Había preparado macarrones con queso; está convencida de que es mi plato preferido (y tal vez lo fuera en algún momento de mi vida) y lo cocina, como una tímida expresión de simpatía, siempre que sale en los periódicos que alguno de los casos en los que trabajo no va muy bien. Su mero olor me causa picor y claustrofobia. Estábamos ella y yo en la cocina; yo lavaba y ella secaba. Mi padre estaba en la sala, viendo un episodio de Colombo por la tele. En la cocina había poca luz y teníamos la lámpara encendida, aunque sólo era media tarde.
– Creo que se ha ido a ver a sus tíos -dije.
En realidad, Cassie debía de estar acurrucada en el sofá, leyendo y comiendo helado del tarro -en las dos últimas semanas no habíamos tenido mucho tiempo para nosotros mismos, y Cassie, igual que yo, necesita cierta dosis de soledad-, pero sabía que a mi madre le disgustaría la idea de que pasara el domingo a solas.
– Le irá bien que la cuiden un poco. Debéis de estar destrozados.
– Estamos bastante cansados -contesté.
– Todas esas idas y venidas de Knocknaree.
Mis padres y yo no hablamos de mi trabajo, salvo en términos muy generales, y nunca mencionamos Knocknaree. Alcé la vista de golpe, pero mi madre estaba inclinando una bandeja bajo la luz en busca de manchas húmedas.
– Es un largo trayecto, es cierto -comenté.
– Leí en el periódico -aventuró mi madre con prudencia- que la policía estaba interrogando de nuevo a las familias de Peter y Jamie. ¿Fuisteis Cassie y tú a hablar con ellas?
– A casa de los Savage no. Pero hablé con la señora Rowan. ¿Te parece que está limpio?
– Está perfecto -respondió mi madre, cogiéndome de las manos la fuente para el horno-. ¿Y cómo está Alicia? -Hubo un dejo en su voz que me hizo levantar la vista de nuevo, sorprendido. Ella lo notó y se ruborizó, mientras se apartaba el pelo de la mejilla con el dorso de la muñeca-. Oh, es que éramos muy buenas amigas. Alicia era… bueno, supongo que era como una hermana pequeña para mí. Después perdimos el contacto. Sólo me preguntaba cómo está, eso es todo.
Sentí una descarga ebria y fugaz de pánico retrospectivo: de haber sabido que mi madre y Alicia Rowan estaban unidas, nunca me habría acercado a esa casa.
– Creo que está bien -dije-. Todo lo bien que cabría esperar. Todavía conserva la habitación de Jamie tal como estaba.
Mi madre chasqueó la lengua con tristeza. Seguimos limpiando un rato en silencio, roto únicamente por el tintineo de los cubiertos y Peter Falk interrogando astutamente a alguien en la habitación de al lado. Más allá de la ventana, una pareja de urracas aterrizó en la hierba y se puso a rebuscar por el minúsculo jardín, discutiendo sobre la marcha con voz estentórea.
– Dos mejor que uno -dijo mi madre automáticamente, y suspiró-. Supongo que nunca me he perdonado por perder el contacto con Alicia. No tenía a nadie más. Era una chica tan dulce, inocente… aún tenía la esperanza de que el padre de Jamie abandonase a su mujer, después de tanto tiempo, y formasen una familia… ¿Llegó a casarse?
– No. Pero no parece infeliz, en serio. Enseña yoga.
El agua de la pila se había quedado tibia y pegajosa; cogí la tetera y añadí más agua caliente.
– Es uno de los motivos por los que nos mudamos, ¿sabes? -continuó mi madre. Me daba la espalda, mientras distribuía los cubiertos dentro de un cajón-. No era capaz de enfrentarme a ellos: Alicia, Angela y Joseph. Yo había recuperado a mi hijo sano y salvo y ellos estaban pasando por un infierno… Apenas podía salir de casa, por si me los encontraba. Sé que parece una locura, pero me sentía culpable. Pensaba que debían de odiarme por tenerte a salvo. No veo cómo podrían evitarlo.
Aquello me cogió por sorpresa. Supongo que todos los niños son egocéntricos; en cualquier caso, ni se me había pasado por la cabeza que nos hubiéramos mudado por otro motivo que no fuese yo.
– Nunca me paré a pensarlo -dije-. Vaya mocoso egoísta estaba hecho.
