Выбрать главу

Le di un mordisco a mi bocadillo. Su sabor acre y sanguinolento casi me dio arcadas. Me obligué a tragármelo sin masticar, con un sorbo de vino.

– ¿Dónde está ahora el joven Adam? -inquirió Sam.

Cassie se encogió de hombros.

– Dudo que pudiera decirnos nada. Kiernan y McCabe siguieron acudiendo a él durante años, pero éste no recordó nada más. Al final desistieron y supusieron que esa pérdida de memoria había sido para bien. La familia se mudó; los cotillas de Knocknaree dicen que a Canadá.

De momento, todo era verdad. Aquello resultaba más complicado, y a la vez más ridículo, de lo que había imaginado. Éramos como espías que se comunicaban por encima de la cabeza de Sam con un código cauteloso y rebuscado.

– Tenía que ser una tortura -dijo Sam-. Un testigo ocular ahí mismo…

Sacudió la cabeza y dio un gran mordisco a su bocadillo.

– Sí, Kiernan dice que era frustrante, es cierto -respondió Cassie-, pero el crío hizo lo que pudo. Incluso participó en una reconstrucción junto con dos niños del pueblo. Esperaban que eso le ayudase a recordar qué habían hecho él y sus amigos aquella tarde, pero se quedó paralizado en cuanto entró en el bosque.

El estómago me dio un vuelco: no me acordaba de eso en absoluto. Dejé mi bocadillo; de pronto deseé un cigarrillo intensamente.

– Pobre desgraciado -comentó Sam con placidez.

– ¿McCabe pensaba lo mismo? -pregunté.

– No. -Cassie se lamió mostaza del pulgar-. McCabe especulaba con que fue un asesino de paso, alguien que estaba allí sólo por unos días, tal vez llegado de Inglaterra, quizá para trabajar, No encontraron ni un sospechoso decente. Hicieron casi mil cuestionarios y cientos de entrevistas, descartaron a todos los pervertidos y bichos raros conocidos al sur de Dublín y comprobaron al minuto los movimientos de cada hombre del pueblo… Ya sabéis que así casi siempre sale un sospechoso, aun si no tienes suficientes pruebas para acusarlo. No salió nadie. Cada vez que tenían una pista, acababan en un callejón sin salida.

– Eso me suena -dije con gravedad.

– Kiernan piensa que es porque alguien le dio a ese tipo una coartada falsa, de modo que nunca llegó a entrar en su radar, pero McCabe suponía que era porque no estaba allí. Según su teoría, los chicos estuvieron jugando junto al río y lo siguieron hasta donde deja el bosque por el otro lado; es un recorrido largo, pero ya lo habían hecho antes. Hay una pequeña carretera secundaria que atraviesa justo ese tramo del río. McCabe creía que alguien pasó conduciendo, vio a los chicos y trató de llevárselos o de atraerlos a su coche. Adam se resistió, escapó y corrió de regreso al bosque, y el tipo se largó con los otros dos. McCabe habló con la Interpol y la policía británica, pero no sacaron nada en claro.

– Así que tanto Kiernan como McCabe -dije- pensaron que los niños fueron asesinados.

– Al parecer, McCabe no estaba seguro. Creía que había una posibilidad de que alguien los hubiera raptado, tal vez alguien mentalmente enfermo y desesperado por tener hijos, o quizás… En fin. Al principio pensaron que a lo mejor sólo se habían fugado, pero tenían doce años y no llevaban dinero, les habrían encontrado en cuestión de días.

– Pues a Katy no la mató al azar alguien de paso -observó Sam-. El asesino tuvo que establecer la cita, ocultarla en algún sitio durante el día…

– De hecho -intervine, asombrado por el tono agradable y cotidiano de mi voz-, yo tampoco veo el viejo caso como un rapto con coche. Por lo que recuerdo, a ese chico le pusieron otra vez las zapatillas después de que la sangre de su interior empezara a coagularse. En otras palabras, el raptor pasó un tiempo con los tres, en esa misma zona, antes de que uno escapara. Eso me hace pensar que era alguien del pueblo.

