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– Han comprobado la coartada del Chico Kawasaki. Si el tío al que vio Jessica es nuestro hombre, no es de Knocknaree, y no tengo ninguna pista de dónde buscarle. Vuelvo a empezar desde cero, maldita sea.

Cassie soltó un puñado de papeles y se frotó los ojos.

– Rob, nuestro hombre es un lugareño. Todo apunta en esa dirección.

– Entonces, ¿quién coño es el tipo del chándal? Si tiene una coartada y resulta que sólo habló con Katy una vez, ¿por qué no lo ha dicho?

– Suponiendo -dijo Cassie con una mirada de soslayo- que exista.

Una llamarada de furia desproporcionada y casi incontrolable me traspasó.

– Perdona, Maddox, pero no sé de qué diablos me hablas. ¿Sugieres que Jessica se lo inventó para pasar el rato? Apenas has visto a esas niñas. ¿Tienes idea de lo destrozadas que están?

– Lo que digo -repuso Cassie con serenidad y levantando las cejas- es que se me ocurren circunstancias en las que podía parecerles que tenían un buen motivo para inventarse una historia como ésa.

Una fracción de segundo antes de que perdiera los estribos, la pieza encajó.

– Mierda -exclamé-. Los padres.

– Aleluya. Signos de vida inteligente.

– Lo siento -dije-. Siento haberte gritado, Cass. Los padres… Mierda. Si Jessica cree que lo ha hecho su padre o su madre y se ha inventado todo eso…

– ¿Jessica? ¿Crees que sería capaz de tramar algo así? A duras penas sabe hablar.

– Vale, pues Rosalind. Sale con lo del tipo del chándal para desviar nuestra atención de sus padres y adiestra a Jessica… Lo de Damien es sólo una coincidencia. Pero si se ha molestado en hacer eso, Cass, si se ha metido en ese lío será que sabe algo absolutamente crucial. O ella o Jessica deben de haber visto u oído algo.

– El martes… -comenzó Cassie, y calló.

De todos modos, el pensamiento pasó de uno a otro, demasiado horrible para ser pronunciado. Ese martes el cadáver de Katy tuvo que estar en algún sitio.

– Tengo que hablar con Rosalind -dije mientras cogía el teléfono.

– Rob, no la persigas. Sólo conseguirás que se cierre en banda. Deja que ella venga a ti.

Tenía razón. A los niños se les puede pegar, violar y martirizar de muchas formas inimaginables, y aun así les resulta casi imposible traicionar a sus padres pidiendo ayuda. Si Rosalind protegía a Jonathan o a Margaret o a ambos, su mundo se haría pedazos cuando contara la verdad, y necesitaba dar ese paso cuando estuviera lista. Si yo trataba de presionarla, la perdería. Colgué el auricular.

Rosalind no me telefoneó. Al cabo de un día o dos ya no pude contenerme más y la llamé al móvil (por varias razones, algunas más incipientes y perturbadoras que otras, no quise llamar al teléfono fijo). No hubo respuesta. Dejé mensajes, pero no volvió a llamarme.

Cassie y yo fuimos a Knocknaree una tarde gris y desagradable, para ver si los Savage o Alicia Rowan tenían algo nuevo que contarnos. Los dos teníamos una resaca espantosa -era el día después de Carl y su espectáculo de internet- y apenas hablamos en el coche. Conducía Cassie; yo miraba por la ventana las hojas que transportaba un viento veloz y traicionero, y las rachas de llovizna que salpicaban el cristal. Ninguno de los dos tenía muy claro que yo debiera estar allí.

En el último minuto, cuando giramos por mi vieja calle y Cassie aparcaba el automóvil, pensé mejor lo de entrar en casa de Peter. No es que la calle me abrumara con una oleada repentina de recuerdos o algo por el estilo; más bien al contrario: me recordaba intensamente a todas las demás calles de la urbanización, pero eso era todo, cosa que me daba vértigo y me hacía sentir en desventaja, como si Knocknaree me hubiera vuelto a marcar otro tanto. Yo había pasado muchísimo tiempo en casa de Peter, y por alguna extraña razón me parecía más probable que su familia me reconociera aunque yo fuera incapaz de reconocerles primero.

