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Entonces, lo que tenía ante mis ojos se transformó de golpe como si hubieran agitado un caleidoscopio: dejé de estar enamorado de ella y empezó a gustarme muchísimo. Miré su chaqueta con capucha y dije:

– ¡Oh, Dios mío, van a matar a Kenny [3]!

A continuación cargué el carrito de golf en la parte de atrás de mi Land Rover y la llevé a su casa.

Vivía en un estudio, que es como los arrendatarios llaman a una habitación amueblada con espacio para traerse a un amigo, en el último piso de una casa medio en ruinas de estilo georgiano, en Sandymount. Era una calle tranquila; por encima de los tejados, las grandes ventanas de guillotina daban a la playa de Sandymount. Había estanterías de madera abarrotadas de libros viejos, un sofá Victoriano tapizado de un virulento tono turquesa, un futón grande con un edredón de patchwork y ningún motivo decorativo ni póster, sólo un puñado de conchas, piedras y castañas en la repisa de la ventana.

No recuerdo muchos detalles de aquella noche y Cassie asegura que ella tampoco. Recuerdo algunas de las cosas de las que hablamos y tengo alguna imagen extremadamente clara, pero sería incapaz de repetir casi ninguna palabra concreta. Este hecho me resulta raro y, dependiendo de mi humor, muy mágico; hace que esa noche se parezca a esos estados de amnesia temporal de los que hace siglos se culpa a las hadas o las brujas o los alienígenas y de los que nadie regresa siendo el mismo. Pero esos agujeros liminales de tiempo perdido suelen ser solitarios; hay algo en la idea de que sea compartido que me lleva a pensar en unos gemelos que extienden sus manos lentamente y a ciegas en un espacio ingrávido y sin palabras.

Sé que me quedé a una cena de estudiantes: pasta fresca con salsa de bote y whisky caliente en tazas de porcelana. Recuerdo a Cassie abriendo un armario inmenso que ocupaba casi toda una pared y sacando una toalla para que me secara el pelo. Alguien, presumiblemente ella, había colocado estantes dentro del armario, desalineados y a alturas extrañas y repletos de una increíble variedad de objetos: no pude mirar bien, pero había cacerolas de esmalte desportilladas, libretas jaspeadas, jerséis de colores pastel y pilas de hojas con garabatos. Parecía formar parte del fondo de una de esas viejas ilustraciones de casitas de cuentos de hadas. Recuerdo que al fin pregunté:

– ¿Y cómo acabaste en la brigada?

Llevábamos un rato hablando de cómo se estaba adaptando y me pareció que había dejado caer el comentario con mucha naturalidad, pero Cassie dibujó una sonrisa casi inapreciable y pícara, como si estuviéramos jugando a las damas y me hubiese pillado intentando ocultarle un movimiento en falso.

– ¿Por ser una chica, quieres decir?

– De hecho, quería decir siendo tan joven -respondí, aunque, por supuesto, me refería a las dos cosas.

– Ayer Costello me llamó «hijo» -explicó Cassie-. «Bien hecho, hijo.» Luego se puso nervioso y empezó a farfullar. Creo que temía que le pusiera una demanda.

– Seguramente era un cumplido, a su manera -dije.

– Así es como me lo tomé. La verdad es que es muy cariñoso.

Se llevó un cigarrillo a la boca y extendió la mano; le lancé mi mechero.

– Alguien me contó que te estabas haciendo pasar por prostituta cuando te topaste con uno de los jefes -dije, pero Cassie se limitó a tirarme otra vez el mechero y sonreír.

– Quigley, ¿verdad? A mí me dijo que tú eres un topo del MI6.

– ¿Qué? -exclamé, indignado y cayendo de bruces en mi propia trampa-, Quigley es idiota.

– ¡No me digas! ¿En serio? -dijo mientras se echaba a reír.

Al cabo de un momento me uní a ella.

Lo del topo me preocupaba -si alguien llegaba a creérselo, nunca volverían a contarme nada-, y el hecho de que me tomaran por inglés me irritaba de un modo irracional, pero me hacía cierta gracia la absurda idea de verme como James Bond.

– Soy de Dublín -expliqué-. El acento es porque estudié en un internado de Inglaterra, y ese paleto lobotomizado lo sabe.

