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Succionó a través de la dentadura postiza con desaprobación.

– Un par de frescas. En mi época no me importaba enseñar un poco de pierna; es la mejor forma de llamar la atención de los chicos, ¿verdad? -Me guiñó el ojo y se rió con un cacareo oxidado, pero la cara se le iluminó dejando entrever que había sido muy guapa, una chica dulce y atrevida de ojos vivarachos-. Pero esa vestimenta que se ponían para los chicos… qué forma de despilfarrar el dinero. Para la poca ropa que llevaban, podían haber ido en cueros. Hoy en día todas visten así, con unos tops que dejan la barriga al aire y pantalones cortos y todo eso, pero entonces aún quedaba algo de decencia.

– ¿Recuerda sus nombres?

– Déjame pensar. Una de ellas era la hija mayor de Marie Gallagher. Lleva ya quince años en Londres y viene cada dos por tres para lucirse con su ropa estrambótica y presumir de tener un trabajo importante, pero Marie dice que, a fin de cuentas, no es más que una especie de secretaria. Siempre había sido un poco creída. -Se me cayó el alma a los pies: Londres. Pero la señora Fitzgerald dio un buen trago a su té y levantó un dedo-. Claire, eso es. Claire Gallagher, todavía; nunca se casó. Salió con un divorciado durante unos años y eso tuvo angustiada a Marie, pero no duró.

– ¿Y la otra chica? -pregunté.

– Ah, ella aún está aquí. Vive con su madre en el callejón de Knocknaree, al final de la urbanización; en la zona peligrosa, ya me entendéis. Con dos críos y sin marido. Claro que, ¿qué más se puede esperar? Si andas buscando problemas, no tienes que ir muy lejos para encontrarlos. Es una de las hijas de los Scully. Jackie es la que se casó con aquel Wicklow, Tracy es la que trabaja en la agencia de apuestas… Sandra, así se llama. Sandra Scully. Acábate el bollo -le ordenó a Cassie, que lo había dejado disimuladamente en la mesa e intentaba fingir que se había olvidado de su existencia.

– Muchas gracias, señora Fitzgerald. Nos ha sido de gran ayuda -concluí.

Cassie aprovechó para meterse el resto del bollo en la boca y hacerlo bajar con el té. Me guardé la libreta y me levanté.

– Esperad un momento -dijo la señora Fitzgerald, agitando una mano hacia mí. Renqueó hacia la cocina y regresó con una bolsa de plástico llena de bollos congelados que presionó contra la mano de Cassie-. Aquí tienes. Esto es para ti. No, no, no -insistió ante las protestas de Cassie, y es que, gustos personales aparte, se supone que no debemos aceptar regalos de los testigos-. Te harán bien. Eres una chica encantadora. Compártelos con este compañero tuyo si sabe comportarse.

La zona peligrosa de la urbanización (por lo que recuerdo, nunca antes había estado allí; todas nuestras madres nos advertían: que nos mantuviéramos alejados) no era en realidad tan diferente de la zona segura. Las casas eran un poco más deprimentes y en algunos de los jardines crecían malas hierbas y margaritas. El muro que había al final del camino de Knocknaree estaba salpicado de pintadas, pero todas eran bastante moderadas -«Viva el Liverpool», «Martina y Conor juntos para siempre», «Jonesy es gay»- y la mayoría parecían hechas con rotulador; en realidad, eran casi pintorescas comparadas con las que se ven en las zonas realmente duras. Si hubiera tenido que dejar mi coche aparcado allí toda la noche por alguna razón, no me habría dejado llevar por el pánico.

Sandra abrió la puerta. Por un momento no estuve seguro; no tenía el mismo aspecto con el que la recordaba. Resultó ser una de esas chicas que florecen temprano y al cabo de pocos años se marchitan, abrumadas. En mi confusa imagen mental, era firme y sensual como un melocotón maduro, con aquel halo pelirrojo y dorado de brillantes rizos al estilo de los ochenta, pero la mujer de la puerta estaba hinchada y abatida, tenía una mirada cansada y desconfiada y el pelo teñido de color latón apagado. Una punzada de angustia me atravesó el cuerpo. Casi deseé que no fuera ella.

– ¿Puedo ayudarles? -preguntó.

