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– Aunque quizá no nos lo dijera -afirmó Marianne. Era la más tranquila del grupo, una niña pálida como un hada que se perdía dentro de su ropa de adolescente-. Katy es… Katy era muy reservada con sus cosas. Como la primera audición que hizo para la escuela de danza, ni siquiera lo supimos hasta que la aceptaron, ¿os acordáis?

– Ya, pero no es lo mismo -dijo Christina, aunque también había llorado y su nariz cargada le quitó casi toda la autoridad de la voz-. Un novio no se nos habría pasado por alto.

Desde luego, los refuerzos interrogaron de nuevo a todos los chicos de la urbanización y de la clase de Katy, por si acaso; pero me di cuenta de que, en cierto modo, eso era exactamente lo que me había temido. Aquel caso era como un inacabable y exasperante juego del trile: yo sabía que el premio estaba ahí, en algún lugar delante de mis narices, pero el juego estaba amañado y el trilero iba demasiado rápido para mí, y cada pieza segura a la que le daba la vuelta resultaba estar vacía.

Sophie me llamó cuando salíamos de Knocknaree para comunicarme que habían llegado los resultados del laboratorio. Estaba caminando; podía oír las sacudidas del móvil y las pisadas rápidas y decididas de sus zapatos.

– Tengo vuestros resultados sobre la pequeña Devlin -anunció-. En el laboratorio llevan seis semanas de retraso y ya sabéis cómo son, pero he conseguido que se saltaran la cola. Prácticamente he tenido que acostarme con el chiflado del jefe para que lo hiciera.

Mi ritmo cardíaco aumentó.

– Muchísimas gracias, Sophie -respondí-. Te debemos otra. -Cassie, que conducía, me miró desde su sitio; yo moví los labios-: Los resultados.

– La prueba toxicológica ha dado negativo: nada de drogas, alcohol ni medicación. Estaba llena de restos, sobre todo del exterior: polvo, polen, lo normal. Todo concuerda con la composición del suelo que rodea Knocknaree, incluso, y ésa es la parte buena, lo que tenía dentro de la ropa y pegado a la sangre. Así que no lo recogió sólo en el sitio donde la arrojaron. Los del laboratorio aseguran que en ese bosque hay una planta muy rara que no crece en ningún otro lugar cercano y que al parecer tiene muy excitado al especialista en plantas, y el polen no llegaría a más de un kilómetro y medio o así. Se supone que Katy ha estado en Knocknaree desde su muerte.

– Encaja con lo que tenemos -comenté-. Ahora dime lo bueno.

Sophie resopló.

– Eso era lo bueno. Las huellas son un callejón sin salida: la mitad corresponden a los arqueólogos y las otras están demasiado borrosas para utilizarlas. Prácticamente todas las fibras coinciden con cosas que cogimos de la casa; algunas están sin identificar, pero no tienen nada de particular. Un pelo de la camiseta corresponde al idiota que la encontró, y dos a la madre, uno en los pantalones y otro en el calcetín, y seguramente es ella la que hace la colada, o sea que no es nada del otro mundo.

– ¿Hay ADN? ¿Huellas dactilares o algo parecido?

– Ajá -contestó Sophie. Estaba comiendo algo crujiente, tal vez patatas fritas; Sophie vive principalmente de comida basura-. Unas parciales con sangre, pero eran de un guante de goma; sorpresa, sorpresa. Así que tampoco hay tejido epitelial. Ni semen ni saliva, ni sangre que no corresponda a la niña.

– Estupendo -contesté, mientras los latidos de mi corazón decaían lentamente.

Otra vez había hecho el imbécil, había albergado esperanzas y me sentía estafado y estúpido.

– Salvo por esa mancha antigua que encontró Helen. El tipo de sangre es A positivo. Vuestra víctima es 0 negativo. -Hizo una pausa para llenarse la boca otra vez de patatas, mientras mi estómago hacía cosas raras-. ¿Qué? -preguntó al ver que yo no había dicho nada-. Es lo que querías oír, ¿no? La misma sangre que la del caso antiguo. Lo admito, sé que es poca cosa, pero al menos es una posible conexión.

– Sí -dije. Podía sentir cómo escuchaba Cassie y me giré un poco de espaldas a ella-. Estupendo, gracias, Sophie.

