– Claro -le contesté-, dame sólo un segundo.
Y corrí escaleras arriba a por el café. Como había olvidado preguntarle cómo lo tomaba, añadí un poco de leche y me guardé dos bolsitas de azúcar en el bolsillo, por si acaso.
– Aquí tienes -le dije a Rosalind, una vez abajo-. ¿Buscamos un sitio en el jardín? -Bebió un sorbo de café y trató de disimular una breve y fugaz mueca de desagrado-. Lo sé, es una porquería -dije.
– No, no, está bien, es sólo que… bueno, es que suelo tomarlo sin leche, pero…
– Vaya -exclamé-. Lo siento. ¿Quieres que vaya a buscarte otro?
– ¡No, qué va! No pasa nada, detective Ryan, de verdad. En realidad no necesitaba café. Tómeselo usted. No quiero causarle problemas; es estupendo que me haya recibido, no debe dejar de lado sus cosas…
Hablaba muy deprisa, en voz alta y con atropello, y sostuvo mi mirada demasiado tiempo sin pestañear, como si estuviera hipnotizada. Estaba terriblemente nerviosa e intentaba disimularlo.
– No es ningún problema -respondí amablemente-. Te diré lo que haremos: buscamos un buen sitio donde sentarnos y luego te traigo otro café. Seguirá siendo una porquería, pero al menos será un café solo. ¿Qué te parece?
Rosalind me sonrió agradecida, y por un instante tuve la sorprendente sensación de que ese pequeño acto de consideración casi le había hecho llorar.
Encontramos un banco en los jardines, al sol; los pájaros gorjeaban y se agitaban en los setos y salían disparados para hacerse con migas de sándwich olvidadas. Dejé allí a Rosalind y volví a subir a por el café. Me tomé mi tiempo, para darle oportunidad de calmarse, pero cuando regresé continuaba sentada en el borde del banco, mordiéndose el labio y arrancándolos pétalos de una margarita.
– Gracias -dijo, y al coger el café hizo un amago de sonreír. Me senté a su lado-. Detective Ryan, ¿han…? ¿Han averiguado quién mató a mi hermana?
– Todavía no -dije-. Pero acabamos de empezar. Te prometo que hacemos cuanto podemos.
– Sé que lo cogerá, detective Ryan. Lo supe en cuanto le vi. Puedo adivinar muchísimas cosas de la gente con la primera impresión. A veces me asusta realmente lo mucho que acierto, y supe enseguida que usted era la persona que necesitábamos.
Me miraba con una fe pura, sin mácula. Me sentí halagado, desde luego que sí, pero al mismo tiempo ese grado de confianza me incomodaba. Estaba tan segura y era tan desesperadamente vulnerable; y, por mucho que intentara no pensar de esa forma, sabía que era posible que aquel caso no se resolviera nunca, así como el efecto que eso tendría en ella.
– Soñé con usted -continuó Rosalind, y luego bajó la mirada, violentada-. La noche después del funeral de Katy. Apenas había dormido más de una hora por noche desde que ella desapareció, ¿sabe? Estaba… oh, estaba histérica. Pero verle a usted aquel día… me recordó que no hay que rendirse. Esa noche soñé que usted llamaba a nuestra puerta y me decía que había atrapado al hombre que lo hizo. Lo tenía en el coche patrulla detrás de usted, y me decía que nunca más volvería a hacer daño a nadie.
– Rosalind -dije. No podía permitir eso-. Hacemos cuanto podemos, y no nos vamos a rendir. Pero tienes que prepararte para la posibilidad de que la espera se alargue mucho tiempo.
Ella negó con la cabeza.
– Usted lo encontrará -repitió, sin más.
Cambié de tema.
– ¿Has dicho que querías preguntarme algo?
– Sí. -Respiró hondo-. ¿Qué le pasó exactamente a mi hermana, detective Ryan?
Su mirada de ojos abiertos y penetrantes me dejó sin saber cómo reaccionar; si se lo contaba, ¿se desmoronaría, le daría un ataque, gritaría? Los jardines estaban llenos de empleados de cháchara en su pausa del almuerzo.
– Creo que deberían ser tus padres quienes te hablaran de esto -respondí.
– Tengo dieciocho años, ¿sabe? No necesita su permiso para explicármelo.
– Aun así.
