– ¿Cómo es de grave? -preguntó Cassie.
– Estoy bastante seguro de que ha sido una absoluta cagada; ni siquiera podía ver bien, ya no te digo pensar bien.
Era verdad, después de todo.
Orientó el espejo despacio, se lamió un dedo y se limpió la lágrima de Colombina.
– Me refería a la migraña. ¿Necesitas ir a casa?
Pensé con ansia en mi cama, en horas de sueño tranquilo antes de que Heather llegara a casa y quisiera saber dónde estaba su lejía para el baño, pero ese pensamiento se agrió rápidamente: sólo acabaría ahí tumbado, rígido y aferrándome con los puños a la sábana, mientras repasaba la escena del tribunal una y otra vez en mi cabeza.
– No, me he tomado los comprimidos en cuanto he salido. No es de las malas.
– ¿Buscamos una farmacia o te quedan suficientes?
– Tengo un montón, pero ya estoy mejor. Vámonos.
Me vi tentado de hurgar con más detalle en los horrores de mi migraña imaginaria, pero el arte de mentir consiste en saber cuándo parar y yo siempre he tenido una especie de instinto para eso. No tenía ni idea, y sigo sin tenerla, de si Cassie me creyó. Dio marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento con un giro rápido y espectacular mientras la lluvia resbalaba desde los limpiaparabrisas y se metió en el flujo del tráfico.
– ¿Cómo te ha ido a ti? -pregunté de repente, mientras avanzábamos lentamente por los muelles.
– Bien. Me da la sensación de que su abogado alegará que fueron confesiones obtenidas bajo coacción, pero el jurado no se lo tragará.
– Estupendo -dije-. Estupendo.
Mi teléfono cobró vida histéricamente casi en el instante en que entrábamos en la sala de investigaciones. Era O'Kelly, pidiendo que fuera a su despacho; a MacSharry le había faltado tiempo. Le solté el cuento de la migraña. Lo único bueno de las migrañas es que son una excusa perfecta: te inhabilitan, no son culpa tuya, pueden durar el tiempo que necesites y nadie puede demostrar que no las tengas. Al menos yo parecía realmente enfermo. O'Kelly hizo algunos comentarios desdeñosos respecto a que las migrañas eran «mierda de mujeres», pero recuperé un mínimo de su respeto al insistir valientemente en quedarme en el trabajo.
Volví a la sala de investigaciones. Sam acababa de llegar de no sé dónde calado hasta los huesos, y su abrigo de tweed olía un poco a perro mojado.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó.
Lo dijo en un tono natural, pero su mirada se desplazó hacia mí por encima del hombro de Cassie, para alejarse otra vez rápidamente. Radio macuto ya había cumplido con su deber.
– Bien. Migraña -respondió Cassie, señalándome con la cabeza.
A esas alturas empezaba a sentirme como si la tuviera de veras. Pestañeé para intentar enfocar.
– Las migrañas son terribles -comentó Sam-. Mi madre también las padece. A veces debe permanecer tumbada en una habitación a oscuras durante días, con hielo en la cabeza. ¿Estás bien para trabajar?
– Sí -dije-. ¿Tú qué estabas haciendo?
Sam lanzó una mirada a Cassie.
– Está bien -aseguró ésta-. Ese juicio daría dolor de cabeza a cualquiera. ¿Dónde estabas?
Se quitó el abrigo chorreante, lo miró con aire dubitativo y lo dejó en una silla.
– He ido a charlar un rato con los Cuatro Magníficos.
– A O'Kelly le encantará saberlo -dije. Me senté y me presioné las sienes con el índice y el pulgar-. Te aviso de que hoy no es su mejor día.
– No, ha ido muy bien. Les he contado que los manifestantes habían estado causando problemas a algunos partidarios de la autopista; no he concretado, pero creo que han pensado que hablaba de vandalismo. Y que sólo quería comprobar que ellos estuvieran bien. -Sam sonrió, y me di cuenta de que estaba muy emocionado con su día y sólo se reprimía porque sabía cómo había sido el mío-. Todos se han puesto ansiosos por saber cómo me había enterado de su implicación en lo de Knocknaree, pero yo he actuado como si eso no fuera nada del otro mundo. Hemos mantenido una pequeña charla, me he asegurado de que ninguno de ellos hubiera sido el blanco de los manifestantes, les he aconsejado que tuvieran cuidado y me he ido. Ninguno se ha dignado darme las gracias, ¿os lo podéis creer? Un encanto de personas, ya lo creo.
