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Capítulo 2

Nos hicimos cargo del caso Devlin la mañana de un miércoles de agosto. De acuerdo con mis notas eran las 11.48, así que todos los demás habían salido por café. Cassie y yo estábamos jugando a Worms en mi ordenador.

– ¡Ja! -exclamó ella, lanzando uno de sus gusanos contra uno de los míos con un bate de béisbol y arrojándolo por un acantilado.

Mi gusano, Barrendero Willy, me chilló: «¡Oh, ése es mi chico!» mientras caía al océano.

– Me he dejado ganar -aseguré.

– Por supuesto -respondió Cassie-. Ningún hombre de verdad podría ser derrotado por una chica. Hasta el gusano lo sabe: sólo un marica con los huevos como pasas y sin testosterona podría…

– Afortunadamente estoy lo bastante seguro de mi masculinidad como para no sentirme amenazado ni remotamente por…

– Chis -dijo Cassie, girándome la cara de nuevo hacia el monitor-. Buen chico. Ahora a callar, pórtate bien y juega con tu gusano. Dios sabe que no lo hará nadie más.

– Creo que pediré el traslado a un sitio más agradable y tranquilo, como la Unidad de Emergencia -contesté.

– Ahí necesitan respuestas rápidas, cariño -replicó Cassie-. Si tardas media hora en decidir qué hacer con un gusano imaginario, no van a dejar que te encargues de los rehenes.

En aquel instante O'Kelly irrumpió en las oficinas de la brigada.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó.

Cassie apagó la pantalla rápidamente: uno de sus gusanos se llamaba O'Smelly [4] y lo había estado metiendo a propósito en situaciones desesperadas para ver cómo la oveja explosiva lo hacía volar por los aires.

– Tomándose un descanso -expliqué.

– Unos arqueólogos han encontrado un cuerpo. ¿Quién se queda el caso?

– Nosotros -respondió Cassie, impulsándose con el pie en mi silla para rodar con la suya hasta su mesa.

– ¿Por qué nosotros? -quise saber-. ¿Es que no pueden encargarse los forenses?

Los arqueólogos están obligados por ley a avisar a la policía si encuentran restos humanos a menos de dos metros y medio de profundidad bajo el nivel del suelo. Es el procedimiento habitual, por si a algún genio se le ocurre ocultar un asesinato enterrando el cadáver en un cementerio del siglo xiv con la esperanza de que se considere que los restos son de la Edad Media. Supongo que creen que cualquiera que se atreva a cavar más de dos metros y medio y no sea descubierto merece cierta indulgencia por su gran dedicación. Los agentes uniformados y los forenses reciben llamadas con bastante regularidad, como cuando hay hundimientos o la erosión saca a la superficie un esqueleto, pero no suele ser más que una formalidad, ya que es relativamente fácil distinguir unos restos recientes de unos antiguos. Los detectives sólo son requeridos en circunstancias excepcionales, por lo general cuando una turbera ha conservado la carne y los huesos están en tan buen estado que el cuerpo guarda la rotunda inmediatez de un cadáver fresco.

– Esta vez no -explicó O'Kelly-. Es reciente. Una mujer joven, parece un asesinato. Los agentes uniformados nos han reclamado. Están en Knocknaree, así que no tendréis que pernoctar allí.

Algo raro le pasó a mi respiración. Cassie dejó de meter cosas en su mochila y sentí que su mirada se posaba en mí durante medio segundo.

– Lo siento, señor, pero la verdad es que ahora mismo no podemos hacernos cargo de otra investigación de asesinato. Estamos en pleno follón del caso McLoughlin y…

– No te ha importado cuando has creído que sólo se trataba de conseguir una tarde libre, Maddox -la interrumpió O'Kelly. Le tiene antipatía a Cassie por una serie de motivos increíblemente previsibles (su sexo, su ropa, su edad, su historial semiheroico), y esa previsibilidad irrita a Cassie mucho más que la antipatía-. Si teníais tiempo para pasar un día en el campo, también lo tenéis para una investigación seria. Los del Departamento Técnico ya están de camino.

Y se fue.

– Oh, mierda -dijo Cassie-. Oh, mierda, menudo gilipollas. Ryan, lo siento mucho, no sabía que…

– No pasa nada, Cass -respondí.

