– ¿Y qué tiene que ver con Katy Devlin? -quise saber.
– Los críos no relacionan las cosas del mismo modo que los adultos -dijo Cassie-. Dame los pies, que te los froto.
– Ni hablar. ¿No ves las emanaciones olorosas que salen de mis calcetines?
– Por favor, eres asqueroso. ¿Nunca te los cambias?
– Cuando se aguantan apoyados en la pared. Sigo la tradición del soltero.
– Eso no es tradición, es evolución inversa.
– Pues venga, adelante -dije, desplegando los pies y poniéndolos en su regazo.
– No. Búscate una novia.
– ¿A qué viene eso?
– A las novias puede que no les importe si llevas calcetines con olor a queso. A las amigas sí. -Con todo, sacudió las manos de forma rápida y profesional y se apoderó de mi pie-. Además, quizá no serías un grano en el culo si tuvieras más acción.
– Mira quién habla -contesté, y mientras hablaba caí en que no tenía ni idea de cuánta acción tenía Cassie.
Hubo un novio medio serio antes de que yo la conociera, un abogado llamado Aidan, que por algún motivo había desaparecido de escena por la época en que ella se incorporó a Narcóticos; pocas relaciones sobreviven a operaciones secretas. Obviamente, yo habría conocido la existencia de algún novio desde entonces, y quiero pensar que me habría enterado incluso si hubiera salido con alguien, sea lo que sea eso, pero no tenía ni idea. Siempre di por hecho que no había nada que saber, pero de repente ya no estaba tan seguro. Miré a Cassie con expresión alentadora, pero ella me estaba masajeando el talón y me ofrecía su sonrisa más enigmática.
– La otra cuestión -continuó- es por qué entré allí, para empezar. -La mente de Cassie es como un cruce en forma de tréboclass="underline" es capaz de girar en direcciones completamente divergentes y luego, por alguna rebelión dimensional propia de Escher, regresar vertiginosamente al quid-. No fue sólo por las canicas. El hombre tenía un acento muy marcado, de las Midlands, creo, y sonó como si hubiera dicho: «¿Quieres maravillas [17]?». Es decir, yo sabía que no lo había dicho, sabía que había dicho «canicas», pero una parte de mí pensó que a lo mejor era uno de esos ancianos misteriosos que salen en los cuentos y que dentro del cobertizo habría estantes y más estantes con bolas de cristal, pociones, pergaminos antiguos y dragoncitos en jaulas. Sabía que no era más que un cobertizo y que él sólo era un encargado, pero al mismo tiempo pensé que tal vez fuese mi oportunidad de ser uno de esos niños que entran en el otro mundo a través del armario, y no podía soportar la idea de pasarme el resto de mi vida sabiendo que me lo había perdido.
¿Cómo podría hacerle entender a alguien lo de Cassie y yo? Tendría que estar allí, pasearse por todos los senderos de nuestra geografía secreta y compartida. El tópico dice que es improbable que un hombre y una mujer heterosexuales sean amigos verdaderos y platónicos; nosotros sacábamos un trece a los dados, lanzábamos cinco ases y nos íbamos riendo. Ella era la prima de los veranos de los libros infantiles, a la que enseñabas a nadar en algún lago atestado de mosquitos y a la que dabas la lata metiéndole renacuajos dentro del bañador, con la que practicabas tus primeros besos en una colina de brezos y con la que te reías de ello años después mientras os fumabais un porro clandestino en el abarrotado desván de tu abuela. Me pintaba las uñas de dorado y me desafiaba a dejármelas así para ir al trabajo. Le dije a Quigley que en opinión de Cassie el estadio Croke Park debería convertirse en un centro comercial, y luego la dejé intentando descifrar por qué él se indignaba con ella. Recortó la caja de su nueva alfombrilla para el ratón y me pegó la parte que decía «Tócame y siente la diferencia» en la espalda de la camisa, y lo llevé medio día antes de darme cuenta. Salíamos por su ventana y bajábamos por la escalera de incendios y nos tumbábamos en el tejado que se extendía más abajo para beber cócteles improvisados, cantar temas de Tom Waits y ver las estrellas girando vertiginosamente a nuestro alrededor.