Y así era: durante mis primeras semanas en la brigada, me había exasperado tanto preguntándome qué hacía un inglés en el cuerpo de policía de Irlanda, como cuando un crío te tira del brazo y repite sin parar: «¿Por qué, por qué, por qué?», que finalmente rompí mi norma de restricción informativa y le conté lo del acento. Por lo visto, debería haber hablado más claro.

– ¿Qué haces trabajando con él? -quiso saber Cassie.

– Volverme loco poco a poco -respondí.

Algo, aún no sé muy bien qué, hizo que Cassie se decidiera. Se inclinó hacia un lado, se cambió la taza de mano (ella jura que en ese punto estábamos bebiendo café y afirma que yo creo que en realidad era whisky caliente porque aquel invierno lo bebimos a menudo, pero yo lo sé, recuerdo la punta afilada de un clavo de olor en mi lengua y aquel vapor denso) y se levantó el jersey justo por debajo del pecho. Fue tal mi sobresalto que tardé un instante en darme cuenta de qué me estaba enseñando: una larga cicatriz, todavía roja e hinchada y flanqueada por marcas de puntos, que se curvaba sobre la línea de una costilla.

– Me apuñalaron -dijo.

Era tan obvio que me avergonzó que nadie hubiera caído en ello. Un detective herido en acto de servicio puede elegir destino. Supongo que habíamos pasado por alto esa posibilidad porque, en general, un apuñalamiento habría provocado prácticamente un cortocircuito en radio macuto y, en cambio, no habíamos oído nada de eso.

– Dios -exclamé-. ¿Qué ocurrió?

– Yo estaba de incógnito en la Universidad de Dublín -continuó Cassie. Eso explicaba lo del vestuario y la laguna informativa, pues los de incógnito se toman muy en serio la cuestión de la confidencialidad-. Así es como me convertí en detective tan deprisa. Había una banda traficando en el campus y Narcóticos quería averiguar quién estaba detrás, así que necesitaban a alguien que pudiera hacerse pasar por estudiante. Me matriculé en un posgrado de psicología. Había estudiado unos cursos en Trinity antes de Templemore, de modo que estaba familiarizada con ese lenguaje y además parezco joven.

Era cierto. Su rostro tenía una claridad especial que no he visto nunca en ningún otro; su piel era limpia como la de un niño y sus rasgos -boca ancha, pómulos redondos y altos, nariz inclinada y largas cejas curvadas- hacían que las demás caras parecieran confusas y borrosas. Por lo que yo sé, nunca llevaba maquillaje, a excepción de un bálsamo de labios rojizo que olía a vainilla y le daba un aspecto aún más juvenil. Pocas personas la habrían considerado hermosa, pero mis gustos siempre han tendido más al corte a medida que a los productos de marca, y me da mucho más placer mirarla a ella que a cualquiera de esos clones rubios y tetudos a los que, según me ordenan insultantemente las revistas, debería desear.

– ¿Descubrieron tu tapadera?

– No -respondió ella, ofendida-. Encontré al camello principal, un niño rico y obtuso de Blackrock que estudiaba administración de empresas, cómo no, y me tiré meses haciéndome amiga suya, riéndole sus chistes de mierda y leyendo sus trabajos. Entonces le sugerí que yo podría venderles a las chicas, que no se pondrían tan nerviosas comprándole las drogas a otra mujer, ¿no? Le gustó la idea, todo iba sobre ruedas, le soltaba indirectas diciendo que podría facilitar las cosas si iba yo misma a ver al proveedor en lugar de que me pasara él el material. Pero entonces el Chico Camello empezó a pasarse un poco esnifando su propio speed: era mayo y se acercaban los exámenes. Se puso paranoico, decidió que yo intentaba quedarme con su negocio y me apuñaló. -Tomó un sorbo de su bebida-. Pero no se lo cuentes a Quigley. La operación sigue abierta, así que se supone que no debo hablar de ella. Deja que el pobre capullo disfrute con sus fantasías.

Estaba terriblemente impresionado. No por el apuñalamiento (después de todo, me dije, no se trataba de que ella hubiera hecho algo extraordinariamente audaz o inteligente; sólo había sido demasiado lenta esquivando el ataque), sino por el secretismo y la adrenalina del trabajo de incógnito y por la absoluta naturalidad con que me contó la historia. Yo, que me lo he currado para tener un aire de perfecta y tranquila indiferencia, reconozco la autenticidad cuando la veo.

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[3] Frase recurrente que en cada capítulo de South Park aparece en algún momento u otro. (N. de la T.)