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– No me acuerdo. ¿Conduces? Necesito echarles un repaso.

– No tengo seguro para esto -dijo, mirando el Land Rover con desdén.

– Pues no atropelles a nadie.

Salí del coche torpemente y lo rodeé hasta el otro lado, sacudiéndome la lluvia del pelo, mientras Cassie se encogía y se deslizaba en el asiento del conductor. Tiene buena letra -con cierto aire extranjero, no sé por que, pero firme y clara- y estoy muy acostumbrado a ella, pero estaba tan cansado y tenía tal resaca que sus notas ni siquiera me parecían palabras. Lo único que veía eran garabatos indescifrables hechos al azar que se ordenaban y desordenaban en la página mientras yo los contemplaba, como si de un extraño test de Rorschach se tratara. Al final me dormí, con la cabeza vibrando suavemente contra el frío cristal.

Qué duda cabe, fui el primero en subir al estrado. La verdad es que no me veo con ánimos de comentar las mil maneras en que me puse en ridículo: tartamudeé, mezclé nombres, me salté el orden de los acontecimientos y tuve que dar marcha atrás para corregirme minuciosamente desde el principio. El fiscal, MacSharry, al principio pareció confundido (hacía tiempo que nos conocíamos y por lo general soy bastante aplicado en el estrado), después alarmado y por último furioso, bajo un barniz de corrección. Tenía esa enorme foto ampliada del cadáver de Philomena Kavanagh -es un truco clásico tratar de horrorizar al jurado para despertar su necesidad de castigar a alguien, y me sorprendió vagamente que el juez lo hubiera permitido- y yo tenía que señalar cada herida y cotejarlo con las declaraciones de los sospechosos en sus confesiones (al parecer habían confesado, en efecto). Pero por algún motivo aquello fue el colmo y se evaporó la poca compostura que me quedaba. Cada vez que alzaba la vista la veía ahí, triste y maltratada, con la falda arremangada alrededor de la cintura y con la boca abierta en un impotente alarido de reproche dirigido a mí por haberle fallado.

La sala del tribunal era una sauna, con el vapor de los abrigos que empañaba las ventanas al secarse; el cuero cabelludo me picaba por el calor y notaba cómo las gotas de sudor resbalaban por mis costillas. Cuando el abogado defensor terminó de interrogarme exhibía una mirada de regocijo incrédulo y casi indecente, como un adolescente que ha conseguido meterse en las bragas de una chica cuando lo máximo que esperaba era un beso. Hasta los miembros del jurado -que se agitaban y se lanzaban miradas de soslayo- parecían apurados por mí.

Bajé del estrado temblando de pies a cabeza. Mis piernas parecían de gelatina; por un segundo pensé que tendría que agarrarme a una barandilla para mantenerme en pie. Cuando has acabado de presentar las pruebas se te permite continuar asistiendo al juicio, y a Cassie le sorprendería no verme allí, pero no podía hacerlo. Ella no necesitaba apoyo moral; seguro que lo haría bien, y por infantil que pudiera parecer eso me hacía sentir aún peor. Sabía que el caso Devlin la tenía preocupada, y también a Sam, pero ambos se las componían para mantener el tipo sin ni siquiera mostrar que se esforzasen demasiado. Yo era el único que palpitaba, farfullaba y se asustaba de las sombras como un actor secundario de Alguien voló sobre el nido del cuco. No creía poder soportar estar sentado en la sala y ver cómo Cassie desenredaba con naturalidad y de forma inconsciente todo el embrollo en que yo había convertido varios meses de trabajo.

Aún llovía. Encontré un pequeño pub inexorablemente lúgubre en una calle lateral -tres individuos en una mesa del rincón me identificaron como poli de un solo vistazo y cambiaron de tema de conversación como si nada-, pedí un whisky caliente y me senté. El camarero me plantó el vaso delante y volvió a su página de las carreras sin intención de devolverme el cambio. Tomé un sorbo largo con el que me quemé el paladar, recosté la cabeza y cerré los ojos.

Los tipejos del rincón habían pasado a la ex novia de alguien:

– Entonces le digo: «La manutención no dice nada de vestirlo como a ese capullo de R Diddy [18], si quieres que lleve unas Nike se las compras tú misma, joder…».

