– ¿Qué opinas? -le pregunté a Cassie.
– Que esta familia cada vez parece más rara. Según esto, juraría que si abusan de alguna de ellas es de Jessica. Una niña perfectamente normal hasta los siete años que luego, de repente, ¡pam!, empieza a caer en picado tanto en los resultados escolares como en sus habilidades sociales. Demasiado tarde para que aparezca el autismo, pero es una reacción de manual en un niño víctima de abusos. Y Rosalind… todas esas subidas y bajadas podrían deberse a los cambios de humor típicos de una adolescente, pero también podría ser la respuesta a algo raro que sucediera en casa. La única que parece estar bien, en fin, psicológicamente, es Katy.
Algo oscuro se cernió sobre mí en una esquina de mi campo de visión y me volví de golpe lanzando mi bolígrafo, que derrapó por el suelo.
– Tranquilo -dijo Sam, sobresaltado-. Que soy yo.
– ¡Dios! -exclamé. El corazón me iba a mil. La mirada de Cassie, al otro lado de la mesa, no delataba nada. Recuperé mi bolígrafo-. No me he dado cuenta de que estabas ahí. ¿Qué nos traes?
– El registro de llamadas de los Devlin -contestó Sam, agitando un fajo de hojas en cada mano-. Salientes y entrantes.
Puso los dos fajos encima de la mesa y cuadró las esquinas con esmero. Había resaltado los números con colores y las páginas presentaban unas líneas muy pulcras hechas con rotulador.
– ¿Durante cuánto tiempo? -quiso saber Cassie.
Se inclinó sobre la mesa, mirando las hojas del revés.
– Desde marzo.
– ¿Y sólo hay esto? ¿Para seis meses?
También fue lo primero en lo que me fijé yo, en lo delgadas que eran las pilas. En una familia de cinco miembros con tres adolescentes la línea debía de estar ocupada sin parar, con alguien gritando constantemente para que algún otro colgara el teléfono. Me acordé del silencio subyacente en la casa el día que encontraron a Katy, con la tía Vera merodeando por el vestíbulo.
– Sí, ya lo sé -dijo Sam-. Tal vez utilizan móviles.
– Tal vez -respondió Cassie, no muy convencida. Yo tampoco lo estaba; casi sin excepción, cuando una familia se aísla del resto del mundo es porque algo va pero que muy mal-. Pero eso es caro. Y en esa casa hay dos teléfonos, uno junto al ropero del piso de abajo y otro en el descansillo de arriba, con un cable tan largo que podrías llevártelo a cualquier dormitorio. No se necesita un móvil para tener intimidad.
Ya habíamos comprobado el móvil de Katy. Tenía asignados diez euros de crédito cada segundo domingo. Había usado la mayoría para enviar mensajes de texto a sus amigas, y habíamos reconstruido largas conversaciones abreviadas en un lenguaje críptico sobre deberes, cotilleos de clase y programas de la tele; ningún número sin identificar, ninguna señal de alarma.
– ¿Y los resaltados con rotulador? -pregunté.
– He revisado los números abonados y he intentado separar las llamadas de familiares. Al parecer Katy era la que más utilizaba el teléfono: todos los números en amarillo son sus amigas. -Pasé unas páginas. En cada una, el rotulador amarillo ocupaba al menos la mitad-. El azul señala las hermanas de Margaret, una en Kilkenny y Vera, en la misma urbanización. El verde es la hermana de Jonathan en Athlone, la residencia donde vive su madre y miembros del comité de «No a la Autopista». El violeta es Karen Daly, la amiga de Rosalind con la que se quedó cuando se escapó. Las llamadas entre ellas empiezan a remitir después de eso. Yo diría que a Karen no le gustó demasiado verse implicada en algún lío familiar, aunque siguió llamando a Rosalind unas semanas más; en cambio, Rosalind no la volvió a llamar.
– Quizá no le dejaran -comenté.
Tal vez fuera el susto que me había dado Sam, pero mi corazón aún latía demasiado deprisa y en la boca notaba un sabor animal a peligro.
Sam asintió.
