Y funcionaba, al menos hasta cierto punto. Si le daba rienda suelta, mi mente liberaba grandes flujos de imágenes como una proyección de diapositivas a cámara rápida, y poco a poco aprendí el truco de atrapar una de ellas al pasar, sostenerla suavemente y observar cómo se desplegaba en mis manos. Nuestros padres llevándonos al centro a comprar la ropa de la Primera Comunión; Peter y yo, muy peripuestos con nuestros trajes oscuros, retorciéndonos de la risa, insensibles, cuando Jamie salió del probador de chicas -tras una larga batalla de cuchicheos con su madre- vestida como un merengue y con ojos de horrorizada aversión. Mad Mick, el chiflado del pueblo, que se ponía abrigo y mitones durante todo el año y susurraba para sí mismo en un flujo interminable de pequeñas y amargas maldiciones; Peter decía que Mick estaba loco porque cuando era joven hizo guarrerías con una chica y ella iba a tener un bebé pero se colgó en el bosque y la cara se le puso negra. Un día Mick se puso a chillar delante de la tienda de Lowry. Los polis se lo llevaron en un coche patrulla y nunca volvimos a verle. Mi pupitre del colegio, de madera vieja y veteada y con un obsoleto agujero en lo alto para un tintero, gastado e incrustado de años de garabatos: un palo de hurley [16], un corazón con las iniciales de dentro tachadas, un «Des Pearse estuvo aquí 10-10-67»… Nada especial, lo sé, nada que me ayudara en el caso; apenas vale la pena mencionarlo. Pero conviene recordar que yo daba por sentado que los primeros doce años de mi vida se habían esfumado para siempre. Para mí, cada pedacito rescatado resultaba tremendamente potente y mágico, un fragmento de la piedra Rosetta grabada con un único y seductor carácter.
En una ocasión logré acordarme de algo que, si no útil, al menos podría considerarse relevante. Metallica y Sandra sentados en un árbol… Poco a poco y con una rara sensación de afrenta, comprendí que nosotros no fuimos los únicos que reclamaban el bosque como su territorio y llevaban allí sus asuntos privados. Había un claro bastante adentro, no muy lejos del viejo castillo -las primeras campanillas de la primavera, batallas de espadas con ramas flexibles que te dejaban ronchas rojas y alargadas en los brazos, un enmarañado grupo de arbustos que hacia finales de verano estaban cargados de moras-, y a veces, cuando no teníamos nada más interesante que hacer, solíamos espiar a los moteros que estaban allí. Me acordé sólo de un incidente concreto, aunque tenía el sabor de la costumbre: ya lo habíamos hecho antes.
Un día caluroso de verano, con el sol dándome en la nuca y sabor a Fanta en mi boca. Esa chica -que se llamaba Sandra- estaba tumbada boca arriba en el claro, en una parcela de hierba aplastada, con Metallica medio encima de ella. Tenía la blusa caída por debajo del hombro y se le veía el tirante del sujetador, negro y de encaje. Sus manos estaban en el pelo de Metallica y se besaban con las bocas muy abiertas.
– Ecs, así se cogen microbios -me susurró Jamie al oído.
Me apreté más contra el suelo y sentí la hierba imprimiendo sus dibujos cruzados en mi estómago, allí donde la camiseta se me había levantado. Respirábamos por la boca, para ser más silenciosos.
Peter hizo un largo ruido de beso, lo bastante suave para que ellos no lo oyeran, y nos tapamos la boca con la mano, con espasmos de risa y dándonos codazos para hacernos callar unos a otros. El Gafas y la chica alta con cinco pendientes estaban en el otro extremo del claro. Ántrax se dedicaba básicamente a quedarse en el lindero del bosque, pateando el muro y fumando y lanzando piedras a latas de cerveza. Peter cogió una piedrecita y sonrió con picardía; la lanzó y ésta sonó entre la hierba a sólo unos centímetros del hombro de Sandra. Metallica, que respiraba fuerte, ni siquiera alzó la vista, y tuvimos que hundir los rostros entre la hierba alta hasta que dejamos de reír.
Entonces Sandra volvió la cabeza y se puso a mirarme directamente a mí, a través de los tallos crecidos y la achicoria. Metallica le estaba besando el cuello y ella no se movió. En algún lugar cerca de mi mano había un saltamontes haciendo ruido. Yo le devolví la mirada y sentí que el corazón me latía aporreando el suelo.
– Vamos -susurró Peter, apremiante-. Vámonos, Adam. -Y sus manos tiraron de mis tobillos.
Retrocedí serpenteando, rascándome las piernas con zarzas, hacia las sombras profundas de los árboles. Sandra todavía me estaba mirando.
Hubo otros recuerdos, en los que aún me cuesta pensar. Recordé, por ejemplo, bajar los peldaños de mi casa sin tocarlos. Puedo evocarlo con todo detalle: la textura estriada del papel pintado con sus ramos de rosas descoloridos, el modo en que un rayo de luz penetraba por la puerta del cuarto de baño y bajaba por el hueco de la escalera, atrapando motas de polvo, y encendía con un profundo caoba el barniz de la barandilla; y el diestro y familiar giro de mi mano con el que me impulsaba del pasamanos para flotar serenamente escalera abajo, con los pies nadando despacio cinco o seis centímetros por encima de la moqueta.
También recordé que los tres encontramos un jardín secreto, en algún lugar del corazón del bosque. Detrás de un muro o una entrada escondida, allí estaba. Los árboles frutales crecían salvajes. Manzanas, cerezas, peras…; fuentes de mármol rotas, hilos de agua que borboteaban por cursos verdes de musgo y ahondados en la piedra; magníficas estatuas envueltas en hiedra en cada esquina, con maleza salvaje en los pies, y los brazos y cabezas agrietados y esparcidos entre la hierba alta y los cadillos. Luz grisácea del amanecer, el rumor de nuestros pies y rocío en nuestras piernas desnudas. La mano de Jamie pequeña y sonrosada sobre los pliegues pétreos de una toga, y el rostro alzado para mirar dentro de sus ojos ciegos. El silencio infinito. Yo era muy consciente de que, si ese jardín hubiera existido, los arqueólogos lo habrían encontrado en su reconocimiento inicial, y hoy en día esas estatuas estarían en el Museo Nacional, y Mark habría dado lo mejor de sí para describírnoslas con detalle, pero ahí estaba el problema: yo me acordaba de todos modos.
Los tipos de Delitos Informáticos me llamaron el miércoles por la mañana: habían terminado de revisar el ordenador de nuestro último sospechoso de ser el Chándal Fantasma y confirmaron que, en efecto, estuvo conectado a internet cuando murió Katy. Con cierto nivel de satisfacción profesional añadieron que, aunque ese desgraciado compartía casa y ordenador tanto con sus padres como con su esposa, los mensajes electrónicos y las intervenciones en foros mostraban que cada uno de los ocupantes cometía sus propios errores de ortografía y puntuación. Las intervenciones colgadas mientras Katy se moría coincidían como un guante con el patrón de nuestro sospechoso.
– Joder -dije.
Colgué y me cubrí la cara con las manos.
Ya teníamos la cinta de seguridad del restaurante de comida rápida, donde el tipo del autobús nocturno untaba salsa barbacoa en patatas con la glacial concentración de los muy borrachos. En lo más hondo, una parte de mí ya se lo esperaba, pero me encontraba bastante mal -falta de sueño y café y un dolor de cabeza persistente- y era demasiado temprano por la mañana para enterarme de que mi única pista buena se había ido al garete.
– ¿Qué? -preguntó Cassie, y alzó la vista de lo que fuera que estuviera haciendo.