No. Éstas son anécdotas en las que me gusta pensar, calderilla pequeña, vivaz y no carente de valor; pero por encima de todo eso y como realidad subyacente a todo cuanto hacíamos, ella era mi compañera. No sé cómo explicar el efecto que me causa esa palabra aún hoy, lo que significa para mí. Podría contar lo de ir de una habitación a otra, con las pistolas en alto y agarradas con ambas manos, a través de casas silenciosas donde podía haber un sospechoso armado aguardando detrás de cualquier puerta, o lo de las largas noches de vigilancia, sentados en un coche oscuro y bebiendo café solo de un termo e intentando jugar al gin rummy a la luz de una farola. Una vez perseguimos en su propio terreno a dos ladrones de coches que se dieron a la fuga después de un atropello; grafitis y calles llenas de basura pasaban a toda prisa por la ventanilla, noventa kilómetros por hora, ciento diez, pisé a fondo y dejé de mirar el indicador de velocidad, hasta que hicieron un trompo contra un muro y luego nos encontramos sujetando entre los dos al conductor, que tenía quince años, y prometiéndole que su madre y la ambulancia llegarían enseguida, mientras moría sollozando en nuestros brazos. En un edificio de mala fama que obligaría a cualquiera a modificar su concepto de humanidad, un yonqui me amenazó con una jeringuilla. Ni siquiera nos interesaba él, andábamos detrás de su hermano y la conversación parecía desarrollarse dentro de la normalidad cuando su mano se movió demasiado deprisa y de pronto había una aguja apoyada en mi garganta. Mientras estaba allí inmóvil, sudoroso y rezando como un loco por que ninguno de los dos estornudara, Cassie se sentó con las piernas cruzadas sobre la apestosa moqueta, le ofreció un cigarrillo a ese tío y estuvo hablando con él durante una hora y veinte (en cuyo transcurso él nos pidió toda una serie de cosas: las carteras, un coche, un chute, un Sprite y que lo dejaran tranquilo); le habló con tanta naturalidad y con un interés tan sincero que él acabó soltando la jeringuilla y se dejó caer apoyado en la pared para sentarse delante de ella, y estaba empezando a contarle la historia de su vida cuando pude controlar mis manos lo suficiente para ponerle las esposas.
Las chicas con las que sueño son las tiernas y nostálgicas, las que cantan dulces canciones al piano o junto a grandes ventanales, de pelo largo y ondulante y delicadas como flores de manzano. Pero una chica que entra en la batalla a tu lado y te guarda las espaldas es otra cosa, es algo que te hace estremecer. Uno puede acordarse de la primera vez que se acostó con alguien o de la primera vez que se enamoró: esa explosión cegadora que te electrifica hasta las yemas de los dedos y te transforma como una iniciación. Juro que eso no es nada, nada de nada, comparado con el hecho de poner tu vida, sencilla y diariamente, en las manos de otro.
Capítulo 11
Aquel fin de semana el domingo fui a cenar a casa de mis padres. Lo hago de vez en cuando, aunque no sé muy bien por qué. No estamos unidos; lo máximo de lo que somos capaces es de una cordialidad mutua y con un toque de extrañeza, como gente que se ha conocido en unas vacaciones organizadas y no se le ocurre cómo poner fin a la relación. A veces llevo a Cassie conmigo. Mis padres la adoran -le pregunta a mi padre por su jardín y a veces, cuando ayuda a mi madre en la cocina, oigo cómo ésta se ríe a carcajadas, feliz como una niña- y sueltan esperanzadas indirectas sobre lo unidos que estamos, algo que nosotros ignoramos jovialmente.
– ¿Dónde está hoy Cassie? -preguntó mi madre después de la cena.