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Normalmente a mí también me atrae esa idea, pero en ese momento no podía pensar en ello. Durante todo el tiempo que llevábamos en este caso, desde el instante en que el coche llegó a la cima de la colina y vimos Knocknaree desplegado ante nosotros, la opaca membrana que había entre aquel día en el bosque y yo había empezado a hacerse más fina, lenta e inexorablemente. Se había vuelto tan delgada que podía oír los pequeños movimientos furtivos al otro lado: un batir de alas y patas diminutas escarbando, como una mariposa nocturna que se revuelve en el hueco de tus manos. Yo no estaba para teorías fantasiosas sobre exóticas mascotas fugadas o vestigios de alces o el monstruo del lago Ness o lo que fuera que Cassie tuviera en mente.

– No -dije-. No, Cass. Nosotros prácticamente vivíamos en ese bosque; si hubiera habido algo mayor que un zorro, lo habríamos sabido. Y los miembros de la partida de rescate habrían encontrado algún rastro. O había un mirón con peste a sudor observándoles o todo fueron imaginaciones suyas.

– De acuerdo -replicó Cassie, en un tono neutro. Volví a poner el coche en marcha-. Espera. ¿Cómo lo vamos a hacer?

– De ningún modo voy a quedarme sentado en el coche esta vez -le solté, notando que mi voz se alzaba peligrosamente.

Ella arqueó las cejas.

– Estaba pensando que, de hecho, debería… en fin, no quedarme en el coche, sino hablar con las primas y que me mandes un mensaje cuando quieras que te recoja. Devlin y tú podéis tener una charla entre hombres. Él no accederá a hablar sobre una violación si yo estoy presente.

– Oh -exclamé con torpeza-. Vale. Gracias, Cass. Me parece bien.

Se apeó del vehículo y yo me deslicé al asiento del copiloto, pensando que ella quería conducir; pero se dirigió hacia los árboles y se puso a buscar por el sotobosque hasta que encontró mi mechero.

– Aquí tienes -dijo, regresando al coche y ofreciéndome una media sonrisa-. Ahora quiero mi regalo de Navidad.

Capítulo 13

– Rob, no sé si ya lo has pensado, pero esto podría apuntar hacia una dirección totalmente distinta -afirmó Cassie al detenerme delante de la casa de los Devlin.

– ¿Qué quieres decir? -repliqué distraídamente.

– ¿Recuerdas mi comentario sobre el sentido simbólico de la violación de Katy, que no parecía algo sexual? Nos has conducido hasta alguien que no tiene un móvil sexual para querer que violaran a la hija de Devlin y que tendría que haber usado un instrumento.

– ¿Sandra? ¿De repente, después de veinte años?

– Toda la publicidad sobre Katy, el artículo del periódico, la recaudación de fondos… Eso podría haber sido el detonante.

– Cassie -dije, respirando hondo-, no soy más que un simple chico de pueblo. Prefiero concentrarme en lo obvio. Y lo obvio, ahora mismo, es Jonathan Devlin.

– Ahí queda el comentario. Puede resultar útil. -Extendió la mano y me alborotó el pelo, rápida y torpemente-. Adelante, chico de pueblo. Buena suerte.

Jonathan estaba en casa, a solas. Me dijo que Margaret se había llevado a las niñas a casa de su hermana, y me pregunté cuánto hacía y por qué. Tenía un aspecto horrible. Había perdido tanto peso que la ropa y la cara le colgaban holgadamente y llevaba el pelo aún más corto, casi al rape, lo que de alguna manera le confería un aire solitario, desesperado, y me hizo recordar aquellas civilizaciones antiguas en que los afligidos ofrendaban su cabello en las piras funerarias de sus seres queridos. Me hizo señas para que me dirigiera al sofá y se sentó en un sillón frente a mí, inclinándose hacia delante con los codos en las rodillas y las manos juntas delante de él. La casa parecía desierta: No había ningún olor de comida a medio hacer, ningún ruido de televisor o de lavadora en segundo plano ni ningún libro abierto encima de los sillones. Nada que diera a entender que estuviera haciendo algo antes de mi llegada.