Estaban comiendo unos sándwiches tostados cuyo olor salobre y químico me produjo náuseas. Al otro lado de la ventana, la lluvia caía a cántaros por un canalón.

Por extraño que parezca, apenas acababa de darme cuenta, ahí arriba en el estrado con el reflejo del pánico en los ojos de MacSharry, de que me estaba yendo a pique. Hasta entonces era consciente de que dormía menos de lo habitual y bebía más, de que estaba irascible y distraído y parecía que hasta veía cosas, pero ningún incidente concreto me había resultado especialmente siniestro o alarmante en sí mismo. Sólo ahora el esquema completo se alzaba y se abatía sobre mí, violenta y estridentemente claro, y me daba un miedo de muerte.

Mi instinto me gritaba que abandonara ese caso horrible y peligroso, que me alejara de él cuanto me fuera posible. Me debían bastantes días de vacaciones, podía utilizar parte de mis ahorros para alquilar un pequeño apartamento en París o Florencia durante unas semanas, pasear sobre adoquines y pasarme el día escuchando plácidamente un idioma que no entendía; y no volver hasta que todo hubiera terminado. Pero supe, con sombría certeza, que eso era imposible. Era demasiado tarde para retirarme de la investigación; difícilmente podría explicarle a O'Kelly que de repente me había dado cuenta, cuando llevaba semanas en el caso, de que en realidad yo era Adam Ryan, y cualquier otra excusa implicaría que había perdido el control y básicamente acabaría con mi carrera. Sabía que tenía que hacer algo antes de que la gente empezara a advertir que me estaba desmoronando y el hombrecillo de la bata blanca viniera para llevarme con él, pero por mi vida que no se me ocurría nada que pudiera servir de lo más mínimo.

Me terminé el whisky caliente y pedí otro. El camarero puso un partido de billar en la tele; el murmullo quedo y refinado del presentador se fundía suavemente con la lluvia. Los tipejos del rincón se fueron dando un portazo y oí una risa estridente en el exterior. Finalmente, el camarero recogió mi vaso a modo de indirecta y comprendí que quería que me marchara.

Fui al baño y me mojé la cara. En el espejo verdoso y salpicado de mugre parecía salido de una película de zombis: boca abierta, enormes bolsas oscuras debajo de los ojos, pelo tieso en mechones puntiagudos… «Esto es ridículo -pensé, en un horrible ataque de asombro vertiginoso y distante-. ¿Cómo ha sucedido? ¿Cómo diablos he acabado aquí?»

Regresé al aparcamiento de los juzgados y me senté en el coche, donde comí pastillas de menta y observé a la gente pasando a toda prisa con las cabezas gachas y los abrigos bien ceñidos. Estaba oscuro como si fuese de noche y la lluvia caía inclinada a través de los faros empapados y las farolas, encendidas ya. Al fin, mi teléfono pitó. Cassie: «¿Qué pasa? ¿Dónde estás?». Le contesté: «En el coche», y encendí las luces de posición para que me encontrara. Cuando me vio en el asiento del copiloto, tardó un poco en reaccionar antes de correr al otro lado.

– Bah -dijo, retorciéndose detrás del volante y sacudiéndose la lluvia del pelo. Le había caído una gota en las pestañas y una lágrima de máscara negra le corría pómulo abajo, dándole un aire de Colombina moderna-. Ya no me acordaba de lo gilipollas que son. Cuando he contado que se mearon en la cama de esa mujer, han empezado a burlarse; su abogado les hacía gestos para que se callasen. ¿Y a ti qué te ha pasado? ¿Por qué conduzco yo?

– Tengo migraña -dije. Cassie estaba girando el retrovisor hacia abajo para comprobar su maquillaje, pero detuvo la mano de golpe cuando sus ojos, redondos y aprensivos, se cruzaron con los míos en el espejo-. Creo que la he jodido, Cass.

Se habría enterado de todos modos. MacSharry llamaría a O'Kelly en cuanto se le presentara ocasión y al terminar el día toda la brigada lo sabría. Estaba tan cansado que casi soñaba; por un momento me permití pensar con nostalgia que en realidad aquello podía ser una pesadilla inducida por el vodka, de la que me despertaría para acudir a mi cita en el tribunal.

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[18] Cantante de rap estadounidense. (N. de la T.)