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– Que te jodan, imbécil -soltó ella, sin rencor.

Sonreí, aliviado, y estiré uno de sus rizos. Me apartó de un manotazo.

– Oye, Cass -comencé-, tengo que preguntarte algo. -Me miró con recelo-. Si tuvieras que decir algo, ¿crees que los dos casos están relacionados o no?

Cassie se lo pensó un buen rato mientras miraba por la ventana los árboles y el cielo gris y las nubes que huían deprisa.

– No lo sé, Rob -dijo al fin-. Hay piezas que no encajan. A Katy la dejaron justo donde la encontramos, mientras que… Es una diferencia clave desde un punto de vista psicológico. Aunque tal vez el tipo estaba atormentado por la primera vez y le pareció que se sentiría menos culpable si se aseguraba de que en esta ocasión la familia obtuviera el cadáver. Y Sam tiene razón: ¿qué posibilidades hay de que dos asesinos de niños distintos sean del mismo sitio? Si tuviera que apostarme algo… Sinceramente, no lo sé.

Pisé el freno a fondo. Creo que chillamos tanto Cassie como yo; algo acababa de cruzar la carretera como una flecha delante de nuestro coche -algo oscuro y pegado al suelo, con los movimientos sinuosos de la comadreja o el armiño, pero demasiado grande para ser ninguna de esas bestias-, y desapareció por la maleza al otro lado.

Salimos propulsados hacia delante -yo circulaba demasiado deprisa por una carretera secundaria de un solo carril-, pero Cassie es una fanática del cinturón de seguridad, que podría haber salvado la vida a sus padres, y ambos lo llevábamos abrochado. El vehículo se detuvo atravesado formando un ángulo delirante con la carretera, y un neumático quedó a centímetros de la cuneta. Cassie y yo permanecimos callados y aturdidos. En la radio, una banda de chicas aullaba con un júbilo demente, una y otra vez.

– ¿Rob? -dijo Cassie sin aliento, al cabo de un minuto-. ¿Estás bien?

Era incapaz de soltar las manos del volante.

– ¿Qué diablos era eso?

– ¿El qué?

Abrió unos ojos espantados.

– Ese animal -respondí-. ¿Qué era?

Cassie me estaba observando con algo nuevo en su mirada, algo que me asustó casi tanto como acababa de hacerlo la criatura.

– Yo no he visto ningún animal.

– Ha cruzado la carretera. Se te habrá pasado por alto. Estarías mirando al otro lado.

– Sí -dijo, al cabo de lo que me pareció una eternidad-. Sí, creo que sí. ¿Un zorro, tal vez?

Sam encontró a su periodista en cuestión de horas: Michael Kiely, sesenta y dos años y semijubilado después de una carrera de moderado éxito, llegó a su cima a finales de los ochenta, cuando descubrió que un ministro tenía a nueve miembros de su familia en plantilla como «asesores». Después de eso, nunca volvió a conquistar tan vertiginosas alturas. En el año 2000, cuando se hicieron públicos los planes para la autopista, Kiely escribió un insidioso artículo sugiriendo que ésta ya había alcanzado su objetivo principal en tanto esa mañana había muchos promotores inmobiliarios felices en Irlanda. Aparte de una retórica carta a dos columnas en la que el ministro de Medio Ambiente explicaba que básicamente esa autopista sería la panacea para siempre, no hubo más respuesta.

A Sam le costó unos días convencer a Kiely para acordar una cita -la primera vez que mencionó Knocknaree, el otro le gritó: «¿Me tomas por imbécil, chico?», y colgó-, y aun así Kiely se negó a dejarse ver con él en ningún sitio de la ciudad, sino que le hizo desplazarse hasta un pub espectacularmente barato en un extremo alejado del parque Phoenix: «Es más seguro, chico, mucho más seguro».

