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– A la mierda -dije finalmente, colgando el auricular de golpe. Sabía que Eine Kleine Nachtmusik sonaría en mi cabeza durante semanas-. Esto no tiene ningún sentido.

– Su descontento es importante para nosotros -canturreó Cassie, mirándome del revés con la cabeza inclinada hacia atrás por encima del reposacabezas-, y será usted atendido por orden de recepción. Gracias por mantenerse a la espera.

– Aunque estos retrasados nos den algo, no estará grabado en disco ni será una base de datos. Serán cinco millones de cajas de zapatos repletas de papel y tendremos que examinar cada puto nombre. Tardaremos semanas.

– Y seguramente ella se habrá mudado o se habrá casado y habrá emigrado y muerto de todos modos, pero ¿se te ocurre una idea mejor?

De repente, se me ocurrió algo.

– Pues sí -afirmé y cogí mi abrigo-. Vamos.

– ¿Cómo? ¿Adónde?

Al pasar por delante de Cassie, hice girar su silla para orientarla hacia la puerta.

– Vamos a hablar con la señora Pamela Fitzgerald. ¿Quién es tu genio favorito?

– La verdad es que Leonard Bernstein -respondió Cassie alegremente, colgando de golpe el auricular y saltando de un brinco de la silla-, pero tú me bastarás por hoy.

Hicimos un alto en la tienda de Lowry y compramos una caja de galletas de mantequilla escocesas para la señora Fitzgerald, como compensación por no haber encontrado todavía su monedero. Craso error: esa generación es obsesivamente competitiva respecto a la generosidad, y las galletas provocaron que ella sacara una bolsa de bollos del congelador, los descongelara en el microondas, los untara con mantequilla y vertiera mermelada en una pequeña fuente descascarillada, mientras yo permanecía sentado en el borde de su resbaladizo sofá meneando una pierna de forma compulsiva hasta que Cassie me lanzó una horrible mirada y me sentí obligado a parar. Sabía que yo también tendría que comerme aquella guarrada, de lo contrario, la fase «Ajá, continúe» podía alargarse durante horas.

La señora Fitzgerald nos observó con dureza y con los ojos entornados, hasta que cada uno de nosotros bebió un sorbo de té -estaba tan fuerte que noté cómo se me arrugaba la boca- y tomó un bocado. Entonces soltó un suspiro de satisfacción y se acomodó en su butaca.

– Me encantan los bollos blancos -señaló-. Los de fruta se me pegan en la dentadura postiza.

– Señora Fitzgerald -comenzó Cassie-, ¿recuerda a los dos niños que desaparecieron en el bosque hace unos veinte años?

Me molestó, súbita e intensamente, el hecho de necesitar que lo preguntara ella, pero no tuve el valor de hacerlo yo mismo. Estaba supersticiosamente seguro de que un temblor en mi voz me delataría, haría que la señora Fitzgerald desconfiara de mí lo suficiente como para mirarme más fijamente y se acordara de aquel tercer niño. Entonces sí que tendríamos que quedarnos allí todo el día.

– Por supuesto -soltó con indignación-. Aquello fue espantoso. No encontraron ni rastro de ellos. No tuvieron ni un funeral decente ni nada de nada.

– ¿Qué cree que les ocurrió? -preguntó Cassie de súbito.

Quise darle un puntapié por hacernos perder el tiempo, pero aunque no me gustara entendía por qué se lo había preguntado. La señora Fitzgerald parecía una vieja astuta sacada de un cuento de hadas que nos observara desde una cabaña destartalada en el bosque, pícara y alerta; de algún modo, no podías evitar creer que te acabaría dando la respuesta a tu acertijo, aunque fuera demasiado críptico para poder desentrañarlo.

Examinó atentamente su bollo, le dio un mordisco y se limpió los labios con una servilleta de papel. Nos estaba haciendo esperar, deleitándose con el suspense.

– Algún tarado los arrojó al río -respondió al fin-. Que Dios los tenga en su gloria. Algún desgraciado al que no deberían haber dejado salir nunca.

