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Rosalind me llamó ese sábado al móvil. Yo estaba en la sala de investigaciones, Cassie se había ido a hablar con Personas Desaparecidas y, detrás de mí, O'Gorman vociferaba sobre un tipo que le había faltado al respeto durante el puerta por puerta. Tuve que apretarme el auricular contra la oreja para oírla.

– Detective Ryan, soy Rosalind… Lamento mucho molestarle, pero ¿cree que tendría tiempo para venir a hablar con Jessica?

De fondo, ruidos urbanos: coches, conversaciones, el pitido frenético de un semáforo para peatones…

– Por supuesto -dije-. ¿Dónde estáis?

– En el centro. ¿Podemos quedar en el bar del Hotel Central dentro de diez minutos? Jessica quiere contarle una cosa.

Desenterré el archivo principal y pasé las hojas en busca de la fecha de nacimiento de Rosalind: si iba a hablar con Jessica, necesitaba que hubiera un adulto «apropiado» presente.

– ¿Están tus padres con vosotras?

– No, yo… no. Creo que Jessica estaría más cómoda hablando sin ellos, si es posible.

Mis antenas se agitaron. Acababa de encontrar la página de las declaraciones de la familia: Rosalind tenía dieciocho, y era «apropiada» en lo que a mí respectaba.

– Ningún problema -dije-. Nos veremos allí.

– Gracias, detective Ryan, sabía que podía contar con usted… Siento meterle prisa, pero tenemos que llegar a casa antes de…

Un pitido y desapareció; se había quedado sin batería o sin crédito. Le escribí a Cassie una nota de «Vuelvo enseguida» y me fui.

Rosalind tenía buen gusto. El bar del Central tiene un ambiente obstinadamente anticuado (techos con molduras, amplios y cómodos sillones que ocupan y desaprovechan una gran cantidad de espacio, estanterías con libros viejos y raros de cubiertas elegantes), que contrasta de forma satisfactoria con el ritmo frenético de las calles del exterior. A veces yo iba allí los sábados, me tomaba una copa de brandy y un puro (antes de la prohibición del tabaco) y me pasaba la tarde leyendo el Anuario del granjero de 1938 o poemas Victorianos de tercera categoría.

Rosalind y Jessica estaban en una mesa junto a la ventana. La primera llevaba los rizos recogidos pero laxos e iba vestida de blanco, con falda larga y una blusa de gasa y con vuelo, y armonizaba perfectamente con el entorno; parecía recién salida de una fiesta en algún jardín eduardiano. Estaba inclinada y susurraba al oído de Jessica, mientras con una mano le acariciaba el pelo a un ritmo lento y relajante.

Jessica estaba en un sillón con las piernas enroscadas debajo de ella, y su visión me trastornó de nuevo, casi tanto como la primera vez. El sol que entraba a raudales a través de la ventana alta la mantenía en una columna de luz y la transformaba en una visión radiante de otra persona, alguien vital, ansioso y perdido. Las finas y encorvadas uves de sus cejas, la inclinación de su nariz y la curva amplia e infantil de su labio: la última vez que vi ese rostro estaba vacío y embadurnado de sangre sobre la mesa de acero de Cooper. Era como un indulto; como Eurídice devuelta a Orfeo desde la oscuridad por un breve y milagroso instante. Quise, con tanta intensidad que me dejaba sin aliento, posar una mano sobre su cabeza suave y oscura, estrecharla contra mí y sentir su aliento menudo y cálido, como si al protegerla a ella pudiera retroceder en el tiempo y proteger también a Katy.

– Rosalind -dije-, Jessica.

Ésta se estremeció y abrió los ojos bruscamente, y la ilusión se esfumó. Tenía algo en la mano, un sobrecito de azúcar del cuenco que había en el centro de la mesa; se llevó una esquina a la boca y empezó a succionarlo.

El rostro de Rosalind se iluminó al verme.

– ¡Detective Ryan! Qué bien que haya venido. Ya sé que no le he avisado, pero… oh, siéntese, siéntese… -Arrastré otro sillón-. Jessica vio algo que creo que debería saber. ¿Verdad, cielo?

Ésta se encogió de hombros con un gesto torpe.

