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La pandilla de Sophie examinó la casa de los Devlin con lupa, en principio para recoger fibras y demás para así poder ir descartando, pero informaron de que no habían encontrado manchas de sangre ni nada que se ajustara al arma de la violación descrita por Cooper. Yo saqué informes financieros: los Devlin vivían modestamente (unas vacaciones familiares a Creta cuatro años antes con el préstamo de una cooperativa de crédito; las clases de danza de Katy y las de violín de Rosalind; un Toyota del 99) y apenas tenían ahorros; pero no estaban endeudados, su hipoteca casi estaba liquidada y nunca se habían atrasado en los pagos del teléfono. Su cuenta bancaria no mostraba movimientos sospechosos y Katy no tenía seguro de vida; nada.

Se recibió una cantidad récord de llamadas, un increíble porcentaje de las cuales fueron inútiles. Eran de personas cuyos vecinos tenían una pinta rara y se negaban a unirse a la Asociación de Vecinos del barrio, otras que habían visto a hombres siniestros merodeando en medio del campo, o de esa otra serie de chalados explicando con detalle que aquello era un castigo de Dios a nuestra sociedad pecaminosa… Cassie y yo nos pasamos toda una mañana con un tío que telefoneó para decirnos que Dios había castigado a Katy por su inmodestia al exhibirse vestida sólo con un maillot para miles de lectores de The Irish Times. Depositamos muchas esperanzas en él (se negaba a hablar con Cassie alegando que las mujeres no deberían trabajar y que sus vaqueros también eran inmodestos; su modelo de modestia femenina, según me informó con vehemencia, era Nuestra Señora de Fátima). Pero tenía una coartada impecable: había pasado el lunes por la noche en el minúsculo barrio chino que da a Baggot Street, borracho como una cuba, sermoneando a las prostitutas sobre los tormentos del infierno y apuntando las matrículas de sus clientes, hasta que los chulos lo echaban por la fuerza y vuelta a empezar; al fin, la poli lo metió en una celda para que durmiera la mona, hacia las cuatro de la madrugada. Por lo visto eso ocurría cada tantas semanas; todos los implicados conocían ya la rutina y se contentaron de confirmarlo, con algún comentario mordaz sobre las probables tendencias sexuales del tipo.

Fueron unas semanas extrañas e inconexas. Incluso después de todo este tiempo se me hace complicado describirlas. Estuvieron repletas de pequeñas cosas que en ese momento parecían insignificantes e inconexas como el revoltijo de complementos de algún juego de salón: rostros, frases, salas de estar y llamadas telefónicas, todo mezclado en una sola luz estroboscopia. No fue hasta mucho más tarde, con la luz fría y dura que da la perspectiva, cuando las pequeñas cosas afloraron, se ordenaron y encajaron perfectamente para formar los patrones que deberíamos haber visto desde el principio.

Además, esa primera fase de la operación Vestal fue espantosa. Aunque nos negáramos a admitirlo, el caso no iba a ninguna parte. Todas las pistas que encontraba me llevaban a un callejón sin salida; O'Kelly nos soltaba discursos exaltados mientras agitaba los brazos para decirnos que no nos podíamos permitir fallar y que uno demuestra lo que vale cuando las cosas se ponen difíciles; los periódicos clamaban justicia e imprimían fotos ampliadas del aspecto que tendrían Peter y Jamie hoy en día si llevaran unos peinados desafortunados. Yo estaba más tenso de lo que he estado en toda mi vida. Pero quizás el verdadero motivo de que me cueste tanto hablar de esas semanas sea que -a pesar de todo ello, y del hecho de que sé que es una ligereza que no puedo permitirme- todavía las echo de menos.

