físicos de las niñas asiáticas en comparación con las europeas. Esa noche Cassie y yo nos emborrachamos a base de bien.