– Hemos mandado los trozos de tela y las zapatillas para que les hagan las pruebas de ADN -continuó Sophie-, pero yo que tú no me emocionaría demasiado: seguro que están tan degradados que no saldrá una mierda. Mira que guardar pruebas de sangre en un sótano…

Por un acuerdo tácito, Cassie seguía con el caso antiguo mientras yo me concentraba en los Devlin. McCabe había muerto años atrás de un ataque al corazón, así que se fue a ver a Kiernan, que estaba jubilado y vivía en Laytown, un pueblecito periférico de la costa. Tenía setenta y muchos, una cara rubicunda y amistosa y la complexión tranquilamente descuidada de un jugador de rugby retirado, pero se llevó a Cassie a dar un largo paseo por la playa espaciosa y vacía, entre los gritos de las gaviotas y los zarapitos, mientras le contaba lo que recordaba sobre el caso de Knocknaree. Parecía feliz, nos contó Cassie aquella noche, mientras encendía el fuego y yo extendía mostaza sobre los panecillos de chapata y Sam servía el vino. Le había dado por la carpintería y tenía serrín en los pantalones algo gastados; su mujer le había enrollado una bufanda alrededor del cuello y le había dado un beso en la mejilla cuando salieron.

Sin embargo, recordaba cada detalle del caso. En toda la breve y desorganizada historia de Irlanda como nación, menos de media docena de niños habían desaparecido sin haber dado finalmente con su paradero; Kiernan nunca consiguió olvidar que le habían hecho responsable de dos de ellos y les había fallado. Le explicó a Cassie (un poco a la defensiva, dijo ella, como si esa conversación se la hubiera repetido muchas veces a sí mismo) que la búsqueda fue muy intensa: perros, helicópteros, submarinistas… Policías y voluntarios peinaron kilómetros de bosque, colina y campos en todas direcciones, durante semanas, cada mañana, desde el amanecer hasta el crepúsculo, hasta finales de verano; siguieron pistas que les llevaron a Belfast y Kerry e incluso a Birmingham; y durante todo ese tiempo una insistente vocecilla le repetía al oído que buscaban en la dirección equivocada, que la respuesta siempre había estado delante de sus narices.

– ¿Cuál es su teoría? -quiso saber Sam.

Coloqué el último bistec en su panecillo y repartí los platos.

– Luego -le respondió Cassie a Sam-. Ahora disfruta del bocadillo. No pasa a menudo que Ryan prepare algo que valga la pena apreciar.

– Estás hablando con dos hombres de talento -respondí-. Podemos comer y escuchar al mismo tiempo.

Habría estado bien oír primero esa historia en privado, obviamente, pero cuando Cassie llegó de Laytown ya era demasiado tarde para eso. La sola idea ya me había quitado el apetito; el hecho en sí no cambiaría nada. Además, siempre hablábamos del caso durante la cena, y ese día no iba a ser diferente si podía evitarlo. Sam muestra una despreocupada inconsciencia de los trasfondos y las corrientes emocionales, aunque a veces me pregunto si puede haber alguien tan ajeno a ello.

– Estoy impresionada -dijo Cassie-. Está bien. -Sus ojos se posaron en mí un segundo; yo aparté la vista-. La teoría de Kiernan es que nunca salieron de Knocknaree. No sé si os acordaréis, pero había un tercer niño… -Se inclinó a un lado para comprobar su libreta, abierta sobre un brazo del sofá-. Adam Ryan. Esa tarde estaba con los otros dos y lo encontraron en el bosque al cabo de un par de horas de búsqueda. No estaba herido, pero tenía sangre en los zapatos y estaba bastante afectado; no recordaba nada. Así que Kiernan supuso que lo que fuera que pasara ocurrió en el bosque o muy cerca; si no, ¿cómo habría vuelto Adam Ryan allí? Pensó que alguien, alguien del pueblo, los debió de haber vigilado. El tipo se les acercó en el bosque, a lo mejor los atrajo hasta su casa y los atacó. Seguramente no tenía planeado matarlos; a lo mejor quiso abusar de ellos y algo se torció. En algún momento durante el ataque, Adam escapó y regresó al bosque corriendo, lo que puede significar que estaban en el bosque mismo o en una de las casas de la urbanización que lindan, o bien en una de las granjas que hay cerca; si no, habría ido a su casa, ¿no? Kiernan cree que al tipo le entró el pánico y mató a los otros dos niños, seguramente escondió los cuerpos en su casa hasta que se le brindó la ocasión y entonces o bien los arrojó al río o los enterró en su jardín o, lo que es más probable, en el bosque, pues no se informó de ninguna excavación sin motivo en la zona durante las semanas siguientes.