Jugueteó con un extremo del chal, eludiendo mi mirada.
– Pero ¿no es su novia?
– ¿La detective Maddox? No-no-no -contesté-. Nada de eso.
– Yo pensé, por el modo en que ella… -Se cubrió la boca con una mano-. ¡Otra vez no! ¡Para, Rosalind!
Me reí, sin poder evitarlo; los dos nos estábamos esforzando mucho.
– Vamos -dije-. Respira hondo y volvamos a empezar.
Poco a poco se recostó en el banco a medida que se relajaba.
– Gracias, detective Ryan. Pero por favor… ¿qué le pasó exactamente a Katy? Mi imaginación no descansa… No puedo soportar no saberlo.
¿Qué podía decir a eso? Se lo expliqué. No se desmayó ni se puso histérica, ni siquiera se deshizo en lágrimas. Escuchó en silencio, con sus ojos azules -del color de un vaquero desteñido-fijos en los míos. Cuando terminé se llevó los dedos a los labios y se quedó con la mirada perdida en la luz del sol, en la ordenada silueta de los setos, en los empleados con sus recipientes de plástico y sus chismorreos. Le di una torpe palmadita en el hombro. El chal era de tela barata, sintético y áspero al tacto, y la galantería patética e infantil que representaba me llegó al corazón. Quise decirle algo, algo sabio y profundo sobre que pocas muertes pueden compararse al extremo dolor del que se queda, algo que pudiera recordar cuando estuviera sola e insomne y perpleja en su habitación; pero no hallé las palabras.
– Lo siento mucho -dije.
– Entonces, ¿no la violaron?
Habló en un tono llano y hueco.
– Bébete el café -respondí, con la vaga idea de que las bebidas calientes van bien para los disgustos.
– No, no… -Agitó la mano con fervor-. Dígamelo. ¿No la violaron?
– No, no exactamente. Y ya estaba muerta, ya sabes. No sintió nada.
– ¿No sufrió?
– Apenas nada. La dejaron inconsciente casi de inmediato.
De repente Rosalind inclinó la cabeza sobre su vaso de café, y vi que le temblaban los labios.
– Me siento tan mal, detective Ryan. Me siento como si tuviera que haberla protegido mejor.
– Tú no lo sabías.
– Pero debería haberlo sabido. Debería haber estado ahí, y no divirtiéndome con mis primas. Soy una hermana espantosa, ¿verdad?
– Tú no eres responsable de la muerte de Katy -dije con firmeza-. A mí me parece que debías de ser una hermana maravillosa. No podrías haber hecho nada.
– Pero…
Calló y sacudió la cabeza.
– Pero ¿qué?
– Pues… que tendría que haberlo sabido. Eso es todo. No importa. -Aventuró una sonrisa mirándome a través de su pelo-. Gracias por contármelo.
– Ahora me toca a mí -dije-. ¿Puedo preguntarte un par de cosas?
Pareció reacia, pero respiró hondo y asintió.
– Tu padre dijo que Katy aún no salía con chicos -comencé-. ¿Es cierto?
Abrió la boca, pero la volvió a cerrar.
– No lo sé -contestó con un hilo de voz.
– Rosalind, sé que esto no te resulta fácil. Pero si no es cierto tenemos que saberlo.
– Katy era mi hermana, detective Ryan. No quiero… no quiero decir cosas sobre ella.
– Lo sé -contesté con suavidad-. Pero lo mejor que puedes hacer ahora por ella es contarme cualquier cosa que me ayude a encontrar a su asesino.
Al fin lanzó un suspiró, tembloroso y leve.
– Sí -dijo-. Le gustaban los chicos. No sé quién exactamente, pero la oí lanzarse pullas con sus amigas a propósito de los chicos, ya sabe, a quién habían besado…
La idea de gente de doce años besándose me asustó, pero me acordé de las amigas de Katy, esas niñas tan sabihondas y desconcertantes. A lo mejor Peter, Jamie y yo fuimos poco precoces.
– ¿Es eso cierto? Tu padre parecía bastante seguro.
– Mi padre… -Una minúscula arruga se dibujó entre las cejas de Rosalind-. Mi padre adoraba a Katy. Y ella… a veces se aprovechaba de eso. No siempre le decía la verdad. A mí me entristecía mucho.
