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– Dios -dije otra vez-. Apuesto a que le dieron una buena cuando lo pillaron.

Nunca he golpeado a un sospechoso -no veo la necesidad de hacerlo, siempre que les hagas creer que podrías-, pero hay tipos que sí lo hacen y es probable que cualquiera que apuñale a un poli se lleve unos moretones de camino a comisaría.

Levantó una ceja, asombrada.

– No lo hicieron: eso habría dado al traste con toda la operación. Le necesitaban para llegar al proveedor, así que volvieron a empezar con un nuevo agente de incógnito.

– Pero ¿no quieres que pague por lo que hizo? -pregunté, frustrado ante su calma y la repulsiva sensación de mi propia ingenuidad-. ¡Te apuñaló!

Cassie se encogió de hombros.

– Después de todo, si lo piensas bien, no le faltaba razón: yo sólo fingía ser su amiga para joderle y él era un camello enganchado a sus drogas. Y los camellos enganchados a sus drogas hacen esas cosas.

Después de eso mi recuerdo vuelve a ser confuso. Sé que, decidido a impresionarla a mi vez y puesto que nunca me habían apuñalado ni me había visto envuelto en un tiroteo ni nada parecido, le conté una historia larga, enmarañada y cierta en su mayor parte sobre cómo, mientras trabajaba en Violencia Doméstica, había aplacado a un tío que amenazaba con saltar del tejado de un bloque de pisos con su bebé (para ser sincero, creo que debía de estar algo borracho; ésa es otra razón por la que estoy tan seguro de que tomábamos whisky caliente). Recuerdo una conversación apasionada sobre Dylan Thomas, creo que con Cassie de rodillas sobre el sofá y gesticulando mientras su cigarrillo se consumía olvidado en el cenicero. Bromeando, agudos pero vacilantes como niños tímidos en un corro, asegurándonos los dos subrepticiamente, después de cada respuesta, de no haber cruzado ninguna línea ni herido ningún sentimiento. Fuego en la chimenea y los Cowboy Junkies y Cassie siguiendo la melodía con una voz dulce y ronca.

– Las drogas que te daba el Chico Camello -dije más tarde-, ¿se las vendiste de verdad a las estudiantes?

Cassie se levantó para calentar agua.

– Alguna vez -respondió.

– ¿Te preocupaba?

– Todo lo que tenía que ver con la confidencialidad me preocupaba -afirmó Cassie-. Todo.

Cuando fuimos a trabajar a la mañana siguiente ya éramos amigos. Realmente fue así de sencillo: plantamos las semillas sin pensarlo y despertamos con nuestro brote privado. A la hora del descanso la mirada de Cassie y la mía se cruzaron y le propuse con gestos ir a fumar un cigarrillo; salimos a sentarnos con las piernas cruzadas, cada uno en un extremo de un banco, como dos sujetalibros. Cuando se acabó el turno ella me esperó, refunfuñando por lo mucho que tardaba en recoger mis cosas («Es como salir con Sarah Jessica Parker. No te olvides el perfilador de labios, cielo, no queremos que el chófer tenga que volver por él»), y propuso: «¿Una pinta?» mientras bajábamos las escaleras. No puedo explicar qué alquimia transmutó una sola noche en el equivalente a años de amistad compartida. Lo único que puedo decir es que reconocimos, con demasiada claridad incluso para sorprendernos, que hablábamos el mismo idioma.

Cuando Costello acabó de enseñarle el funcionamiento de todo, nos convertimos en compañeros. O'Kelly puso algún inconveniente, pues le desagradaba la idea de que dos flamantes novatos trabajaran juntos; además, eso significaba que habría que buscar a otra persona para Quigley. Pero yo había encontrado, por pura potra más que por astuta deducción, a alguien que había oído a alguien alardear de haber matado al indigente, así que estaba a buenas con O'Kelly y me aproveché de ello. Nos advirtió de que sólo nos daría los casos más sencillos y los que estaban perdidos, «nada que requiera una auténtica labor de investigación», y nosotros asentimos dócilmente y le reiteramos nuestro agradecimiento, sabedores de que los asesinos no son tan considerados como para asegurarse de que los casos complicados surjan en orden estricto de rotación. Cassie trasladó sus cosas a un escritorio junto al mío y a Quigley se lo endilgaron a Costello, que nos lanzó tristes miradas de reproche durante semanas, como un labrador martirizado.