Como de costumbre, mi cuerpo reaccionaba de forma exasperante y automática ante esta conversación, me temblaban las manos y se me aceleraba el pulso. Dejé la taza sobre la mesa.

– Entonces, usted cree que fueron asesinados -apunté, poniendo la voz más grave para asegurarme de mantenerla bajo control.

– Claro, ¿qué si no, jovencito? Mamá, que en paz descanse, aunque por aquel entonces aún estaba viva, murió hace tres años de gripe; pues ella siempre afirmó que se los había llevado el Pooka. Pero ella era terriblemente antigua, Dios la tenga en su gloria.

Eso me pilló desprevenido. El Pooka es el espantaniños de una antigua leyenda, un salvaje y travieso descendiente de Pan y antepasado de Puck. No estaba en la lista de personas de interés de Kiernan y McCabe.

– No, fueron a parar al río; de no ser así vuestra gente habría encontrado los cadáveres. Hay quien dice que rondan por el bosque, pobres chiquitines. Theresa King, la del camino de Knocknaree, los vio hace apenas un año, cuando recogía la colada.

Eso tampoco me lo esperaba, aunque probablemente debería haberlo hecho. Dos niños desaparecieron para siempre en el bosque del lugar; ¿cómo no iban a formar parte del folclore de Knocknaree? No creo en fantasmas, pero la simple idea -pequeñas formas moviéndose a la caída de la tarde, gritos sin palabras- me provocó un gélido escalofrío acompañado de una punzada de indignación: ¿cómo se atrevía a verlos esa mujer del camino, y yo en cambio no?

– En aquel momento -añadí, con la intención de volver a encarrilar la conversación-, usted le contó a la policía que había unos chicos un poco brutos que solían deambular por el lindero del bosque.

– Unos gamberros -dijo la señora Fitzgerald con deleite-. De los que escupen en el suelo y todo eso. Mi padre siempre decía que escupir era una señal inequívoca de mala educación. Ah, pero dos de ellos al final tomaron la senda correcta, eso sí. El hijo menor de Concepta Mills ahora se dedica a los ordenadores. Se acaba de mudar a la ciudad, a Blackrock, nada menos. Knocknaree no era lo bastante bueno para él. Y el muchacho de los Devlin, claro, ya hablamos de él. Es el padre de la pequeña Katy, que en paz descanse. Un hombre encantador.

– ¿Qué pasó con el tercer chico? -quise saber-. ¿Shane Waters?

Frunció los labios y tomó un remilgado sorbo de té.

– No me interesan los de su calaña.

– Ya… así que se echó a perder, ¿no? -sugirió Cassie en tono confidencial-. ¿Puedo tomar otro bollo, señora Fitzgerald? Son los más deliciosos que he probado en siglos.

Eran los únicos que había probado en siglos. Detesta los bollos porque, según ella, «no saben a comida».

– Claro, querida; seguro que te vendría bien ganar algo de peso. Tengo muchos más. Ahora que mi hija me ha regalado un microondas, hago seis docenas de una vez y los meto en el congelador hasta que los necesito.

Cassie eligió su bollo con un gran aspaviento adulador, le dio un buen mordisco y masculló: «Mmm». Si se comía los suficientes como para que la señora Fitzgerald creyera necesario calentar algunos más, estaba dispuesto a romperle la crisma. Se tragó el trozo de bollo y le preguntó:

– ¿Shane Waters todavía vive en Knocknaree?

– En la prisión de Mountjoy -señaló la señora Fitzgerald, confiriendo a sus palabras una carga siniestra-. Ahí es donde vive. Él y otro tipo atracaron una gasolinera con una navaja y aterrorizaron al pobre muchacho que trabajaba allí. Su madre siempre aseguraba que no era un mal chico, sólo que era muy influenciable, pero que tampoco había para tanto.

Por un momento deseé podérsela presentar a Sam. Se habrían caído bien.

– Usted le dijo a la policía que había unas chicas que solían pasar el rato con ellos -indiqué, preparando mi libreta.