Una de las mejores cosas que tiene Cassie es que sabe cuándo cerrar la boca y dejarte en paz. Le tocaba a ella conducir, pero escogió mi coche de camuflaje favorito, un Saab del 98 que funciona de muerte, y me lanzó las llaves. Ya en el coche, sacó el portacedés de su mochila y me lo pasó; el conductor elige la música, pero yo suelo olvidarme de traerla. Opté por lo primero que me pareció que tendría unos bajos potentes y subí el volumen.

No había vuelto a Knocknaree desde aquel verano. Entré en el internado pocas semanas después de cuando debería haberlo hecho Jamie, aunque no en el mismo; el mío estaba en Wiltshire, lo más lejos que mis padres podían permitirse, y cuando volvía para Navidades nos quedábamos en Leixlip, al otro lado de Dublín. Después de dar con la autovía, Cassie tuvo que sacar el mapa y buscar la salida y guiarnos luego por carreteras secundarias llenas de baches y hierba en los arcenes, con matas que crecían salvajes y arañaban las ventanillas.

Obviamente, siempre he deseado recordar qué sucedió en ese bosque. Las pocas personas que están al corriente del asunto de Knocknaree sugieren invariablemente, tarde o temprano, que pruebe la regresión hipnótica, pero por alguna razón esa idea me resulta desagradable. Recelo de todo aquello que tenga algún tufillo a New Age, no por las prácticas en sí, que por lo poco que conozco desde una distancia prudencial pueden tener su qué, sino por quienes las usan, gente que siempre parecen ser de los que te acorralan en las fiestas para explicarte cómo descubrieron que son unos supervivientes y merecen ser felices. Me preocupa salir de la hipnosis con esa mirada edulcorada de iluminación autosatisfecha, como un quinceañero que acaba de descubrir a Kerouac, y ponerme a practicar el proselitismo en los pubs.

El yacimiento de Knocknaree era un campo inmenso ubicado en una pendiente poco pronunciada, en la ladera de una colina. Estaba removido hasta las entrañas, rebosante de incomprensibles elementos arqueológicos: zanjas, pilas de tierra gigantes, casetas prefabricadas, fragmentos de muros de piedra áspera diseminados como si se tratara del contorno de un estrambótico laberinto, que le daban un aire surrealista y posnuclear. Uno de sus lados estaba flanqueado por una gruesa hilera de árboles y otro por un muro (con pulcros gabletes que asomaban por encima) que se extendía desde los árboles hasta la carretera. Hacia lo alto de la pendiente, cerca del muro, los técnicos estaban apiñados en torno a algo acordonado con la cinta blanca y azul que se usa para las escenas de un crimen. Seguramente los conocía a todos, pero el contexto -monos blancos, manos enguantadas y atareadas, indescriptibles y delicados instrumentos- los transformaba en algo ajeno y siniestro y seguramente relacionado con la CIA. Había uno o dos objetos identificables que resultaban lógicos y reconfortantes como un libro con ilustraciones: una casa de labor baja y encalada al lado de la carretera, con un perro pastor blanco y negro que se desperezaba enfrente moviendo las patas, y una torre de piedra cubierta de hiedra que ondulaba como agua bajo la brisa. La luz palpitaba desde un oscuro tramo de río que surcaba un rincón del campo.

talones de zapatillas se hunden en la tierra de la orilla, sombras de hojas que motean una camiseta roja, cañas de pescar hechas con ramas y cordel, matar a los mosquitos de un manotazo. ¡Silencio! Asustarás a los peces…

En este campo era donde había estado el bosque veinte años atrás. El único vestigio que quedaba de él era la franja de árboles. Yo había vivido en una de las casas al otro lado del muro.

No me esperaba esto. No miro las noticias irlandesas, pues siempre se transmutan en una maraña de políticos con idéntica mirada de sociópata que articulan un ruido de fondo sin sentido y mareante, como el barullo que produce un disco de 33 revoluciones puesto a 45. Me limito a las noticias internacionales, en las que la distancia proporciona la simplificación suficiente como para ofrecer la reconfortante ilusión de que hay alguna diferencia entre los distintos jugadores. Yo sabía, por una vaga osmosis, de la existencia de un yacimiento arqueológico en algún lugar en los alrededores de Knocknaree y que había cierta controversia al respecto, pero desconocía los detalles y la ubicación exacta. No me esperaba esto.

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[4] Smelly: apestoso; juego de palabras entre O'Smelly y O'Kelly. (N. de la T.)