No me ofreció té. Le pregunté cómo estaban («¿Usted qué cree?»), le expliqué que seguíamos varias pistas, esquivé sus preguntas bruscas sobre los detalles y le pregunté si se le había ocurrido algún detalle que pudiera ser relevante. El apremio que sentía en el automóvil se había desvanecido en cuanto él abrió la puerta, y ahora me sentía más calmado y más lúcido de lo que había estado en semanas. Margaret, Rosalind y Jessica podían regresar en cualquier momento pero, no sé por qué, tuve la certeza de que no lo harían. Las ventanas estaban mugrientas y el sol de última hora de la tarde que se filtraba a través de ellas se deslizaba entre las vitrinas y la madera pulida de la mesa del comedor, otorgándole a la habitación una luminiscencia a rayas, subacuática. Podía oír el tictac de un reloj en la cocina, intenso y terriblemente lento; aparte de eso, ningún otro sonido, ni siquiera fuera de la casa. Era como si todo Knocknaree se hubiera congregado para desaparecer sin dejar rastro, excepto Jonathan Devlin y yo. Sólo estábamos nosotros dos, cara a cara, a ambos lados de la mesita de café circular, y las respuestas estaban tan cerca que podía oírlas chismorrear y rozar las esquinas de la sala. No era necesario apresurarse.

– ¿Quién es el admirador de Shakespeare? -pregunté finalmente, dejando a un lado mi libreta.

Por supuesto, no era relevante, pero pensé que podría hacerle bajar la guardia, y me tenía intrigado. Jonathan frunció el ceño con irritación.

– ¿Cómo?

– Los nombres de sus hijas -dije.-. Rosalind, Jessica, Katharine con una «a»… son todos de comedias de Shakespeare. He supuesto que era deliberado.

Él pestañeó, mirándome por primera vez con cierta cordialidad, y sonrió a medias. Era una sonrisa bastante simpática, satisfecha pero tímida, como la de un chico que esperaba que alguien se percatase de su nueva insignia de explorador.

– ¿Sabe que es usted la primera persona que lo advierte? Sí fue cosa mía. -Alcé una ceja para alentarle-. Después de casarnos pasé por una fase de superación personal; supongo que se le puede llamar así. Intenté leer todo lo que se supone que uno debe leer, ya sabe: Shakespeare, Milton, George Orwell… Milton no me entusiasmó, pero Shakespeare… Era difícil pero al final conseguí leérmelo todo. Solía tomarle el pelo a Margaret diciéndole que si los gemelos resultaban ser chica y chico, tendríamos que llamarles Viola y Sebastian, pero ella decía que se reirían de ellos en el colegio…

Su sonrisa se desvaneció y miró hacia otro lado. Ahora que me lo había ganado, supe que era mi oportunidad.

– Son unos nombres preciosos -dije. El asintió con aire ausente-. Otra cosa: ¿le dicen algo los nombres de Cathal Mills y Shane Waters?

– ¿Por qué? -preguntó Jonathan.

Me pareció percibir un atisbo de cautela en su mirada, pero como estaba vuelto hacia la ventana era difícil de distinguir.

– Han sido mencionados en el transcurso de nuestra investigación.

De repente frunció el entrecejo, y los hombros se le agarrotaron como los de un perro en plena lucha.

– ¿Son sospechosos?

– No -repliqué con firmeza.

Aunque lo fueran, no se lo habría dicho, y no sólo por una cuestión de procedimiento, sino porque le veía demasiado voluble. Con esa tensión violenta que mostraba, como a punto de estallar… si era inocente, al menos de la muerte de Katy, y percibía una pizca de incertidumbre en mi voz, era capaz de presentarse en sus casas con una Uzi.

– Nos limitamos a seguir todas las pistas. Hábleme de ellos.

Me miró fijamente durante un instante y se dejó caer en el sillón.