– Knocknaree es un lugar pequeño -comentó Sam-. ¿Qué posibilidades hay de que vivan allí dos asesinos de niños diferentes?

Cassie sostuvo el plato sobre sus piernas cruzadas, se enlazó las manos en la nuca y se arqueó para destensarse. Tenía unas leves ojeras debajo de los ojos; me di cuenta de que la tarde con Kiernan la había perjudicado, y de que su resistencia a contar la historia tal vez no fuera sólo por mi bien. Cuando se guarda algo para sí se le forma una pequeña compresión en las comisuras de la boca. Me pregunté qué era lo que le había dicho Kiernan y que ahora se callaba.

– Hasta registraron los árboles, ¿lo sabíais? -dijo-. A las pocas semanas, un agente espabilado se acordó de un viejo caso en que un chico trepó a un árbol hueco y se cayó en el agujero del tronco; lo encontraron cuarenta años después. Kiernan yMcCabe destinaron agentes para comprobar cada árbol, iluminando los huecos con linternas…

Su voz se apagó y nos quedamos en silencio. Sam masticó su bocadillo con aprobación uniforme y pausada, dejó el plato y suspiró con satisfacción. Al final Cassie se movió y extendió la mano. Le puse encima su paquete de tabaco.

– Kiernan aún sueña con ello -continuó con calma, mientras sacaba un cigarrillo-. No tanto como antes, dice; desde que se jubiló, sólo cada tantos meses. Sueña que busca a los dos críos por el bosque de noche, llamándolos, y que alguien salta de entre los arbustos y se abalanza sobre él. Sabe que es la persona que se los llevó, puede verle la cara «tan clara como veo la tuya», me ha dicho… pero cuando se despierta, ya no la recuerda.

El fuego crepitó y chisporroteó con brusquedad. Lo vi con el rabillo del ojo y me giré de golpe; estaba seguro de que había visto algo que salía disparado del hogar a la habitación, algo pequeño, negro y con garras (¿una cría de pájaro, quizá, que se había caído por la chimenea?), pero allí no había nada. Cuando me di otra vez la vuelta Sam tenía la mirada puesta en mí, gris y tranquila y cordial en cierto modo, pero se limitó a sonreír e inclinarse sobre la mesa para llenarme el vaso de nuevo.

Tenía problemas para dormir, incluso cuando podía hacerlo. Ya he dicho que me ocurre a menudo, pero esto era distinto; durante esas semanas me encontraba atrapado en alguna dimensión intermedia entre el sueño y la vigilia, incapaz de adentrarme en ninguno de los dos. «¡Cuidado!», decían unas voces en mi oído de repente; o «No te oigo. ¿Qué? ¿Qué?». Medio soñaba con oscuros intrusos que se movían a hurtadillas por la habitación, hojeando mis notas del trabajo y toqueteando mis camisas en el armario; yo sabía que no eran reales, pero tardaba una horrible eternidad en despertarme para poder afrontarlos o disiparlos. Una vez desperté y me encontré en el suelo junto a la puerta del dormitorio; tanteé frenéticamente en busca del interruptor y las piernas apenas lograron sostenerme. La cabeza me daba vueltas y de algún lugar vino un gemido apagado, y tardé mucho en darme cuenta de que era mi propia voz. Encendí la luz y la lámpara del escritorio y me arrastré de vuelta a la cama, donde me quedé tumbado, demasiado turbado para volver a dormirme, hasta que sonó el despertador.

En ese limbo también seguía oyendo voces de niños. No de Peter o Jamie; era un grupo de niños muy alejados, que cantaban canciones de recreo que yo no recordaba haber aprendido. Sus voces eran alegres, despreocupadas y demasiado puras para ser humanas, y por debajo de ellas se oían los ritmos frescos y expertos de complejas palmadas. «Vamos, amiguito, ven a jugar conmigo, súbete a mi manzano… Dos, dos, los niños blancos, vestidos de verde, uno está solo y así será para siempre…» A veces sus débiles coros no se me iban de la cabeza en todo el día, como un acompañamiento inevitable a cualquier cosa que hiciera. Tenía un miedo espantoso a que O'Kelly me pillase tarareando una de esas cantinelas.