Se llamaba Anna y estaba haciendo un máster en historia del arte; su melena de color claro me hizo pensar en cálidas playas, y en una de esas faldas de algodón blancas y vaporosas y en una cintura que pudiera coger entre mis manos. Le dije que yo era profesor de literatura y que había venido de una universidad de Inglaterra para documentarme sobre Bram Stoker. Ella chupaba el borde de su vaso y me reía los chistes, mostrando unos dientecitos blancos con un atractivo saliente.
Detrás de ella, Sam sonrió y alzó una ceja y Cassie hizo una imitación de mí jadeando y con ojos de cachorro, pero no me importó. Hacía un tiempo ridículamente largo que no me acostaba con nadie y deseaba irme a casa con esa chica más que ninguna otra cosa, colarnos entre risas en algún piso de estudiantes con pósteres de arte en las paredes, enrollar ese pelo desmesurado alrededor de mis dedos y dejar que mi mente titilara en el vacío, yacer en su cama dulce y segura toda la noche y la mayor parte del día siguiente y no pensar ni una vez en ninguno de esos malditos casos. Puse una mano en el hombro de Anna para apartarla del camino de un tipo que maniobraba precariamente con cuatro jarras y les levanté el dedo medio a Cassie y a Sam sin que ella lo viera.
El flujo de personas nos acercaba cada vez más. Habíamos dejado el tema de nuestros respectivos estudios -pensé que ojalá supiera más sobre Bram Stoker- y ya estábamos en las islas de Arán (Anna y un puñado de amigos, el verano anterior; las bellezas naturales; el placer de huir de la vida urbana con toda su superficialidad), y ella ya había empezado a tocarme la muñeca para enfatizar sus frases cuando un amigo suyo se separó del vociferante grupo y fue a colocarse a su lado.
– ¿Estás bien, Anna? -le preguntó en un tono inquietante.
Le rodeó la cintura con un brazo y me observó con ojos de buey.
Fuera de su campo de visión, Anna puso los ojos en blanco y me lanzó una sonrisita conspiratoria.
– No pasa nada, Cillian -dijo.
No creía que fuese su novio -en todo caso, a ella no parecía hacerle mucha gracia-, pero si no lo era estaba claro que quería serlo. Era un tipo grande, guapo en su estilo musculoso; era evidente que llevaba un buen rato bebiendo y que se moría por una excusa para invitarme a discutir fuera.
Por un instante lo consideré de veras. «Ya has oído a la señora, amigo; vuelve con tus amiguitos…» Eché un vistazo a Sam y Cassie: habían pasado de mí y estaban sumidos en una absorbente conversación, con las cabezas pegadas para oír por encima del ruido, mientras Sam ilustraba algo con un dedo sobre la mesa. De pronto sentí un asco feroz por mí mismo y mi álter ego de catedrático y, por extensión, por Anna y ese juego que se llevaba conmigo y el tal Cillian.
– Tengo que volver con mi novia -dije-, perdona otra vez por haberte tirado la bebida.
Y me di la vuelta ante la O rosa y perpleja de su boca y la chispa beligerante confusa y reflexiva en la mirada de Cillian.
Mientras me sentaba rodeé un momento los hombros de Cassie con el brazo, y ella me miró con recelo.
– ¿Te han derribado? -preguntó Sam.
– Qué va -respondió Cassie-. Apuesto a que ha cambiado de idea y le ha dicho que tiene novia. De ahí lo del manoseo. La próxima vez que me hagas eso, Ryan, empezaré a besuquear a Sam y dejaré que los amigos de tu amiguita te den una paliza por meterte con ella.
– Perfecto -dijo Sam, feliz-. Me gusta este juego.
Cuando cerraron, Cassie y yo volvimos al piso de ésta. Sam se había ido a casa, era viernes y a la mañana siguiente no teníamos que madrugar; no parecía haber nada que nos impidiera hacer otra cosa que tirarnos en el sofá, beber y cambiar la música de vez en cuando y dejar que el fuego se consumiera en un resplandor susurrante.
– ¿Sabes qué? -dijo Cassie con despreocupación, a la vez que pescaba un hielo de su vaso para masticarlo-. Nos hemos olvidado de que los críos piensan de otra manera.