– A lo mejor los padres veían en Karen una mala influencia. En cualquier caso, éstas son las únicas llamadas que constan, salvo unas cuantas de una compañía telefónica proponiéndoles cambiar de proveedor y… estas tres. -Extendió las páginas de llamadas entrantes: tres franjas de rotulador rosa-. Las fechas, horas y duraciones coinciden con las que nos dio Devlin. Todas se realizaron desde cabinas.
– Lástima -dijo Cassie.
– ¿Dónde? -quise saber yo.
– En el centro. La primera es desde los muelles, en el área financiera, y la segunda en O'Connell Street. La tercera es a medio camino, también en los muelles.
– En otras palabras -afirmé-: el que llamó no era uno de los del pueblo, histérico por el valor de su casa.
– No lo creo. A juzgar por las horas, llama de camino a casa desde el pub. Supongo que alguien de Knocknaree podría beber en el centro, pero no es muy probable, o al menos no es algo habitual. Haré que los chicos lo comprueben para asegurarnos, pero de momento diría que es alguien interesado en la autopista por negocios, no por una cuestión personal. Y si apostara, me jugaría la pasta a que vive en alguna parte junto a los muelles.
– Nuestro asesino es un lugareño; es casi seguro -recordó Cassie.
Sam asintió.
– Pero nuestro chico podría haber contratado a alguien para que hiciera el trabajo. Es lo que yo habría hecho. -Cassie cruzó su mirada conmigo: la idea de Sam yendo en busca de un sicario se antojaba irresistible-. Cuando averigüe a quién pertenece el terreno, veré si han hablado con alguien de Knocknaree.
– ¿Cómo lo llevas? -quise saber.
– Oh, tranquilo -contestó Sam alegre y vagamente-. Estoy en ello.
– Un momento -dijo Cassie de repente-. ¿A quién llama Jessica?
– A nadie, que yo sepa -respondió Sam, y apiló las hojas con unos golpecitos suaves y se las llevó.
Todo eso sucedió el lunes, casi una semana después de la muerte de Katy. Durante esos días, ni Jonathan ni Margaret nos llamaron para interesarse por el curso de la investigación. No es que me quejara precisamente -algunas familias llaman cuatro o cinco veces al día, ansiosas por obtener respuestas, y hay pocas cosas más horribles que decirles que no hay ninguna-, pero aun así era otra de esas pequeñas cosas que chirriaban, en un caso que ya tenía demasiadas.
Finalmente, Rosalind se presentó el martes a la hora de comer. Sin llamada ni cita previa, Bernadette me informó con un leve reproche de que una chica quería verme; pero supe que era ella, y el hecho de que apareciera de la nada de ese modo olía a desesperación, a alguna urgencia clandestina. Dejé lo que estaba haciendo y bajé, ignorando las inquisitivas cejas levantadas de Cassie y Sam.
Rosalind esperaba en recepción. Llevaba un chal esmeralda y miraba por la ventana con rostro nostálgico y ausente. Era demasiado joven para saberlo, pero ofrecía una imagen adorable con la cascada de rizos castaños y la mancha verde, en suspenso frente al ladrillo soleado y la piedra del patio. De no ser por el vestíbulo insolentemente utilitario, podría haber sido una escena sacada de una tarjeta de felicitación prerrafaelita.
– Rosalind -dije.
Se dio la vuelta, llevándose una mano al pecho.
– ¡Oh, detective Ryan! Me ha asustado… Muchas gracias por recibirme.
– Faltaría más -respondí-. Vayamos a hablar arriba.
– ¿Está seguro? No quiero ser una molestia. Si está demasiado ocupado, dígamelo y me iré.
– No eres una molestia, en absoluto. ¿Quieres una taza de té? ¿Café?
– Me encantaría un café. Pero ¿tenemos que entrar ahí? Hace un día tan bonito, y tengo un poco de claustrofobia. No me gusta decírselo a la gente, pero… ¿No podríamos salir afuera?
No era el procedimiento habitual, pero después de todo no era una sospechosa, me dije; ni siquiera era necesariamente una testigo.