Rosalind se mordió el labio inferior.
– Ya se lo he preguntado. Me mandó… me mandaron callar. Algo me zarandeó y no supe muy bien qué, si ira, alarma o compasión.
– Rosalind -empecé, con mucha delicadeza-, ¿va todo bien en casa?
Alzó la cabeza al instante, con la boca abierta formando una pequeña O.
– Sí -respondió con voz débil y dudosa-. Por supuesto.
¿Estás segura?
– Es muy amable -replicó, trémula-. Es muy bueno conmigo. Es… todo va bien.
– ¿Te sentirías más cómoda hablando con mi compañera?
– No -dijo bruscamente, con cierto matiz de desaprobación en su voz-. Quería hablar con usted porque… -Dibujaba círculos con el vaso en su regazo-. Sentí que le importaba, detective Ryan. Lo de Katy. A su compañera no parecía importarle, pero a usted… es diferente.
– Por supuesto que nos importa a los dos -repuse.
Quise rodearla con un brazo tranquilizador o poner una mano sobre la suya, pero nunca se me han dado bien esas cosas.
– Sí, ya lo sé, ya lo sé. Pero su compañera… -Me dedicó una pequeña sonrisa de autorreproche-. Creo que me asusta un poco. Es muy agresiva.
– ¿Mi compañera? -pregunté, asombrado-. ¿La detective Maddox?
Cassie siempre ha sido la que tiene fama de ser buena con las familias. Yo me quedo acartonado y cohibido, pero ella siempre parece saber qué es lo que hay que decir y cuál es la manera más amable de decirlo. Algunas familias aún le envían unas tarjetas tristes, esforzadas y agradecidas por Navidad.
Rosalind agitó las manos en un gesto de impotencia.
– Oh, detective Ryan, no lo decía en un mal sentido. Ser agresivo es algo bueno, ¿no? Sobre todo en su trabajo. Y supongo que yo peco de sensible. Fue sólo por cómo trató a mis padres… Sé que tenía que preguntar todas aquellas cosas, pero fue el modo en que las preguntó, con esa frialdad… Jessica se quedó muy disgustada. Y a mí me sonreía como si todo fuese… La muerte de Katy no era ninguna broma, detective Ryan,
– Ni muchísimo menos -respondí.
Repasé mentalmente aquella horrible sesión en la sala de estar de los Devlin, intentando entender qué diablos había hecho Cassie para disgustar a esa niña. Sólo podía recordar que le había dedicado a Rosalind una sonrisa alentadora cuando la sentó en el sofá. Retrospectivamente supuse que pudo haber sido un poco inapropiado, aunque no tanto como para justificar una reacción como ésa. La sorpresa y el dolor a menudo provocan reacciones exageradas e ilógicas en la gente; pero aun así, ese grado de alteración reforzó mi sensación de que en esa casa pasaba algo.
– Lo siento si dimos la impresión…
– No, oh, no, usted no; usted estuvo maravilloso. Y sé que la detective Maddox no quiso ser tan… tan dura. Lo sé, de verdad. La mayoría de la gente agresiva sólo intenta ser fuerte, ¿no es así? Lo único que quieren es no mostrar inseguridad, o dependencia o algo por el estilo. En el fondo no son crueles.
– No -contesté-, te aseguro que no.
Me costaba pensar en Cassie como una persona dependiente; pero lo cierto es que nunca había pensado que fuese agresiva. Me di cuenta, con una leve punzada de desazón, que no tenía modo de saber qué impresión causa Cassie al resto de la gente. Era como decir si tu hermana es guapa: no podía ser más objetivo con ella de lo que era conmigo.
– ¿Lo he ofendido? -Rosalind me miró con nerviosismo, estirándose un tirabuzón-. Lo he hecho. Lo siento, lo siento… Siempre estoy metiendo la pata. Abro mi estúpida boca y sale todo, nunca aprendo…
– No -la interrumpí-, no pasa nada. No estoy ofendido en absoluto.
– Sí lo está. Lo noto.
Se abrigó mejor con el chal y se retiró el pelo que le quedó debajo, con el rostro tirante y retraído.
Sabía que si la perdía quizá no tuviera otra oportunidad.
– De verdad -dije-, no lo estoy. Sólo estaba pensando en lo que has dicho. Es muy perspicaz.