Tenía la nariz aguileña y una melena blanca astutamente alborotada; un aspecto poético, comentó Sam con escepticismo mientras cenábamos esa noche. Él le había invitado a un Bailey's y a brandy («Dios mío», dije yo; me había costado mucho comer de todos modos. «Vaya, vaya», dijo Cassie, observando su estantería de las bebidas con aire reflexivo) y trató de sacar el tema de la autopista, pero Kiely se estremeció, mantuvo una mano en alto y agitó los párpados, exquisitamente dolorido:

«La voz, chico, baja la voz… Oh, ahí hay algo, no cabe ninguna duda. Pero alguien, y no voy a decir nombres, me mandó dejarlo todo casi antes de empezar. Razones legales, dijeron; no había pruebas de nada… Ridículo. Tonterías. Era pura y peligrosamente personal. Esta es una ciudad vieja, chico, con sus trapos sucios y sus recuerdos.»

No obstante, para la segunda ronda ya se había soltado un poco y se puso reflexivo.

«Algunos dirán… -le explicó a Sam, inclinándose hacia él y explayándose con los gestos- algunos dirán que ese sitio no ha traído más que problemas desde el principio. Hubo toda esa retórica inicial sobre cómo iba a convertirse en un nuevo centro urbano y luego, después de que se vendieran todas las casas de esa urbanización tan solitaria, simplemente quedó en nada. Dijeron que el presupuesto no permitía construir más. Y algunos dirán, chico, que el único objetivo de esa retórica era asegurar que las casas se vendieran por un valor mucho mayor de lo que cabría esperar en una urbanización en mitad de la nada. Yo no, por supuesto. No tengo pruebas.»

Se terminó su bebida y contempló el vaso vacío con aire nostálgico.

«Lo único que diré es que siempre ha habido algo un poco torcido respecto a ese lugar. ¿Sabías que el índice de heridos y víctimas mortales durante la construcción fue casi el triple que el promedio nacional? Chico, ¿crees que es posible que un lugar tenga voluntad propia, que pueda rebelarse, por decirlo así, contra la mala gestión del hombre?»

– Digan lo que digan sobre Knocknaree -comenté yo-, no fue eso lo que le puso a Katy Devlin una maldita bolsa de plástico en la cabeza.

Me alegraba de que Kiely fuese problema de Sam y no mía. Normalmente esta clase de idioteces me entretienen, pero tal como me encontraba esa semana, con toda seguridad le habría dado una patada a aquel tipo en la espinilla.

– ¿Y tú qué le has contestado? -le preguntó Cassie a Sam.

– Que sí, por supuesto -dijo con serenidad, tratando de enrollar fetuccini en su tenedor-. Le habría contestado que sí aunque me preguntara si creía que hay unos hombrecillos verdes que se pasean por el campo.

Kiely se bebió su tercera ronda -Sam iba a pasárselo bien intentando colar eso en los gastos- en silencio, con la barbilla pegada al pecho. Finalmente se puso el abrigo, le estrechó la mano a Sam con un apretón largo y fervoroso y murmuró:

– No mires esto hasta que estés en un lugar seguro. -Y salió del pub arrastrándose, tras dejar un papel arrugado en la palma de Sam.

– Pobre desgraciado -nos dijo éste mientras hurgaba en su cartera-. Creo que estaba agradecido de que alguien le escuchara por una vez. Tal como está, podría gritar una historia desde los tejados y nadie creería ni una palabra.

Extrajo un pequeño objeto plateado, lo sostuvo con cuidado entre dos dedos y se lo pasó a Cassie. Yo dejé mi tenedor y me incliné para mirar.

Era un trozo de papel plateado, de los que hay en los paquetes de cigarrillos, enrollado en un cilindro ceñido y meticuloso. Cassie lo abrió. En el dorso había escrito, en letra apretada, emborronada y negra: «Dynamo: Kenneth McClintock. Futura: Terence Andrews. Globaclass="underline" Jeffrey Barnes & Conor Roche».

– ¿Estás seguro de que es de fiar? -quise saber.

– Está como una regadera -afirmó Sam-, pero es un buen periodista, o lo era. Creo que no me habría dado estos nombres si no estuviera seguro de ellos.

Cassie pasó el dedo por encima del trozo de papel.

– Si lo verificamos -dijo-, será la mejor pista que hemos tenido hasta ahora. Buena jugada, Sam.

– Se metió en un coche, ¿sabéis? -explicó Sam, en un tono que denotaba cierta preocupación-. No sabía si dejarle conducir después de tanta bebida, pero… A lo mejor tengo que hablar con él otra vez, claro; tengo que conservarle en mi bando. ¿Y si llamo para ver si ha llegado bien a casa?