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– ¿Por mí? -repetí, con una irracional punzada de pánico en el estómago.

– Me ha preguntado si sabía cómo estabas. Le he dicho que la poli te había perdido el rastro, pero que por lo que sabíamos estabas bien. -Cassie me sonrió con picardía-. Yo diría que en esa época te gustaba.

Tara. Un año o dos más joven que nosotros, codos afilados igual que la mirada, la clase de niña que siempre estaba sonsacándote cosas para decírselo a su madre. Suerte que no había entrado allí.

– A lo mejor debería ir a hablar con ella, después de todo -dije-. ¿Está buena?

– Es tu tipo: una muchacha robusta con unas buenas caderas para parir. Es controladora de tráfico.

– Cómo no -respondí. Empezaba a sentirme mejor-. Le diré que se ponga el uniforme en nuestra primera cita.

– Eso es más información de la que necesito. Y ahora, Alicia Rowan. -Cassie se enderezó y comprobó el número de la casa en su libreta-. ¿Quieres venir?

Tardé un momento en estar seguro. Pero en casa de Jamie no habíamos pasado tanto tiempo, que yo recordara. Si estábamos en una casa, era sobre todo en la de Peter, animada y ruidosa, llena de hermanos y mascotas; su madre horneaba galletas de jengibre y sus padres habían comprado una tele a plazos y nos dejaban ver los dibujos.

– Claro -dije-. ¿Por qué no?

Alicia Rowan abrió la puerta. Todavía era hermosa, de un modo apagado y nostálgico -huesos delicados, mejillas hundidas, pelo rubio despeinado, ojos azules y angustiados-, como una estrella de cine olvidada cuyos rasgos sólo hubieran ganado en patetismo con el tiempo. Vi la pequeña y desgastada chispa de esperanza y la luz del temor en su mirada cuando Cassie nos presentó, y cómo se desvanecía cuando ésta pronunció el nombre de Katy Devlin.

– Sí -dijo-, sí, por supuesto, esa pobre niña… ¿Piensan… piensan que ha tenido algo que ver…? Por favor, entren.

En cuanto entramos en la casa supe que había sido una mala idea. Era el olor, una mezcla melancólica de madera de sándalo y manzanilla que fue directa a mi subconsciente, despertando recuerdos que se agitaban como peces en un agua turbia. Un pan raro con tropezones dentro para merendar; una pintura de una mujer desnuda, en el rellano, que nos provocaba codazos y risitas. Un escondite en el armario, con los brazos alrededor de mis rodillas y faldas ligeras de algodón que se movían como humo sobre mi cara, «¡Cuarenta y nueve, cincuenta!», en algún rincón del vestíbulo.

Nos llevó a la sala de estar (tapetes tejidos a mano sobre el sofá y un buda sonriente de jade grisáceo en la mesita de centro; me pregunté qué habían hecho con Alicia Rowan los años ochenta de Knocknaree) y Cassie soltó el rollo preliminar. Había -cómo no, tenía que habérmelo esperado- una foto colosal en la repisa de la chimenea, de Jamie sentada en el muro de la urbanización entornando los ojos bajo la luz del sol y riéndose, con el bosque creciendo verde y negro detrás de ella. A cada lado había pequeñas instantáneas enmarcadas y en una de ellas salían tres figuras, agarrándose los cuellos entre sí con los brazos y juntando las cabezas con coronas de papel, de alguna Navidad o cumpleaños… «Debería haberme dejado barba o algo -pensé-. Cassie tendría que haberme dado tiempo para…»

– En nuestro archivo -dijo Cassie-, en el informe inicial se afirma que usted llamó a la policía diciendo que su hija y sus amigos se habían escapado. ¿Hay alguna razón concreta por la que supuso que había sido así en lugar de perderse o tener un accidente?

– Pues sí. Mire… Oh, Dios. -Alicia Rowan se pasó las manos por el pelo, unas manos largas y huesudas-. Pensaba enviar a Jamie a un internado y ella no quería ir. Suena terriblemente egoísta… Supongo que lo era. Pero le aseguro que tenía mis motivos.

– Señora Rowan -dijo Cassie con amabilidad-, no hemos venido a juzgarla.

– No, no, ya lo sé, ya sé que no. Pero uno se juzga a sí mismo, ¿no es así? Y realmente… oh, tendrían que conocer toda la historia para entenderlo.

– Nos encantaría escucharla. Cualquier cosa que nos cuente podría sernos de ayuda.

Alicia asintió sin muchas esperanzas; debe de haber oído esas palabras muchas veces a lo largo de los años.

– Sí, sí, comprendo.

