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Dio unos golpecitos en uno de los bloques amarillos, a medio llenar de una caligrafía minúscula. Cassie y yo nos inclinamos para leer: «M. Cleary, pet rc ag-ind: 5/2000 ref, 11/2000 ref, 6/2001 ref, 1/2002 ref; vend M. Cleary a FPC 8/2002; rc ag-ind 10/2002».

Cassie lo interiorizó con un breve asentimiento y volvió a apoyarse sobre sus manos, sin apartar la vista del mapa.

– Así que vendieron -dijo en voz baja.

– Sí. Más o menos por el mismo precio que los demás: bueno para ser terreno agrícola, pero muy por debajo de la tarifa vigente para industrial o residencial. Maurice Cleary quiso quedarse, más por cabezonería que por otra cosa, pues decía que ningún idiota con traje lo obligaría a abandonar su tierra, pero recibió la visita de un tipo de uno de los holdings que le explicó que construirían una planta farmacéutica adyacente a su granja, razón por la cual no podían garantizar que los residuos químicos no se filtraran en el agua y le envenenaran el ganado. Se lo tomó como una amenaza, y no sé si tenía razón o no pero el hecho es que vendió. En cuanto los Tres Grandes compraron el terreno, bajo otros nombres, aunque todos los rastros vuelven a ellos, solicitaron la recalificación y la obtuvieron.

Cassie se rió, con un bufido breve y airado.

– Tus Tres Grandes tenían al Consejo del Condado en el bolsillo desde el principio -dije.

– Eso parece.

– ¿Has hablado con los miembros del Consejo?

– Oh, sí. Para lo que me ha servido. Fueron muy educados, pero hablaban sin decir nada, y así podían continuar durante horas sin darme una sola respuesta clara. -Miré de soslayo y capté la expresión divertida y disimulada de Cassie; conociendo las estrechas relaciones de Sam con la política, a esas alturas ya debería haberse acostumbrado a aquello-. Dijeron que las decisiones sobre recalificaciones… un momento… -Pasó unas páginas de su libreta-. «Nuestras decisiones estuvieron enfocadas en todo momento a favorecer los intereses de la comunidad en su conjunto, y a la vez basadas en la información que se nos proporcionó en los períodos de los que estamos tratando, sin que nos dejáramos influenciar por ninguna forma de favoritismo.» No es parte de una carta ni nada por el estilo; de verdad que ese tipo me lo soltó así tal cual. Conversando.

Cassie hizo el gesto de meterse un dedo en la garganta.

– ¿Cuánto cuesta comprar un Consejo del Condado? -pregunté.

Sam se encogió de hombros.

– Para ese número de decisiones durante un período tan largo, debió de ascender a una cifra más que digna. Los Tres Grandes tenían mucho dinero invertido en esas tierras, de un modo u otro. No debía de gustarles mucho la idea de trasladar la autopista.

– ¿Cuánto les perjudicaría realmente?

Señaló dos líneas punteadas que atravesaban la esquina noroeste del mapa.

– Según mis agrimensores, ésta es la ruta alternativa más lógica y cercana. Es la que quiere la plataforma «No a la Autopista». Dista más de tres kilómetros, que pueden convertirse en seis o siete en algunos puntos. El terreno al norte de la ruta original aún sería bastante accesible, pero nuestros muchachos también poseen buena parte del lado sur, y el valor de éste bajaría. Hablé con un par de agentes inmobiliarios fingiendo que estaba interesado en comprar; todos manifestaron que el valor del terreno industrial que está en la autopista era el doble del que está a cinco kilómetros de distancia. No he hecho los cálculos exactos, pero la diferencia podría ascender a millones.

– Motivo suficiente para hacer unas cuantas llamadas amenazadoras -dijo Cassie con suavidad.

– Para algunas personas -añadí- es algo por lo que valdría la pena pagar unos cuantos billetes grandes a un sicario.

