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Su hermana se lo pensó mientras miraba fijamente la cara de Rosalind. Ésta le sonrió. Finalmente, la niña asintió.

Traje café para Rosalind y para mí y un 7-Up para Jessica. Ésta sostuvo el vaso con ambas manos y contempló como hipnotizada las burbujas que flotaban hacia arriba, mientras Rosalind y yo hablábamos.

Francamente, no esperaba disfrutar demasiado de una conversación con una adolescente, pero Rosalind era una chica fuera de lo común. El impacto inicial por la muerte de Katy había pasado, y por primera vez tuve ocasión de ver cómo era realmente: extrovertida, efervescente, llena de chispa y de brío, terriblemente brillante y expresiva. Me pregunté dónde estaban las chicas así cuando yo tenía dieciocho años. Era ingenua pero lo sabía; hacía chistes sobre sí misma con tanta gracia y picardía que, a pesar del contexto, de mi íntima preocupación por el hecho de que tanta inocencia la metiera en un lío algún día y de Jessica ahí sentada, observando motas invisibles como si fuera un gato, mi risa era auténtica.

– ¿Qué piensas hacer cuando termines el colegio? -pregunté.

Tenía verdadera curiosidad. No me imaginaba a esa chica en una oficina de nueve a cinco.

Rosalind sonrió, pero una triste sombra nubló un instante su rostro.

– Me encantaría estudiar música. Toco el violín desde que tenía nueve años, y compongo un poco; mi profesor dice que… bueno, que no debería tener problemas para entrar en una buena escuela. Pero… -Suspiró-. Es caro, y mis… mis padres no lo aprueban del todo. Quieren que haga un curso de secretariado.

Y en cambio siempre apoyaron los planes de Katy para la Real Escuela de Danza. En Violencia Doméstica había visto casos así, en que los padres eligen a un favorito o a un chivo expiatorio («Puede que la convirtiera en mi favorita», dijo Jonathan Devlin el primer día) y los hermanos crecen en familias completamente diferentes. Pocos de ellos acaban bien.

– Encontrarás la manera -dije. La idea de que se hiciera secretaria era absurda; ¿en qué diablos estaba pensando Devlin?-. Una beca o algo similar. Por lo visto eres buena.

Agachó la cabeza con modestia.

– Bueno, el año pasado la Orquesta Nacional Juvenil tocó una sonata escrita por mí.

No me lo creí, desde luego. Fue una mentira transparente -alguien, durante el puerta por puerta, podría haber mencionado algo por el estilo- que me llegó al corazón como no podría haberlo hecho ninguna sonata, porque lo reconocí. «Es mi hermano gemelo, se llama Peter y es siete minutos mayor que yo…» Los niños -y Rosalind era poco más que una niña- no sueltan mentiras inútiles si no es que no pueden soportar la realidad.

Por un momento estuve a punto de decirlo. «Rosalind, sé que algo va mal en casa; cuéntamelo, déjame ayudarte…» Pero era demasiado pronto; habría vuelto a ponerse en guardia y se habría echado a perder todo lo conseguido hasta ahora.

– Muy bien -dije-. Es impresionante.

Se rió un poco, incómoda; me miró por debajo de sus pestañas.

– Sus amigos -respondió tímidamente-. Los que desaparecieron. ¿Qué pasó?

– Es una larga historia -contesté.

Yo mismo me había metido en ese lío y no tenía ni idea de cómo salir. La mirada de Rosalind empezaba a mostrar recelo y, aunque por nada del mundo iba a contarle lo de Knocknaree, lo último que deseaba a esas alturas era perder su confianza, y precisamente fue Jessica quien me salvó. Se agitó un poco en su asiento y tocó con un dedo el brazo de Rosalind. Ésta no pareció darse cuenta.

– ¿Jessica? -dije.

– Oh… ¿qué pasa, cariño? -Rosalind se inclinó hacia ella-. ¿Estás lista para hablarle al detective Ryan de ese hombre?

Jessica asintió con rigidez.

– Vi a un hombre -comenzó, con la mirada puesta en mí y no en Rosalind-. Habló con Katy.

El corazón se me empezó a acelerar. Si fuera religioso, habría estado poniendo velas para cada santo del calendario rezando por eso: una sola pista sólida.

– Eso es estupendo, Jessica. ¿Dónde fue?

– En la carretera. Cuando volvíamos de la tienda.