Su voz era más profunda y tenía un deje ronco, pero pude reconocer el tono dulce y entrecortado. («Eh, ¿cuál de ellos es tu chico?» Una uña brillante saltaba de Peter a mí, mientras Jamie negaba con la cabeza y decía: «¡Puaj!». Sandra se rió, golpeando con los pies en el muro: «¡Dentro de poco cambiarás de opinión!».)

– ¿Señora Sandra Scully? -le pregunté.

Asintió con cautela. Vi cómo se percató de que éramos policías mucho antes de sacar nuestras placas y cómo se puso a la defensiva. En algún lugar de la casa, un niño pequeño daba gritos y golpeaba un objeto metálico.

– Soy el detective Ryan y ella es la detective Maddox. A mí compañera le gustaría hablar con usted unos minutos.

Cassie captó la señal y noté cómo se ponía junto a mí casi imperceptiblemente. Si yo no hubiera estado seguro, habría dicho «a nosotros» y le habríamos formulado juntos las preguntas rutinarias del caso Katy Devlin hasta que yo me decidiera. Pero estaba seguro, y era probable que Sandra se sintiera más cómoda hablando de aquello sin la presencia de un hombre en la habitación.

Sandra apretó la mandíbula.

– ¿Es por Declan? Porque ya le pueden decir a esa vieja furcia que después de la última vez le quité el estéreo, así que si oye algo serán voces dentro de su cabeza.

– No, no, no -le respondió Cassie tranquilamente-. No es nada de eso. Estamos trabajando en un caso antiguo y hemos pensado que usted tal vez recuerde algún detalle que nos pueda ser de ayuda. ¿Puedo entrar?

Sandra miró fijamente a Cassie y luego se encogió de hombros, vencida.

– ¿Tengo otra opción?

Dio un paso atrás y abrió un poco la puerta; pude oler que había algo friéndose.

– Gracias -añadió Cassie-. Intentaré no robarle demasiado tiempo.

Al entrar en la casa, me miró por encima del hombro y me lanzó un pequeño guiño tranquilizador. Después, la puerta se cerró de un portazo tras ella.

Cassie estuvo allí mucho tiempo. Yo me quedé sentado en el coche y me fumé un cigarrillo tras otro hasta que se me acabaron; entonces me mordí las cutículas, tamborileé Eine Kleine Nachtmusik contra el volante y, con la llave de contacto, aparté la porquería que había en el salpicadero. Deseaba con locura haber pensado en ponerle a Cassie un micrófono, o algo por el estilo, por si en algún momento podía ser de ayuda que yo entrara. No es que desconfiara de ella, pero no estuvo allí aquel día y yo sí, y Sandra parecía haberse transformado en una tía dura en algún punto del camino, y no tenía la certeza de que Cassie supiera hacer las preguntas adecuadas. Al bajar las ventanillas aún pude oír al niño pequeño chillar y dar golpes; entonces la voz de Sandra se alzó con severidad, oí una bofetada y el niño se puso a berrear, más de indignación que de dolor. Recordé los impecables dientecitos blancos de Sandra al reír y el valle misterioso e impreciso del escote de su top.

Tras lo que me parecieron horas, oí cómo se cerraba la puerta y Cassie recorrió el camino de vuelta con paso enérgico. Entró en el coche y resopló con fuerza.

– Bueno. Tenías toda la razón. Le ha costado un poco empezar a hablar, pero cuando ha arrancado…

El corazón me latía con fuerza, aunque no sabía si de júbilo o de pánico.

– ¿Qué ha dicho?

Cassie ya había sacado los cigarrillos y buscaba un mechero.

– Dobla la esquina o sácalo de aquí. No le ha gustado que el coche estuviera fuera; dice que se nota que es de la poli y que los vecinos hablarán.

Salí de la urbanización, aparqué en el área de descanso que había delante del yacimiento, le gorreé a Cassie uno de sus cigarrillos de chica y encontré un mechero.

– ¿Y?

– ¿Sabes lo que ha dicho?

Cassie bajó la ventanilla con brusquedad y echó el humo afuera. De repente me di cuenta de que estaba furiosa; furiosa y agitada.

– Ha dicho: «No fue una violación ni nada de eso, sólo me obligaron a hacerlo». Lo ha dicho unas tres veces. Gracias a Dios, los niños son demasiado jóvenes para enterarse…