A lo largo de los dos años siguientes nos forjamos, creo yo, una buena reputación dentro de la brigada. Detuvimos al sospechoso de la paliza en el callejón y lo interrogamos durante seis horas hasta que confesó; aunque si se borraran todas las repeticiones de «Jódete, tío» de la cinta dudo que quedaran más de cuarenta minutos. Era un yonqui llamado Wayne («Wayne -le dije a Cassie mientras le conseguíamos un Sprite y lo observábamos reventarse las espinillas a través del espejo unidireccional-. Es como si al nacer sus padres le hubiesen tatuado en la frente: “Nadie de mi familia ha terminado la educación secundaria”»), que le había dado una paliza al indigente, conocido como Beardy Eddie, por robarle la manta. Después de firmar su declaración, Wayne quiso saber si podría recuperarla. Lo entregamos a los agentes de uniforme y le dijimos que ellos estudiarían el asunto y luego nos fuimos a casa de Cassie con una botella de champán; estuvimos hablando hasta las seis de la mañana y llegamos al trabajo tarde y avergonzados y aún con risa tonta.

Pasamos por el previsible proceso en el que Quigley y algunos otros me preguntaron durante un tiempo si me la estaba tirando y, en tal caso, si era una fiera; una vez les quedó claro que no me la tiraba, pasaron a su probable lesbianismo (a mí Cassie siempre me ha parecido de una feminidad muy evidente, pero entiendo que, para ciertas mentalidades, el corte de pelo y la ausencia de maquillaje y los pantalones de pana de la sección masculina encajaran con las tendencias sáficas). Cassie acabó por hartarse y zanjó el asunto apareciendo en la fiesta de Navidad con un vestido de noche de terciopelo negro sin tirantes y un guapo jugador de rugby llamado Gerry que parecía un toro. En realidad era su primo segundo y estaba felizmente casado, pero era muy protector con Cassie y no puso objeción a mirarla con adoración durante toda la velada si eso le allanaba el camino de su carrera.

Después de aquello, los rumores desaparecieron y la gente nos dejó más o menos a nuestro aire, cosa que nos fue bien a ambos. Al contrario de lo que parece, Cassie no es una persona especialmente sociable, o no más que yo; es vivaz y rápida con las bromas y es capaz de hablar con quien sea, pero si podía elegir prefería mi compañía a la de un grupo numeroso. A menudo yo dormía en su sofá. Nuestro índice de casos resueltos era bueno e iba en aumento, y O'Kelly dejó de amenazar con separarnos cada vez que nos retrasábamos con el papeleo. Fuimos al juicio en que condenaron a Wayne por homicidio sin premeditación («Oh, joder, tío»), Sam O'Neill dibujó una hábil caricatura de nosotros dos como Mulder y Scully (todavía la tengo en alguna parte) y Cassie la enganchó en un lateral de su ordenador, al lado de una pegatina enorme que decía: «¡El poli malo se queda sin donuts!».

Visto con perspectiva, creo que Cassie apareció justo en el momento adecuado para mí. La deslumbrante e irresistible imagen que me había dibujado de la brigada de Homicidios no incluía elementos como Quigley o los cotilleos o los interminables interrogatorios circulares a yonquis con vocabulario de seis palabras y acento de torno de dentista. Yo me había imaginado un estilo de vida tenso y alerta en el que todo lo pequeño y mezquino quedaba desintegrado por una vertiginosidad tan eléctrica que soltaba chispas, y la realidad me había asombrado y defraudado, como un niño que tras abrir un reluciente regalo de Navidad se encuentra dentro unos calcetines de lana. De no ser por Cassie, creo que podría haber acabado como ese detective de Ley y orden, el que sufre úlceras y piensa que todo es una conspiración del gobierno.