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Perder un trozo de memoria es peliagudo, es un maremoto que provoca cambios y movimientos demasiado lejos del epicentro como para poder predecirlos fácilmente. A partir de aquel día, cualquier tontería medio recordada brilla con el aura de un potencial hipnótico y aterrador: podría ser una nimiedad o podría ser La Gran Cosa que abra tu vida y tu mente de par en par. A lo largo de los años, como quien vive encima de una falla sísmica, había llegado a confiar en el equilibrio del statu quo, a creer que si La Gran Cosa no había aparecido hasta entonces ya no iba a hacerlo; pero desde que nos hicimos cargo del caso de Katy Devlin los temblores y ruidos iban en aumento y no presagiaban nada bueno, y yo ya no estaba tan seguro. La foto de Philomena Kavanagh abierta de brazos y piernas podía haberme recordado alguna escena de un programa de televisión o bien algo lo bastante terrible como para dejar mi mente en blanco durante veinte años. Y no tenía modo de saber cuál de las dos cosas era.

Al final resultó no ser ninguna de las dos. Me vino en plena noche, mientras entraba y salía de un sueño intermitente y agitado; me vino con tanta fuerza que me desperté de golpe y me enderecé con el corazón palpitante. Busqué el interruptor de la lámpara de noche y me quedé mirando la pared mientras pequeñas motas transparentes se arremolinaban delante de mis ojos.

Incluso antes de llegar cerca del claro percibimos que había algo diferente, que algo iba mal. Los sonidos eran confusos e irregulares y había demasiados gruñidos, jadeos y chillidos sofocados con pequeñas y salvajes explosiones, más amenazadoras que un rugido. «Agachaos», susurró Peter, y nos pegamos más al suelo. Las raíces y las ramitas caídas se nos enganchaban a la ropa y los pies me hervían dentro de las zapatillas. Un día caluroso, caluroso y en calma, con un cielo azul brillante que aparecía y desaparecía entre las hojas. Nos deslizamos por el sotobosque con movimientos lentos: polvo en la boca, destellos de sol, la horrible y persistente danza de una mosca, tan ruidosa como una motosierra pegada al oído. Abejas en las moras unos metros más allá y un hilo de sudor bajándome por la espalda. El codo de Peter en una esquina de mi campo de visión, dirigiéndose hacia delante con la prudencia de un gato; el parpadeo rápido de Jamie, detrás de un tallo de hierba coronado por unos granos.

Había demasiada gente en el claro. Metallica sostenía los brazos de Sandra pegados contra el suelo y el Gafas le sostenía las piernas, y Ántrax estaba encima de ella. Tenía la falda arrugada alrededor de la cintura y unas carreras enormes en las medias. Su boca, detrás del hombro en movimiento de Ántrax, estaba inmóvil, abierta y negra, y surcada por franjas de pelo rubio rojizo. Hacía unos ruidos raros, como si intentara gritar y en lugar de eso se atragantara. Metallica le dio un golpe hábil y ella se calló.

Corrimos sin que nos importara si nos veían, y sin oír los gritos -«¡Dios!», «¡Fuera de aquí, coño!»- hasta después. Jamie y yo vimos a Sandra al día siguiente en la tienda. Llevaba un gran jersey y tenía unas manchas oscuras debajo de los ojos. Sabíamos que nos había visto, pero no nos miramos.

Era alguna hora infame de la madrugada, pero de todos modos llamé al móvil de Cassie.

– ¿Estás bien? -preguntó, y sonó despeinada y soñolienta.

– Sí. Tengo algo, Cass.

Bostezó.

– Dios. Será mejor que sea algo bueno, cara de memo. ¿Qué hora es?

– No lo sé. Escucha: en algún momento de aquel verano, Peter, Jamie y yo vimos a Jonathan Devlin y sus amigos violar a una chica.

Hubo una pausa. Luego Cassie dijo, mucho más despierta:

– ¿Estás seguro? A lo mejor lo malinterpretasteis…

– No, no hay duda. Ella intentó gritar y uno de ellos la golpeó. La estaban sosteniendo.

– ¿Os vieron?

– Sí, sí. Corrimos y salieron detrás de nosotros gritando.

