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Capítulo 10

Durante los días siguientes dediqué prácticamente cada momento que pasaba despierto a buscar el chándal misterioso. Siete individuos de los alrededores de Knocknaree encajaban con la descripción que teníamos: altos, complexión robusta, treinta y tantos, calvos o rapados. Uno de ellos tenía antecedentes de poca importancia, vestigios de su juventud alocada: posesión de hachís y exhibicionismo. El corazón me dio un vuelco al leer eso, pero lo único que hizo fue echar una meada en un callejón justo cuando pasaba un poli joven y concienzudo. Hubo dos que dijeron que tal vez entraran en la urbanización de camino a casa desde el trabajo a la hora que nos dijo Damien, pero no estaban seguros.

Ninguno de ellos reconoció haber hablado con Katy; todos tenían coartadas, más o menos firmes, para la noche de su muerte; ninguno tenía una hija bailarina con la pierna rota ni nada parecido a un móvil, por lo que pude descubrir. Saqué fotos y monté ruedas de identificación para Damien y Jessica, pero ambos miraron la selección de fotografías con la misma expresión aturdida. Damien dijo al fin que no creía que ninguno de ellos fuese el hombre que había visto, mientras que Jessica señaló tímidamente una foto distinta cada vez que le preguntaban y al final se me puso catatónica otra vez. Tuve a un par de refuerzos yendo puerta por puerta, preguntando por toda la urbanización si habían recibido la visita de alguien que encajara con la descripción. Nada.

Un par de coartadas quedaron sin corroborar. Un tipo aseguró haber estado conectado a internet hasta casi las tres de la madrugada en un foro de motoristas, debatiendo sobre el mantenimiento de las Kawasaki clásicas. Otro dijo que había tenido una cita en el centro, perdió el autobús de las doce y media y esperó el de las dos en un restaurante de comida rápida. Pegué sus fotos en la pizarra blanca y me dediqué a intentar desmontar las coartadas, pero cada vez que los miraba me asaltaba la misma sensación, muy precisa e inquietante y que empezaba a asociar con todo ese caso: la de que otra voluntad se oponía a la mía cada vez, algo taimado y obstinado y con sus propias motivaciones.

Sam era el único que parecía llegar a alguna parte. Estaba fuera de la oficina a menudo, interrogando a gente: miembros del Consejo del Condado, agrimensores, granjeros, miembros de «No a la Autopista»… En nuestras cenas no dejaba muy claro adónde le llevaba todo eso: «Os lo demostraré dentro de unos días -decía-, cuando empiece a tener sentido». Una vez, aprovechando que había ido al baño, eché un vistazo a las notas que había en su escritorio: esquemas, abreviaturas y pequeños bocetos en los márgenes, todo ello meticuloso e indescriptible.

Entonces, un martes -una mañana de bochorno en que caía una caprichosa llovizna y en que Cassie y yo repasábamos con desgana los informes puerta por puerta de los refuerzos, por si se nos había pasado algo por alto- llegó con un gran rollo de papel, de esos gruesos que utilizan los niños en el colegio para hacer tarjetas de San Valentín y decoraciones navideñas.

– Bien -dijo, sacándose el celo del bolsillo y empezando a pegar el papel en la pared de nuestro rincón de la sala de investigaciones-. Esto es lo que he hecho durante todo este tiempo.

Era un inmenso mapa de Knocknaree, perfectamente detallado: casas, colinas, el río, el bosque y la torre del homenaje, todo ello pulcramente dibujado con un lápiz de punta fina y tinta, con la precisión fluida y delicada de un ilustrador de libros infantiles. Debió de emplear muchas horas. Cassie silbó.

– Gracias, muchas gracias -dijo Sam, con profunda voz de Elvis y sonriendo.

Ambos abandonamos nuestras pilas de informes y nos acercamos a verlo. La mayor parte del mapa estaba dividido en bloques irregulares, pintados con lápices de color verde, azul y rojo y unos cuantos de amarillo. Cada bloque presentaba un misterioso embrollo de abreviaciones: «vend J. Downey a GiII 11/97; rc ag-ind 8/98». Alcé una ceja interrogante.

– Ahora lo explico.

Mordió otro trozo de celo y pegó la última esquina. Cassie y yo nos sentamos en el borde de la mesa, lo bastante cerca para apreciar los detalles.

– De acuerdo, ¿veis esto? -Sam señaló las dos líneas paralelas que atravesaban el mapa en una curva, cortando el bosque y la excavación-. Por ahí es por donde pasará la autopista. El gobierno anunció los planes en marzo del año 2000 y les compró el terreno a granjeros locales durante el año siguiente, con una orden de adquisición forzosa. Hasta aquí no hay nada turbio.