Pequeñas cosas. Por supuesto, conseguimos el historial médico de Katy de inmediato. Ella y Jessica fueron prematuras por un par de semanas, pero al menos Katy se había recuperado bien y hasta los ocho años y medio sólo tuvo los problemas de salud propios de los niños de su edad. Luego, sin que viniera a cuento, empezó a ponerse enferma. Retortijones de estómago, vómitos incontrolados y diarreas que duraban días; en una ocasión fue a urgencias tres veces en un mes. Hacía un año, después de un ataque especialmente intenso, los médicos le practicaron una laparotomía exploratoria (la operación que había detectado Cooper, la que la había dejado fuera de la escuela de danza). Le diagnosticaron «Pseudobstrucción idiopática de colon con ausencia atípica de dilatación». Leyendo entre líneas deduje lo que eso significaba: los galenos descartaban todo lo demás y no tenían absolutamente ni idea de qué le pasaba.

– ¿Münchausen por poderes? -le pregunté a Cassie, que leía por encima de mi hombro y con los brazos cruzados sobre el respaldo de mi silla.

Ella, Sam y yo nos habíamos apropiado un rincón de la sala de investigaciones, lo más lejos posible del teléfono, para poder disponer de un mínimo de privacidad siempre que habláramos en voz baja.

Se encogió de hombros e hizo una mueca.

– Puede ser. Pero hay algo que no encaja: la mayoría de las madres con Münchausen han tenido alguna relación con la medicina en el pasado, auxiliares de enfermería o algo por el estilo. -Según nuestras comprobaciones, Margaret había dejado el colegio a los quince y trabajó en la fábrica de galletas Jacobs hasta que se casó-. Y fíjate en los registros de admisión: la mitad de las veces ni siquiera es Margaret la que lleva a Katy al hospital. Es Jonathan, Rosalind, Vera y una vez un profesor… Para las madres con Münchausen por poderes la gracia está en la atención y la simpatía que reciben de médicos y enfermeras. Nunca permitirían que otra persona fuera el centro de todo.

– Entonces, ¿descartamos a Margaret?

Cassie suspiró.

– No encaja con el perfil, pero no es definitivo: podría ser la excepción. Me gustaría poder echar un vistazo al historial de las otras dos. Estas madres no suelen centrarse en un hijo y dejar en paz a los demás. Saltan de hijo en hijo para evitar sospechas, o bien empiezan con el mayor y luego pasan al siguiente cuando el primero crece lo bastante como para montar un número. Si es Margaret, habrá algo raro en los otros dos expedientes… como esta primavera, tal vez, cuando Katy dejó de ponerse enferma y algo le pasó a Jessica… Preguntaremos a los padres si nos permiten verlos.

– No -dije. La sala parecía una olla de grillos y el ruido era como si una niebla espesa envolviera mi cerebro; no lograba concentrarme-. De momento, los Devlin no saben que son sospechosos. Preferiría que siguiera siendo así, al menos hasta que tengamos algo sólido. Si empezamos a pedir los historiales médicos de Rosalind y Jessica, seguro que se dan cuenta.

– Algo sólido -repitió Cassie.

Bajó la vista a las hojas diseminadas por la mesa, ese batiburrillo de encabezamientos escritos a ordenador con garabatos hechos a mano y manchas de fotocopia; y miró la pizarra blanca, que ya había explosionado en una maraña multicolor de nombres, números de teléfono, flechas y signos de interrogación y subrayados.

– Sí -dije-. Lo sé.

Los historiales escolares de las niñas Devlin tenían ese mismo matiz ambiguo y burlón. Katy era buena pero no excepcionaclass="underline" mayoría de notables con algún suficiente ocasional en lengua o un sobresaliente en educación física; ningún problema de actitud salvo cierta tendencia a hablar en clase, ni llamadas de atención, excepto las marcas de las ausencias. Rosalind era más inteligente, pero también más errática: series con un montón de sobresalientes interrumpidos por grupos de suficientes e insuficientes acompañados de observaciones de los frustrados maestros sobre el poco esfuerzo y los muchos novillos. Como era de esperar, la carpeta de Jessica era la más voluminosa. Había estado en la clase con el grupo más disperso desde que Katy y ella tenían nueve años, pero al parecer Jonathan había dado la lata al consejo de salud y a la escuela para que le hicieran una batería de pruebas: su coeficiente intelectual estaba entre 90 y 105, y no presentaba problemas neurológicos. «Dificultades para el aprendizaje imprecisas con rasgos autistas», declaraba el archivo.