Inspiró aire y lo soltó despacio, con los ojos cerrados, como contando hasta diez.

– En fin… -empezó-. Yo sólo tenía diecisiete años cuando tuve a Jamie, ¿saben? Su padre era un amigo de mis padres y estaba casado, pero yo me sentía locamente enamorada de él. Y resultaba tan sofisticado y atrevido eso de tener una aventura: habitaciones de hotel, ya saben, buscar tapaderas… y de todos modos yo no creía en el matrimonio. Pensaba que era una forma de represión pasada de moda.

El padre de Jamie. Estaba en el archivo -George O'Donovan, abogado de Dublín-, pero treinta y tantos años después ella aún le protegía.

– Y entonces descubrió que estaba embarazada -continuó Cassie.

– Sí. Él se quedó horrorizado, y mis padres lo descubrieron todo y se quedaron igual de horrorizados. Dijeron que tenía que dar al bebé en adopción, pero no lo hice, no cedí. Dije que me lo quedaría y lo criaría yo sola. Me parecía que era como romper una lanza por los derechos de las mujeres, creo, una rebelión contra el patriarcado. Era muy joven.

Había tenido suerte. En la Irlanda de 1972, a las mujeres las encerraban de por vida en manicomios o en conventos por mucho menos.

– Fue muy valiente al hacer eso -reconoció Cassie.

– Gracias, detective. ¿Sabe?, creo que por entonces era una persona muy valiente. Pero me pregunto si fue la decisión correcta. Antes pensaba… si hubiera dado a Jamie en adopción, ya me entiende… -Su voz se extinguió.

– ¿Acabaron entrando en razón? -preguntó Cassie-. ¿Su familia y el padre de Jamie?

Alicia suspiró.

– Pues no. No del todo. Al final consintieron en que podía quedarme el bebé, siempre y cuando los dos nos mantuviéramos fuera de sus vidas. Había deshonrado a la familia, ¿saben?; y, por supuesto, el padre de Jamie no quería que su esposa se enterara. -No había ira en su voz, sólo una simple y triste perplejidad-. Mis padres me compraron esta casa, bonita y alejada. Yo soy originaria de Dublín, de Howth… Y me daban algo de dinero de vez en cuando. Escribía al padre de Jamie para contarle cómo estaba su hija, y le mandaba fotografías. Estaba segura de que tarde o temprano la aceptaría y querría empezar a verla. A lo mejor lo habría hecho. No lo sé.

– ¿Y cuándo decidió que iría a un internado?

Alicia se hundió varios dedos en el pelo.

– Yo… oh, por favor. No quiero pensar en eso. -Aguardamos-. Acababa de cumplir los treinta, ¿saben? -continuó al fin-. Y me di cuenta de que no me gustaba en qué me había convertido. Servía mesas en un café del centro cuando Jamie estaba en el colegio, pero realmente no valía la pena con lo que me costaba el autobús, y como no tenía estudios no podía buscar ningún otro trabajo… No quería pasarme así el resto de mi vida, quería algo mejor, por mí y por Jamie. Yo… oh, en muchos sentidos yo misma seguía siendo una niña. No había tenido la ocasión de crecer. Y quería hacerlo.

– Y por eso -dijo Cassie- necesitaba un poco de tiempo para sí misma.

– Sí. Exacto, veo que lo entiende. -Apretó el brazo de Cassie, agradecida-. Quería una carrera como Dios manda para no tener que depender de mis padres, aunque no sabía cuál. Necesitaba una oportunidad para ver claro, y cuando lo hice supe que seguramente tendría que seguir algún curso, y no podía dejar sola a Jamie todo el tiempo… Habría sido distinto si hubiera tenido un marido o familia. Tenía unos cuantos amigos, pero no podía pedirles que…

Se retorcía el pelo cada vez con más fuerza alrededor de los dedos.

– Es lógico -comentó Cassie con toda naturalidad-. Así que acababa de hablarle a Jamie de su decisión…

– Bueno, se lo dije en mayo, cuando me decidí. Pero se lo tomó muy mal. Traté de explicárselo y me la llevé a Dublín para enseñarle el colegio por fuera, pero eso sólo empeoró las cosas. Lo odiaba. Decía que todas las niñas de allí eran estúpidas y que sólo hablaban de chicos y de ropa. Jamie era un poco muchachota, ¿saben?, le encantaba pasarse el día fuera en el bosque; odiaba la idea de que la encerraran en un colegio de ciudad y tener que hacer exactamente lo mismo que todo el mundo. Y no quería dejar a sus mejores amigos. Estaba muy unida a Adam y Peter, ya saben, el niño que desapareció con ella.