– Maldita sea -exclamó. Pude sentir cómo poco a poco empezaba a comprender: una niña violada, un violador en la familia, dos testigos desaparecidos… Estábamos a un paso de conseguir una orden-. Maldita sea… Bien hecho, Ryan. ¿Sabes cómo se llamaba la chica?

– Sandra no sé qué.

– ¿La que ya mencionaste? Empezaremos a buscarla mañana.

– Cassie -dije-, si esto resulta, ¿cómo diablos vamos a explicar cómo lo supimos?

– Oye, Rob, no nos preocupemos por eso todavía, ¿de acuerdo? Si encontramos a Sandra, ella será el testigo que necesitamos. Si no, vamos a por Devlin, lo atacamos con todos los detalles y lo volvemos loco hasta que confiese… Ya encontraremos el modo.

Su confianza ciega en que los detalles serían correctos casi hizo que me echara atrás. Tuve que tragar saliva para que no se me quebrara la voz:

– ¿Qué prescripción tienen las violaciones? ¿Podemos cogerlo por eso aun en el caso de que no tengamos suficientes pruebas para lo otro?

– No me acuerdo. Ya lo averiguaremos por la mañana. ¿Vas a poder dormir o estás demasiado excitado?

– Lo segundo -le contesté. Estaba casi histérico; me sentía como si me hubieran inyectado sidra en las venas-. ¿Hablamos un rato?

– Claro -respondió Cassie.

La oí enroscarse más cómodamente en la cama, con un susurro de sábanas; encontré mi botella de vodka y aguanté el auricular debajo de la oreja mientras me servía un trago.

Me habló de cuando tenía nueve años y convenció a todos los demás niños del pueblo de que había un lobo mágico viviendo en las colinas de al lado.

– Dije que había encontrado una carta bajo los tablones de mi suelo donde decía que llevaba allí cuatrocientos años y que tenía un mapa atado al cuello que nos indicaría dónde había un tesoro. Organicé a todos los niños en una pandilla; Dios, qué marimandona era. Y cada fin de semana nos íbamos a las colinas a buscar al lobo. Huíamos gritando cada vez que veíamos un perro ovejero, nos caíamos en riachuelos y nos lo pasábamos de miedo…

Me estiré en la cama y tomé un sorbo de vodka. Mi nivel de adrenalina empezaba a normalizarse y la cadencia suave de la voz de Cassie me calmó; me sentí arropado y confortablemente agotado, como un crío después de un día muy largo.

– Y tampoco es que fuese un pastor alemán o algo así -estoy seguro de que la oí decir-, era demasiado grande y tenía un aspecto completamente distinto… -Pero yo ya estaba dormido.

Capítulo 12

Por la mañana comenzamos a seguirle la pista a una tal Sandra o Alexandra no sé qué que había vivido en o cerca de Knocknaree en 1984. Fue una de las mañanas más frustrantes de mi vida. Llamé a la oficina del censo y una mujer poco interesada y con voz nasal me dijo que no podía proporcionarme ninguna información sin una orden judicial. Cuando empecé a contarle con vehemencia que aquello tenía relación con una niña asesinada y comprendió que no pensaba dejarlo correr, me informó de que tenía que hablar con otra persona, me puso en espera (Eine Kleine Nachtmusik, en apariencia ejecutada con un solo dedo en Casio vintage), y al fin me puso con otra mujer con idéntica falta de interés que me hizo pasar por el mismo proceso.

Frente a mí, Cassie intentaba hacerse con el registro electoral del distrito de Dublín suroeste de 1988 -año en el que, con casi toda seguridad, Sandra ya debía de tener edad suficiente para votar, aunque probablemente no para independizarse-, con los mismos resultados; podía oír un sonido empalagoso y falso indicándole, a intervalos, que su llamada era importante para ellos y que sería atendida por orden de recepción. Estaba aburrida e inquieta y cambiaba de postura cada treinta segundos: sentada con las piernas cruzadas, encaramada a la mesa, haciendo girar la silla una y otra vez hasta hacerse un lío con el cable del teléfono… Yo tenía los ojos empañados por la falta de sueño, el cuerpo pegajoso por el sudor -la calefacción central estaba al máximo, aunque ni siquiera hacía frío- y me faltaba poco para ponerme a gritar.