Observé desde el coche cómo Cassie se acercaba a la puerta de Peter y llamaba al timbre, y cómo una figura imprecisa la invitaba a pasar adentro. Entonces salí del coche y me alejé calle abajo rumbo a mi antigua casa. La dirección (el 11 del camino de Knocknaree, Knocknaree, condado de Dublín) me vino con el tamborileo automático de algo aprendido de memoria.

Era más pequeña de lo que recordaba, más angosta; el césped era un cuadradito apretado, y no la vasta y fresca expansión de verde que me esperaba. Le habían dado una capa de pintura hacía no demasiado tiempo, un alegre amarillo mantequilla con molduras blancas. Altos rosales rojos y blancos soltaban sus últimos pétalos al lado del muro, y me pregunté si los habría plantado mi padre. Alcé la vista a la ventana de mi dormitorio y en ese instante lo vi claro: yo había vivido allí. Había salido corriendo por esa puerta con mi cartera por las mañanas para ir al colegio, me había asomado por esa ventana para llamar a Peter y a Jamie, aprendí a andar en ese jardín. Monté en mi bici y conduje de un lado a otro de esa misma calle, hasta el momento en que los tres trepamos el muro del final y nos metimos en el bosque.

En el camino de entrada había un pequeño Polo plateado y limpio y un niño rubio, de unos tres o cuatro años, que pedaleaba alrededor en un camión de bomberos de plástico mientras hacía ruido de sirenas. Cuando llegué al umbral se detuvo y me miró muy serio.

– Hola -dije.

– Vete -me contestó al fin con firmeza.

No estaba seguro de cómo responder a eso, pero tampoco resultó necesario: la puerta principal se abrió y la madre del niño -treinta y tantos, rubia y guapa en su estilo estandarizado- bajo corriendo por el camino y le puso una mano protectora en la cabeza.

– ¿Puedo ayudarle? -me preguntó.

– Soy el detective Robert Ryan -dije, y le enseñé la placa-. Estamos investigando la muerte de Katharine Devlin.

Ella cogió la placa y la escudriñó cuidadosamente.

– No sé en qué puedo ayudar -contestó, devolviéndomela-. Ya hemos hablado con los detectives. No vimos nada; apenas conocemos a los Devlin.

Su mirada aún mostraba recelo. El niño empezaba a aburrirse y hacía «run, run» entre dientes y meneaba su volante, pero ella lo mantenía bajo control con una mano encima del hombro. Una música ligera y chispeante (Vivaldi, creo) salía por la abertura de la puerta principal, y por un instante estuve en un tris de decirle: «Sólo quisiera confirmar unas cuantas cosas; ¿le importa que entre un momento?». Me dije que Cassie se preocuparía si salía de casa de los Savage y veía que no estaba.

– Sólo lo estamos repasando todo -dije-, Gracias por su tiempo.

La madre me observó mientras me marchaba. Cuando entré otra vez en el coche, la vi agarrar el camión de bomberos debajo de un brazo y al niño debajo del otro y llevárselos a ambos adentro.

Me quedé allí sentado un buen rato, contemplando la calle y pensando que me sería mucho más fácil lidiar con todo aquello si se me pasaba la resaca. Al fin se abrió la puerta de Peter y oí voces: alguien acompañaba a Cassie por el camino de entrada. Giré la cabeza de golpe y fingí estar mirando en la otra dirección, ensimismado, hasta que oí cerrarse la puerta.

– Nada nuevo -comentó Cassie, asomándose por la ventanilla-. Peter no mencionó que tuviera miedo de nadie, ni que nadie lo molestara. Era un chico inteligente, demasiado como para irse a cualquier sitio con un extraño; aunque era confiado, lo que podía traerle problemas. No sospechan de nadie, pero se preguntan si pudo ser la misma persona que ha asesinado a Katy. Estaban bastante alterados por eso.

– Como todos -dije.

– Parece que lo llevan bien. -No había sido capaz de preguntarlo yo mismo, pero tenía unas ganas terribles de saberlo-. Al padre no le hacía gracia tener que pasar por todo otra vez, pero la madre ha sido encantadora. Tara, la hermana de Peter, todavía vive en la casa; ha preguntado por ti.