– Bueno -comentó Cassie-, eso depende del punto de vista.

– Chis -le dije yo-. Tú mira este dibujo tan bonito.

– Ya sabes qué quiero decir -respondió Sam-. Nada que no fuese de esperar. Lo interesante estriba en el terreno que rodea la autopista. Hasta finales de 1995 también fue terreno agrícola. Pero luego, poco a poco y a lo largo de cuatro años, empezaron a comprarlo y a recalificarlo, y pasó a ser zona industrial y residencial.

– Por seres clarividentes que sabían cuál sería el trazado de la autopista, cinco años antes de que se anunciara -dije.

– En realidad eso tampoco es tan extraño -continuó Sam-. He encontrado en artículos de periódicos de 1994, cuando se desató el Tigre Celta [15], noticias sobre una autopista que entraría en Dublín desde el suroeste. He hablado con un par de agrimensores que sostienen que ésta era la ruta más evidente para una autopista, por motivos topográficos, de patrones de población y por un montón de razones más. Yo no lo entendí todo, pero es lo que dijeron. No hay ningún motivo por el que los promotores inmobiliarios no pudieran haber hecho lo mismo: enterarse de lo de la autopista y pagar a agrimensores para que les indicaran por dónde era probable que pasara.

Ninguno de nosotros dijo nada. Sam nos miró a Cassie y a mí y se ruborizó levemente.

– No soy un ingenuo. Lo admito, tal vez les dio el chivatazo alguien del gobierno, pero tal vez no. En cualquier caso no lo podemos demostrar, y no creo que eso sea significativo para nuestro caso.

Traté de no sonreír. Sam es uno de los detectives más eficientes de la brigada, pero en cierto modo resultaba muy tierno por la seriedad con que se tomaba las cosas.

– ¿Quién compró el terreno? -preguntó Cassie, cediendo.

Sam pareció aliviado.

– Un grupo de distintas empresas. La mayoría de ellas no existen en realidad; sólo son holdings propiedad de otras empresas que a su vez son propiedad de otras empresas. Eso es precisamente lo que me ha robado todo mi tiempo: intentar averiguar quién es el propietario en realidad del maldito terreno. Hasta ahora he seguido el rastro de cada compra hasta una de estas tres empresas: Global Irish Industries, Futura Property Consultants y Dynamo Development. Mirad, estos trozos azules son Global, los verdes son Futura y los rojos son Dynamo. Aunque me lleva un tiempo increíble descubrir quién está detrás de ellas. Dos están registradas en la República Checa y Futura en Hungría.

– Eso sí que suena turbio -observó Cassie-. Lo mires como lo mires.

– Desde luego -afirmó Sam-, pero lo más probable es que sea evasión de impuestos. Podemos pasarles esta información a los de Hacienda, pero no veo qué relación pueda tener con nuestro caso.

– A menos que Devlin lo hubiera descubierto y lo utilizara para presionar a alguien -propuse.

Cassie pareció escéptica.

– ¿Cómo iba a descubrirlo? Nos lo habría contado.

– Nunca se sabe. Es un poco raro.

– A ti todo el mundo te parece raro. Primero Mark…

– Aún no he llegado a la parte interesante -dijo Sam. Le hice una mueca a Cassie y me volví hacia el mapa antes de que me la devolviera-. Así pues, hacia marzo de 2000, cuando se anuncia la autopista, estas tres empresas son propietarias de casi todo el terreno en torno a esta sección. Pero cuatro granjeros se resistieron: son los trozos amarillos. Les he seguido el rastro y ahora están en Louth. Habían visto cómo iban las cosas y sabían que esos compradores ofrecían unos precios bastante buenos, por encima de las tarifas vigentes para terrenos agrícolas; por eso todos los demás habían aceptado el dinero. Los cuatro son amigos, así que lo hablaron entre ellos y decidieron aguantar en sus tierras y ver si lograban entender qué pasaba. Evidentemente, cuando anunciaron los planes para la autopista entendieron por qué esos tipos codiciaban sus terrenos: para zonas industriales y complejos residenciales, ahora que la autopista haría de Knocknaree un lugar accesible. Así que los amigos pensaron que podían recalificar la tierra ellos mismos y doblar o triplicar su valor de la noche a la mañana. Solicitaron la recalificación al Consejo del Condado, uno de ellos presentó la solicitud hasta cuatro veces, pero siempre se la rechazaron.

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[15] Así se denomina el boom económico que experimentó Irlanda en los años noventa del pasado siglo y que sacó al país de la pobreza. (N. de la T.)