– Bien -dije.
En la pantalla, un niño pequeño sentado en un váter conversaba con vehemencia con una criatura de dibujos animados verde y con colmillos, rodeada de estelas de vapor.
– Eres un buen muchacho -afirmó mi padre, contemplando el televisor como hipnotizado. Bebió un trago de su lata de Guinness-. Siempre lo has sido.
– Gracias -contesté.
Estaba claro que él y mi madre habían mantenido algún tipo de conversación sobre mí con vistas a esa velada, aunque por mi vida que era incapaz de imaginarme de qué podía haber ido.
– Así que te gusta el trabajo.
– Sí, está bien.
– Eso es estupendo -dijo mi padre, y volvió a subir el volumen.
Llegué al apartamento hacia las ocho. Fui a la cocina y empecé a prepararme un sándwich de jamón y el queso bajo en grasas de Heather (me había olvidado de hacer la compra). Las Guinness me habían dejado abotargado e incómodo -no soy un gran bebedor de cerveza, pero mi padre se preocupa si pido otra cosa; considera que los hombres que beben licores muestran un alcoholismo incipiente o bien una homosexualidad incipiente- y tenía la vaga y paradójica idea de que si comía algo absorbería la cerveza y me sentiría mejor. Heather estaba en la sala. Dedica las noches del domingo a algo que ella llama «Mi tiempo», término que incluye DVD de Sexo en Nueva York, una amplia variedad de desconcertantes utensilios y un trajín de ir y venir entre el cuarto de baño y la sala con una mirada de sombría y recta determinación.
Mi teléfono pitó. Cassie: «¿Me llevas mñn al juzgado? Traje vestir + carrito golf + tiempo = muy mala pinta».
– Mierda -exclamé en voz alta.
El caso Kavanagh, una anciana muerta de una paliza en Limerick durante un robo, en algún momento del año anterior: Cassie y yo presentábamos las pruebas a primera hora de la mañana. El fiscal había venido a prepararnos, y si bien el viernes nos lo habíamos recordado el uno al otro, me las arreglé para olvidarlo de inmediato.
– ¿Qué pasa? -saltó Heather con avidez, mientras salía corriendo de la sala de estar ante la perspectiva de un conato de conversación. Volví a arrojar el queso dentro del frigorífico y cerré la puerta de golpe, aunque no iba a servir de mucho: Heather sabe al milímetro cuánto le queda de cada cosa, y una vez estuvo de morros hasta que le compré una nueva pastilla de un jabón orgánico carísimo porque volví a casa borracho y me lavé las manos con el suyo-. ¿Estás bien?
Iba en albornoz y llevaba lo que parecía film transparente enrollado en el pelo, y olía a una mezcla de sustancias florales y químicas que daba dolor de cabeza.
– Sí, no pasa nada -dije. Le di a «Responder» y le contesté a Cassie: «¿Comparado con qué? Te veo a las 8.30»-. Es que me había olvidado de que mañana tengo juicio.
– Vaya -dijo Heather, abriendo los ojos. Tenía las uñas de un delicado rosa pálido; las agitó para secarlas-. Yo puedo ayudarte a prepararte. Repasar tus notas contigo o lo que sea.
– No, gracias.
De hecho, ni siquiera tenía mis notas, estaban en algún lugar del trabajo. Pensé en ir a buscarlas, pero me dije que seguramente aún estaba demasiado bebido.
– Ah… bueno, está bien. -Heather se sopló las uñas y escudriñó mi sándwich-. Oh, ¿has ido a comprar? La verdad es que te toca a ti comprar lejía para el baño, ¿sabes?
– Mañana iré -dije, mientras reunía mi teléfono y mi sándwich y me iba a mi habitación.
– Oh. Bueno, supongo que puede esperar hasta entonces. ¿Es mi queso?
Conseguí zafarme de Heather -no sin dificultad- y comerme el sándwich, que, como era de esperar, no reparó los efectos de las Guinness. Luego me serví un vodka con tónica, siguiendo la misma lógica general, y me tumbé de espaldas en la cama para repasar el caso Kavanagh mentalmente.