– Está bien -dije-, ya entiendo. Has hecho bien en contármelo. -Ella asintió con una leve inclinación de la cabeza-. Necesito preguntarte otra cosa. En mayo te escapaste de casa, ¿verdad?
Su ceño se frunció aún más.
– No fue así exactamente, detective Ryan. No soy una cría. Pasé el fin de semana con una amiga.
– ¿Con quién?
– Karen Daly. Puede preguntárselo si quiere. Le daré su teléfono.
– No es necesario -dije con ambigüedad.
Ya habíamos hablado con Karen -una chica tímida de tez blanquecina que no era en absoluto como yo me esperaba que fuese una amiga de Rosalind- y confirmó que Rosalind había estado con ella todo el fin de semana; pero tengo bastante olfato para el engaño, y estaba casi seguro de que Karen me ocultaba algo.
– Tu prima cree que quizá pasaste el fin de semana con un chico.
La boca de Rosalind se estrechó, contrariada, en una delgada línea.
– Valerie es muy malpensada. Sé que hay un montón de chicas que hacen eso, pero yo no soy una chica del montón.
– No -respondí-. No lo eres. Pero tus padres no sabían dónde estabas.
– No, no lo sabían.
– ¿Y eso por qué?
– Pues porque no me apetecía contárselo -respondió, brusca. Luego alzó la vista hacia mí y suspiró, con expresión más suave-. Vamos, detective, ¿nunca siente que… que necesita huir y ya está? ¿Huir de todo? ¿Que todo lo supera?
– Sí -dije-, así es. Entonces, ¿lo de ese fin de semana no fue porque hubiera pasado algo malo en casa? Nos han dicho que te peleaste con tu padre…
El rostro de Rosalind se nubló y ella apartó la mirada. Aguardé. Al cabo de un momento, sacudió la cabeza.
– No. Yo… nada de eso.
Mis alarmas sonaron de nuevo, pero su voz se había vuelto tensa y no quise presionarla; todavía no. Ahora, por supuesto, me pregunto si debería haberlo hecho; pero no veo que, a la larga, hubiera cambiado nada.
– Sé que estás pasando por unos momentos terribles -dije-, pero no vuelvas a escaparte, ¿de acuerdo? Si la situación te supera o si simplemente quieres hablar, llama a Apoyo a las Víctimas o a mí directamente; tienes mi número, ¿no? Haré lo que pueda por ayudarte.
Rosalind asintió.
– Gracias, detective Ryan. Lo recordaré.
Pero tenía una expresión retraída y apagada, y tuve la sensación de que, de alguna forma inconcreta pero decisiva, la había defraudado.
Cassie estaba en las oficinas de la brigada, fotocopiando declaraciones.
– ¿Quién era?
– Rosalind Devlin.
– Oh -dijo Cassie-. ¿Qué ha dicho?
No sé por qué, no tuve ganas de entrar en detalles.
– Poca cosa. Sólo que, pese a lo que pensara Jonathan, Katy se fijaba en los chicos. Rosalind no sabe ningún nombre; tendremos que hablar otra vez con las compañeras de Katy, a ver si pueden decirnos algo más. También ha dicho que Katy decía mentiras, pero bueno, casi todos los críos lo hacen.
– ¿Algo más?
– La verdad es que no.
Cassie se dio la vuelta con una hoja en la mano y me dedicó una larga mirada que no supe interpretar.
– Al menos habla contigo -dijo-. Deberías mantener el contacto con ella; puede que se abra más.
– Le he preguntado si algo iba mal en casa -dije, con cierta culpabilidad-. Me ha dicho que no, pero no la he creído.
– Mmm… -respondió Cassie, y siguió haciendo fotocopias.
Aunque volvimos a hablar con Christina, Marianne y Beth, todas fueron categóricas: Katy no tenía novios ni le gustaba nadie en especial.
– A veces la molestábamos con el tema de los chicos -reconoció Beth-, pero no era de verdad, ¿sabe? Sólo hacíamos el tonto.
Era una niña pelirroja de aspecto jovial que ya apuntaba unas curvas de escándalo, y cuando sus ojos se llenaron de lágrimas pareció que la desconcertaran, como si no estuviera familiarizada con el llanto. Rebuscó en la manga del jersey y sacó un pañuelo de papel hecho jirones.