Nadie dijo nada durante un rato. Afuera, la llovizna empezaba a remitir; un rayo de sol aguado cayó sobre el mapa como el reflector de un helicóptero e hizo resaltar un tramo del río, ondulado con trazos delicados de bolígrafo y coloreado con una sombra rojo apagado. Al otro lado de la habitación, el agente de refuerzo que se encargaba de la línea abierta intentaba desembarazarse de un interlocutor demasiado locuaz como para dejarle acabar sus frases. Finalmente, Cassie dijo:

– Pero ¿por qué Katy? ¿Por qué no fueron a por Jonathan?

– Demasiado obvio, tal vez -propuse-. Si hubieran matado a Jonathan habríamos ido directamente a por todos los enemigos que pudo ganarse con la campaña. Con Katy, podían montarlo para que pareciera un crimen sexual y así distraer nuestra atención del tema de la autopista, pero Jonathan continuaría captando el mensaje.

– A pesar de todo, si no averiguo quién está detrás de estas tres empresas -dijo Sam- estamos en un callejón sin salida. Los granjeros no conocen ningún nombre, y en el Consejo aseguran que ellos tampoco. He visto un par de escrituras de compra y solicitudes, pero estaban firmadas por abogados, y éstos aseguran que no pueden darme los nombres de sus clientes sin su permiso.

– Madre mía.

– ¿Y los periodistas? -preguntó Cassie de repente.

Sam sacudió la cabeza.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Has dicho que en 1994 se publicaron artículos sobre la autopista. Tenía que haber periodistas que siguieran la historia y ellos tendrán alguna idea de quién compró las tierras, aunque no se les permita publicarlo. Esto es Irlanda; aquí no existen los secretos.

– Cassie -intervino Sam mientras se le iluminaba el rostro-, eres una joya. Te debo una pinta.

– Si quieres leer los informes puerta por puerta en mi lugar… O'Gorman construye las frases como George Bush; la mayoría de las veces no tengo ni idea de qué habla.

– Oye, Sam -dije yo-, si esto da resultado seremos nosotros los que te invitaremos a pintas durante mucho tiempo.

Sam dio saltitos hasta su extremo de la mesa, dándole a Cassie una alegre y patosa palmada en el hombro, y se puso a hurgar en una carpeta de recortes de periódico como un perro que acaba de encontrar un rastro. Cassie y yo volvimos a nuestros informes.

Dejamos el mapa pegado en la pared, aunque me crispaba los nervios por algún motivo que no sabía especificar. Tal vez fuera su perfección, su detalle frágil y encantador: hojas diminutas que serpenteaban en el bosque, piedrecitas nudosas en el muro de la torre del homenaje… Supongo que, de manera inconsciente, me daba la sensación de que un día alzaría la vista hacia él y me encontraría con dos rostros minúsculos escabullándose entre risas detrás de los árboles de tinta y bolígrafo. Cassie dibujó un promotor inmobiliario, con traje y cuernos y unos pequeños colmillos chorreantes, en una de las parcelas amarillas; dibuja como una niña de ocho años, pero aun así yo pegaba un salto de medio metro cada vez que veía con el rabillo del ojo a esa maldita cosa observándome con lascivia.

Había empezado a intentar recordar -era la primera vez que lo hacía en serio- qué ocurrió en ese bosque. Tanteé tímidamente la periferia sin admitirme apenas a mí mismo lo que estaba haciendo, como un crío que se toca una costra aunque le da miedo mirar. Fui a dar largos paseos -la mayoría a primera hora de la mañana, cuando no había pasado la noche en casa de Cassie y no podía dormir-, vagando durante horas por la ciudad en una especie de trance, auscultando los delicados ruiditos en las esquinas de mi mente. Llegué a sorprenderme, mientras pestañeaba aturdido, observando el letrero hortera de neón de una tienda del centro que no conocía, o los elegantes gabletes de alguna casa georgiana de la parte más pija de Dun Laoghaire, sin la menor idea de cómo había llegado hasta allí.