– Hola, Jessica -la saludé, con toda la suavidad y la calma que pude. La mente se me disparaba en una docena de direcciones a la vez; si aquello tenía algo que ver con los padres debería buscar algún sitio donde se quedasen las niñas, y Jessica sería terrible en el estrado…-. Me alegro de que hayas decidido contármelo. ¿Qué es lo que viste?

Separó los labios; se balanceó levemente en su asiento. Luego negó con la cabeza.

– Vamos, cariño… Sabía que podía pasar esto -suspiró Rosalind-. En fin, me ha dicho que vio a Katy…

– Gracias, Rosalind -la interrumpí-, pero sea lo que sea necesito oírlo de Jessica. Si no, es un testimonio de oídas, inadmisible en un juicio.

Rosalind se me quedó mirando sin comprender, desconcertada. Finalmente asintió.

– Está bien -dijo-, por supuesto, si es lo que necesita, entonces… Sólo espero que… -Se acercó a Jessica y trató de captar su mirada, sonriendo; le apartó el pelo detrás de la oreja-. ¿Jessica? ¿Cariño? Tienes que decirle al detective Ryan de qué hemos hablado, cielo. Es importante.

Jessica escondió la cara.

– No me acuerdo -murmuró.

La sonrisa de Rosalind se volvió tensa.

– Vamos, Jessica. Te acordabas muy bien hace un rato, antes de que hiciéramos todo el camino hasta aquí y apartáramos al detective Ryan de su trabajo. ¿Verdad que sí?

Jessica sacudió otra vez la cabeza y mordió la bolsa de azúcar. Le temblaba el labio.

– No pasa nada -dije yo. Tenía ganas de zarandearla-. Sólo está un poco nerviosa. Estás pasando por un mal momento, ¿eh, Jessica?

– Las dos estamos pasando por un mal momento -respondió Rosalind con brusquedad-, pero una de las dos tiene que actuar como una adulta y no como una niña pequeña y estúpida.

Jessica se hundió aún más en su jersey extragrande.

– Ya lo sé -contesté, en un tono que esperaba que fuera apaciguador-, ya lo sé. Entiendo lo duro que es esto…

– No, la verdad es que no, detective Ryan. -La rodilla cruzada de Rosalind se agitaba furiosa-. Es imposible que nadie pueda entender cómo es esto. No sé por qué hemos venido. A Jessica no le apetece contarle lo que vio y es evidente que a usted no le parece importante. Será mejor que nos vayamos.

No podía perderlas.

– Rosalind -exclamé, en tono apremiante e inclinándome sobre la mesa-, me estoy tomando esto muy en serio. Y sí que lo entiendo. De verdad que sí.

Rosalind rió con amargura, buscando a tientas su bolso debajo de la mesa.

– Sí, claro. Ponte esto, Jessica. Nos vamos a casa.

– Rosalind, lo entiendo. Cuando tenía la edad de Jessica, mis dos mejores amigos desaparecieron. Sé por lo que estáis pasando. -Levantó la cabeza y se me quedó mirando-. Sé que no es lo mismo que perder a una hermana…

– No lo es.

– Pero sé lo duro que es ser el que se queda. Haré todo lo que haga falta para asegurarme de que obtengas algunas respuestas, ¿de acuerdo?

Rosalind continuó mirándome largo rato. Entonces soltó el bolso y se rió, en una oleada de alivio que la dejó sin aliento.

– ¡Oh, detective Ryan! -Antes de darse cuenta, había extendido el brazo por encima de la mesa para cogerme la mano-. ¡Sabía que por alguna razón era la persona perfecta para este caso!

Hasta entonces no lo había enfocado de ese modo, y la sola idea me resultó reconfortante.

– Espero que tengas razón -dije.

Le apreté la mano; pretendía ser tranquilizador, pero de pronto se dio cuenta de lo que había hecho y la retiró con gesto violentado.

– Oh, no pretendía…

– Te diré lo que haremos -la interrumpí-: Podemos hablar tú y yo un rato hasta que Jessica se sienta preparada para explicarme lo que vio. ¿Qué os parece?

– ¿Jessica? ¿Cielo? -Rosalind le tocó el brazo a su hermana, que se sobresaltó abriendo los ojos como platos-. ¿Quieres que nos quedemos un poco?