– ¿Katy y tú solas?

– Sí. Nos dejan.

– Estoy seguro de ello. ¿Y qué dijo?

– Dijo -Jessica respiró hondo-, dijo: «Eres muy buena bailarina», y Katy contestó: «Gracias». Le gusta que la gente le diga que es buena bailarina.

Miró a Rosalind con ansiedad.

– Lo estás haciendo de maravilla, cielo -la animó Rosalind, acariciándole el pelo-. Continúa.

Jessica asintió. Rosalind tocó su vaso y Jessica, obediente, bebió un sorbo de 7-Up.

– Entonces, entonces dijo: «Y eres una chica muy guapa», y Katy dijo: «Gracias». Eso también le gusta. Y entonces él dijo… dijo…: «A mi hija también le gusta bailar, pero se ha roto la pierna. ¿Quieres venir a verla? Se pondría muy contenta». Y Katy dijo: «No, ahora tenemos que ir a casa». Y nos fuimos a casa.

«Eres una chica muy guapa.» Hoy en día, muy pocos hombres le dirían algo así a una niña de doce años.

– ¿Sabes quién era ese hombre? -le pregunté-. ¿Lo habías visto antes alguna vez? -Ella negó con la cabeza-. ¿Cómo era?

Silencio; respiración.

– Grande.

– ¿Grande como yo? ¿Alto?

– Sí… mmm… sí. Pero también grande así.

Separó los brazos; el vaso se tambaleó peligrosamente.

– ¿Un hombre gordo?

Jessica soltó una risita nerviosa y aguda.

– Sí.

– ¿Qué llevaba puesto?

– Un chándal. Azul oscuro.

Observó a Rosalind, que asintió para alentarla.

«Mierda», pensé. El corazón me iba a mil.

– ¿Cómo tenía el pelo?

– No. No tenía pelo.

Dirigí una rápida y fervorosa disculpa mental a Damien: al parecer no nos había contado sólo lo que esperábamos oír, después de todo.

– ¿Era viejo? ¿Joven?

– Como usted.

– ¿Cuándo pasó eso?

Los labios de Jessica se separaron y se movieron sin sonido.

– ¿Eh?

– ¿Cuándo os encontrasteis a ese hombre Katy y tú? ¿Fue unos días antes de que ella se marchara? ¿O semanas antes? ¿O hace mucho tiempo?

Yo intentaba ser delicado, pero ella se estremeció:

– Katy no se marchó -dijo-. La asesinaron.

Su mirada empezaba a descentrarse. Rosalind me miró con reproche.

– Sí -admití, con toda la amabilidad de que fui capaz-, es verdad. Por eso es tan importante que intentes recordar cuándo visteis a ese hombre, para que podamos averiguar si es el que la mató. ¿Puedes hacerlo?

La boca de Jessica se abrió un poco. Su mirada estaba ausente, inalcanzable.

– Me ha contado -dijo Rosalind con suavidad, por encima de su cabeza- que esto pasó una semana o dos antes… -Tragó saliva-. No está segura de la fecha exacta.

Asentí.

– Muchísimas gracias, Jessica -dije-. Has sido muy valiente. ¿Crees que reconocerías a ese hombre si le vieras otra vez?

Nada; ni un parpadeo. La bolsa de azúcar yacía en sus dedos inermes.

– Creo que deberíamos irnos -dijo Rosalind, mirando con preocupación a Jessica y su reloj.

Miré por la ventana cómo se alejaban caminando, los pasitos decididos de Rosalind y el balanceo delicado de sus caderas, mientras arrastraba a Jessica tras de sí, cogida de la mano. Observé la sedosa cabeza agachada de Jessica y pensé en esas viejas historias en que hieren a un gemelo y el otro, a kilómetros de distancia, siente el dolor. Me pregunté si hubo un instante, entre las risas de aquella noche de chicas en casa de tía Vera, en que emitió algún sonido leve e inadvertido; me pregunté si todas las respuestas que buscábamos no estarían encerradas tras el oscuro y extraño umbral de su mente.

«Es la persona perfecta para este caso», me había dicho Rosalind, y esas palabras siguieron sonando en mi cabeza mientras la veía marchar. Aún hoy me pregunto si los acontecimientos posteriores demostraban que tenía toda la razón o que estaba absoluta y terriblemente equivocada, y qué criterio habría que seguir para ver la diferencia.