– Eras adorable -respondió mi madre, inesperadamente-. El niño más cariñoso que se pueda imaginar. Cuando llegabas del colegio o de jugar, siempre me dabas un abrazo enorme y un beso, incluso cuando ya eras casi tan grande como yo, y decías: «¿Me has echado de menos, mami?». Muchas veces me traías algo, una piedra bonita o una flor. Aún guardo la mayoría de esas cosas.
– ¿Yo hacía eso?
Me alegraba de no haber traído a Cassie. Prácticamente podía ver su mirada pícara si hubiera oído aquello.
– Sí señor. Por eso me preocupé tanto cuando no te encontrábamos aquel día. -Me dio un pequeño apretón en el brazo, repentino y casi violento; incluso después de tantos años, noté un temblor en su voz-. Estaba histérica, ¿sabes? Todo el mundo decía: «Seguro que sólo se han escapado de casa, los niños hacen esas cosas, los tendremos de vuelta enseguida…». Pero yo decía: «No. Adam, no». Eras un niño dulce y amable. Sabía que no nos harías eso.
Oír ese nombre pronunciado con su voz fue como si algo me atravesara, algo veloz y primigenio y peligroso.
– No me recuerdo a mí mismo como un niño especialmente angelical -dije.
Mi madre sonrió mientras miraba por la ventana; su expresión abstraída, acordándose de cosas que yo había olvidado, me puso tenso.
– No, angelical no, pero sí atento. Aquel año creciste muy deprisa. Hiciste que Peter y Jamie dejaran de martirizar a ese pobre chiquillo, ¿cómo se llamaba? Ese que llevaba gafas y tenía una madre espantosa que hacía flores para la iglesia…
– ¿Willy Little? No fui yo, fue Peter. Yo habría estado encantado de seguir martirizándolo hasta el día del juicio final.
– No, fuiste tú -aseguró mi madre con firmeza-. Vosotros tres hicisteis algo que le hizo llorar y tú te disgustaste tanto que decidiste que había que dejar en paz al pobre chico. Te preocupaba que Peter y Jamie no lo entendieran. ¿No te acuerdas?
– La verdad es que no -respondí.
De hecho, eso fue lo que más me inquietó de toda esa conversación de por sí tan incómoda. Cabría pensar que preferiría su versión de la historia a la mía, pero no fue así. Por supuesto, era muy posible que ella me hubiera adjudicado a mí inconscientemente el papel de héroe, o que lo hubiera hecho yo mismo mintiéndole a ella en esa época, pero a lo largo de las últimas semanas había llegado a pensar en mis recuerdos como algo sólido, como pequeños objetos brillantes que podía buscar y atesorar, y resultaba perturbador en extremo pensar que tal vez fueran unas baratijas taimadas y huidizas que no eran en absoluto lo que parecían.
– Si no quedan más platos me iré a charlar un rato con papá.
– Se alegrará. Vete, ya termino yo. Llévate un par de latas de Guinness; están en el frigorífico.
– Gracias por la cena -dije-. Estaba deliciosa.
– Adam -dijo mi madre de repente, cuando me giré para irme.
Ese gesto veloz y traicionero volvió a impactarme en el esternón; oh, Dios, cuánto deseé por un instante ser aquel niño dulce, cuánto deseé darme la vuelta y hundir mi rostro en su hombro cálido y con aroma a tostada y contarle entre grandes sollozos desgarradores lo que habían sido esas últimas semanas. Pensé en la cara que ella pondría si realmente lo hiciera, y me mordí fuerte la mejilla para reprimir una insensata carcajada.
– Sólo quería que supieras -continuó con timidez, retorciendo la bayeta entre sus manos- que después hicimos cuanto pudimos por ti. A veces me preocupa que lo hiciéramos todo mal. Pero nos daba miedo que quienquiera que hiciera… ya sabes, quienquiera que fuese volviera y… Sólo intentábamos hacer lo que fuese mejor para ti.
– Ya lo sé, mamá -dije-. No pasa nada.
Y, con la sensación de escaparme por los pelos, me fui a la sala de estar a ver Colombo con mi padre.
– ¿Cómo va el trabajo? -me preguntó él en la pausa publicitaria.
Hurgó debajo de un cojín en busca del mando a distancia y bajó el volumen de la tele.