No podía concentrarme. Todos los detalles secundarios me vinieron a la cabeza de forma inmediata, vivida e inúticlass="underline" la luz roja parpadeante en la estatua del Sagrado Corazón que tenía la víctima en su oscura sala de estar, los flequillitos grasientos de los dos asesinos adolescentes, el espantoso agujero coagulado en la cabeza de la víctima, el papel de pared floreado y con manchas de humedad del hostal donde nos habíamos alojado Cassie y yo… Pero no lograba recordar ni un solo hecho importante: cómo habíamos seguido el rastro de los sospechosos o si habían confesado o qué habían robado, e incluso cómo se llamaban. Me puse en pie y di vueltas a mi dormitorio y saqué la cabeza por la ventana en busca de aire fresco, pero cuanto más me esforzaba en concentrarme, menos recordaba. Al cabo de un rato ni siquiera estaba seguro de si la víctima se llamaba Philomena o Fionnuala, a pesar de que un par de horas antes lo habría sabido sin tener que pensar (Philomena Mary Bridget).
Era increíble. Nunca antes me había ocurrido nada parecido. Creo que puedo decir, sin ánimo de echarme flores, que siempre he tenido buena memoria, irónicamente, de esas de loro capaces de absorber y regurgitar grandes cantidades de información sin apenas esfuerzo o comprensión. Así es como me las apañé para sacar buenas calificaciones, y también por lo que no me desesperé demasiado al darme cuenta de que no tenía mis notas (ya me había olvidado de revisarlas una o dos veces y nunca me pillaban).
Y después de todo no intentaba nada fuera de lo habitual. En Homicidios te acostumbras a llevar tres o cuatro investigaciones a la vez. Si tienes un asesinato infantil o un poli muerto o un caso de prioridad máxima, puedes relegar tus casos abiertos, igual que habíamos cedido lo de la parada de taxis a Quigley y McCann, pero aun así tienes que zanjar todos los flecos de los casos cerrados: papeleo, reuniones con fiscales, fechas de procesos judiciales… Desarrollas la habilidad de archivar todos los hechos destacables en un rincón de tu mente, listos para poder sacarlos en cualquier momento en que los necesites. Lo esencial del caso Kavanagh tendría que haber estado ahí, y el hecho de que no fuera así me causaba un pánico callado y animal.
Hacia las dos de la madrugada me convencí de que, sólo con que pudiera dormir bien, todo volvería a su lugar por la mañana. Me tomé otro dedo de vodka y apagué la luz, pero cada vez que cerraba los ojos las imágenes pasaban silbando por mi cabeza en una procesión frenética e imparable: Sagrado Corazón, criminales grasientos, herida en la cabeza, hostal horroroso… Hacia las cuatro, de pronto me di cuenta de lo idiota que había sido al no ir a recoger mis notas. Encendí la luz y revolví mi ropa a tientas, pero mientras me ataba los zapatos noté que me temblaban las manos y me acordé del vodka -definitivamente, no estaba en la forma adecuada para salir airoso de un control de alcoholemia a base de labia-, y entonces adquirí conciencia poco a poco de que estaba demasiado atontado para sacar nada en claro de mis notas aunque las tuviera.
Volví a meterme en la cama y miré el techo un rato más. Heather y el tipo del piso de al lado estornudaron de forma sincopada. De vez en cuando pasaba un coche por delante del complejo, proyectando con sus faros unos arcos gris blancuzco en mis paredes. Al cabo de un rato me acordé de mis comprimidos para la migraña y me tomé dos, en el convencimiento de que siempre me dejan noqueado (procuré no considerar la posibilidad de que fuese un efecto secundario de las migrañas en sí). Finalmente me dormí hacia las siete, justo a tiempo para que sonara el despertador.
Cuando toqué la bocina frente a la casa de Cassie, ésta bajó corriendo vestida con un atuendo respetable -un elegante traje pantalón de Chanel, negro con forro de color rosa, y los pendientes de perlas de su abuela- y saltó dentro del coche con lo que me pareció una cantidad innecesaria de energía, aunque seguramente sólo tenía prisa por guarecerse de la llovizna.
– Qué tal -dijo. Se había maquillado, cosa que la hacía parecer mayor y sofisticada, extraña-. ¿No has dormido?
– No mucho. ¿Tienes tus notas?
– Sí. Puedes echarles un vistazo mientras yo estoy dentro. ¿Quién va primero, de hecho, tú o yo?