– ¿Y? -inquirí-. Me parece que eso ya lo sabíamos todos.
No quise ser estirado, pero cada vez que cerraba los ojos veía el cuerpo de Philomena Kavanagh, y cuando los abría veía las fotos de la escena del crimen de Katy repartidas por la pizarra, detrás de la cabeza de Sam, y no estaba de humor para él, sus resultados y su tacto.
– Pues que Ken McClintock, el tío de Dynamo -continuó Sam, imperturbable-, se pasó todo el mes de abril en Singapur; no sé si sabéis que ahí es por donde este año se dejan caer todos los promotores inmobiliarios que molan. Ése está descartado: no pudo hacer llamadas anónimas desde teléfonos de Dublín. ¿Y recordáis lo que dijo Devlin sobre la voz del hombre?
– Nada especialmente útil, que yo recuerde -contesté.
– No muy profunda -dijo Cassie- y acento rural, pero sin un timbre característico. Quizá de mediana edad.
Estaba recostada en su silla, con las piernas en cruz y los brazos doblados en la espalda con indolencia; con su elegante atuendo de juzgado resultaba casi deliberadamente incongruente en la sala de investigaciones, como una ingeniosa y vanguardista fotografía de moda.
– Exacto. Pues resulta que Conor Roche, de Global, es de Cork, acento que puede cortarse con cuchillo. Devlin lo habría detectado enseguida. Y su socio, Jeff Barnes, es inglés y además tiene voz de oso. Eso nos deja sólo con -Sam dibujó un círculo alrededor del nombre en la pizarra, con un diestro y alegre ademán- Terence Andrews, de Futura, cincuenta y tres años, de Westmeath y con vocecilla de tenor. ¿Y sabéis dónde vive?
– En el centro -respondió Cassie, que empezaba a sonreír.
– Tiene un ático en los muelles. Bebe en Gresham (le he dicho que estuviera alerta si volvía andando, que con esos de izquierdas nunca se sabe) y las tres cabinas están justo en su camino a casa. Tengo a mi hombre, chicos.
No recuerdo qué hice el resto del día; me senté a mi escritorio y jugué con papel, supongo. Sam salió a hacer otro de sus recados misteriosos y Cassie fue a seguir alguna pista poco prometedora, llevándose a O'Gorman con ella y dejando al silencioso Sweeney a cargo de la línea abierta, de lo que quedé fervientemente agradecido. Después del ajetreo de las semanas anteriores, la sala casi vacía tenía un fantasmagórico aire de abandono; los escritorios de los desaparecidos refuerzos aún estaban llenos de papeles sobrantes y tazas de café que se habían olvidado de devolver a la cantina.
Le mandé un mensaje a Cassie para decirle que no me encontraba lo bastante bien para cenar en su casa; no soportaba la idea de todo ese tacto solícito. Salí del trabajo justo a tiempo para llegar a casa antes que Heather -los lunes por la tarde «va a Pilates»-, le escribí una nota diciendo que tenía migraña y me encerré con llave en mi habitación. Heather cuida su salud con la misma dedicación tenaz y minuciosa con que algunas mujeres arreglan parterres o coleccionan porcelana, pero lo bueno de eso es que muestra por las dolencias de las demás personas el mismo respeto sobrecogido que por las suyas. En consecuencia, aquella noche me dejaría en paz y mantendría el volumen del televisor bajo.
Sobre todo no podía liberarme de la sensación que había acabado con mi última oportunidad en el juzgado: la sensación creciente y constante de que la foto de MacSharry de Philomena Kavanagh me recordaba algo, aunque no tenía ni idea de qué. Parece un problema menor, especialmente si tenemos en cuenta el día que había tenido, y sin duda lo sería para otra persona. La mayoría de la gente no tiene por qué saber lo bribona y salvaje que puede volverse la memoria, convirtiéndose en una fuerza en sí misma con la que uno tiene que lidiar.