– ¿Dónde estás?
Habíamos estado hablando de Shakespeare, algo sobre las hadas en Sueño de una noche de verano, y mi cabeza aún seguía allí. Casi pensé que me iba a salir con una analogía trasnochadora entre la manera de pensar de los niños y cómo pensaba la gente en el siglo xvi, y ya estaba preparando una refutación.
– Nos hemos preguntado cómo la llevó al lugar del asesinato; no, calla y escucha.
Yo le estaba empujando la pierna con el pie y gimoteando: «Basta, estoy fuera de servicio, no te oigo, la, la, la…». Estaba atontado por el vodka y por lo tarde que era y había decidido que estaba harto de ese caso frustrante, embrollado e irresoluble. Quería hablar de Shakespeare un poco más, o tal vez jugar a cartas.
– Cuando tenía once años un tío intentó abusar de mí -dijo Cassie.
Dejé de dar patadas y alcé la vista para mirarla.
– ¿Qué? -pregunté, quizá con demasiada cautela.
Éste, pensé, éste era, finalmente, el compartimento secreto de Cassie, y por fin iba a dejarme entrar.
Me devolvió la mirada, divertida.
– No, no llegó a hacerme nada. No fue ningún trauma.
– Oh -respondí, y me sentí estúpido y, de una forma vaga, algo molesto-. ¿Qué pasó?
– En el colegio se había desatado una locura con las canicas, todo el mundo se pasaba el rato jugando, a la hora de comer, después de clase… Las llevabas a todas partes en una bolsa de plástico y era muy importante cuántas tenías. Y aquel día me castigaron al salir de clase…
– ¿A ti? No me lo puedo creer -dije.
Me puse de costado y cogí mi vaso. No tenía muy claro adónde iría a parar esa historia.
– Vete a la mierda; como tú eras Don Perfecto… La cuestión es que, cuando me marchaba, un empleado, no un profesor sino un encargado o uno de la limpieza o algo así, salió de su cobertizo y dijo: «¿Quieres canicas? Si entras aquí te daré unas cuantas». Era viejo, de unos sesenta años, con el pelo blanco y un gran bigote. Entonces me acerqué rodeando la puerta del cobertizo por un momento, y luego entré.
– Dios mío, Cass. Qué tonta fuiste -exclamé.
Di otro sorbo, dejé el vaso y le puse los pies sobre mi regazo para frotárselos.
– No, ya te he dicho que no pasó nada. Se colocó detrás de mí y me puso las manos debajo de los brazos, como si fuese a levantarme, sólo que empezó a enredar con los botones de mi blusa. Le dije: «¿Qué está haciendo?», y éclass="underline" «Tengo las canicas en esa estantería. Voy a alzarte para que las cojas». Supe que algo iba mal, aunque no tenía ni idea de qué era, así que me retorcí para soltarme y dije: «No quiero canicas», y me fui corriendo a casa.
– Tuviste suerte -señalé.
Tenía unos pies finos y arqueados; incluso a través de los calcetines suaves y gruesos que se ponía para estar por casa le notaba los tendones, y cómo se movían sus pequeños huesos bajo mis pulgares. Me la imaginé a los once años, toda rodillas y uñas mordidas e intensos ojos castaños.
– Sí, es verdad. Quién sabe qué habría podido pasar.
– ¿Se lo contaste a alguien?
Quería sacar más elementos de esa historia; quería obtener alguna revelación desgarradora, algún secreto terrible y vergonzoso.
– No. Me repugnaba demasiado todo el asunto, y de todos modos ni siquiera sabía qué explicar. Esa es la cuestión: nunca se me ocurrió que tuviera algo que ver con el sexo. Yo sabía qué era el sexo, mis amigos y yo hablábamos de ello sin parar, y sabía que algo estaba mal, que había intentado desabrocharme la camisa, pero nunca junté las piezas. Años después, debía de tener unos dieciocho años, algo me lo recordó, vi a unos niños jugando a canicas o algo así, y me vino de repente: «¡Oh, Dios mío, ese tío intentó abusar de mí!».