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– De pequeños éramos amigos. Hace años que perdimos el contacto.

– ¿Cuándo se conocieron?

– Cuando nuestras familias se mudaron aquí, hacia el setenta y dos, debía de ser. Fuimos las tres primeras familias de la urbanización, de la parte de arriba, porque el resto aún estaba en construcción. Teníamos todo el terreno para nosotros. Solíamos jugar en las obras después de que los albañiles se fueran a casa; era como un laberinto gigante. Tendríamos unos seis o siete años.

Había algo en su voz, un trasfondo de nostalgia profundo y familiar, que me hizo reparar en lo solo que estaba, y no solamente ahora, desde la muerte de Katy.

– ¿Y durante cuánto tiempo fueron amigos? -pregunté.

– No sé decírselo con exactitud. Cada uno empezó a ir por su lado cuando debíamos de tener unos diecinueve años, aunque seguimos en contacto bastante tiempo. ¿Por qué? ¿Qué tiene esto que ver?

– Contamos con dos testigos diferentes -respondí, manteniendo un tono inexpresivo- que afirman que, en el verano de 1984, usted, Cathal Mills y Shane Waters participaron en la violación de una chica de la zona.

Se puso en pie rápidamente, con las manos crispadas en puños.

– Pero ¿qué… qué coño tiene eso que ver con Katy? ¿Me está acusando…? ¿Qué coño…?

Lo miré con indiferencia y le dejé acabar.

– Advierto que no ha negado la acusación -dije.

– Pero tampoco me he declarado culpable de nada. ¿Necesito un abogado?

Ningún abogado del mundo le permitiría decir una palabra más.

– Mire -añadí, inclinándome hacia delante y adoptando un tono más sosegado y confidencial-, soy de la brigada de Homicidios, no de Delitos Sexuales. A mí sólo me interesa una violación de hace veinte años si…

– Presunta violación.

– De acuerdo, presunta violación. En cualquier caso, no me importa a menos que tenga relación con un homicidio. Y eso es lo que he venido a descubrir.

Jonathan cogió aire para decir algo; por un instante, pensé que me iba a ordenar que me marchara.

– Si piensa pasar un segundo más en mi casa, tenemos que aclarar una cosa -dijo él-: Jamás he tocado a ninguna de mis hijas. Jamás.

– Nadie le ha acusado de…

– Lo ha estado sugiriendo desde el primer día que vino aquí, y a mí no me gustan las insinuaciones. Quiero a mis hijas. Les doy un abrazo de buenas noches. Eso es todo. Ni una sola vez las he tocado de ninguna manera que alguien pueda considerar indebida. ¿Está claro?

– Como el agua -repliqué, intentando que no sonara a sarcasmo.

– Bien -asintió con una sacudida seca y controlada-. Por lo que respecta a lo otro: no soy idiota, detective Ryan. Suponiendo que yo hubiera hecho algo que me hiciese acabar en prisión, ¿por qué diablos tendría que contárselo?

– Escuche, hemos considerado la posibilidad -«Dios te bendiga, Cassie»- de que la víctima haya tenido algo que ver con la muerte de Katy, como venganza por esa violación. -Se le ensancharon los ojos-. Es sólo una posibilidad remota y no tenemos absolutamente ninguna prueba sólida que la sostenga, así que no quiero que le dé demasiada importancia. En concreto, le prohíbo que se ponga en contacto con ella de ningún modo. Si resulta que hay algo de cierto, eso podría echarlo todo a perder.

– Yo no contactaría con ella. Ya le he dicho que no soy idiota.

– Bien. Me alegra saber que ha quedado claro. Pero necesito oír su versión de lo ocurrido.

– ¿Y luego qué? ¿Me acusará de ello?

– No puedo garantizarle nada. Por supuesto, no voy a detenerle. No es asunto mío decidir si se presentan cargos, eso depende del fiscal del Estado y de la víctima, pero dudo que ella quiera presentarlos. Y no le he leído sus derechos, así que, de todos modos, cualquier cosa que usted diga sería inadmisible ante un tribunal. Lo único que necesito es saber cómo sucedió. Usted decide, señor Devlin. ¿Quiere realmente que encuentre al asesino de Katy?

Jonathan se tomó su tiempo. Permaneció como estaba, inclinado hacia delante con las manos juntas, y me lanzó una mirada prolongada y suspicaz. Yo intenté parecer digno de confianza y no pestañear.

– Si pudiera hacérselo entender -dijo él finalmente, casi para sí mismo.

Se levantó del sillón con nerviosismo, se acercó a la ventaja y se reclinó en el cristal; cada vez que yo parpadeaba, su imponente silueta de aureola brillante surgía ante mis ojos contra el enrejado de las hojas de vidrio.

– ¿Tiene algún amigo al que conozca desde niño?

– No, la verdad es que no.

– Nadie le conoce a uno tanto como las personas con las que creció. Mañana podría encontrarme con Cathal o Shane y, después de todo este tiempo, ellos sabrían más de mí de lo que sabe Margaret. Estábamos más unidos que muchos hermanos. Ninguno de nosotros tenía lo que se dice una familia feliz: Shane nunca conoció a su padre, el de Cathal era un vago que en toda su vida no cumplió con una jornada laboral como es debido y mis padres eran los dos unos borrachos. Tenga en cuenta que no digo nada de esto a modo de excusa; sólo intento explicarle cómo éramos. A los diez años nos hicimos hermanos de sangre… ¿Lo hizo usted alguna vez? ¿Lo de hacerse un corte en la muñeca y presionarlas juntas?

– Creo que no -dije.

Por un momento me pregunté si lo habíamos hecho. Sonaba al tipo de cosa que podíamos haber hecho.

– A Shane le daba miedo cortarse pero Cathal le convenció. Cathal era capaz de venderle agua bendita al mismísimo Papa.

Sonrió un poco; se lo noté en la voz.

– Cuando vimos Los tres mosqueteros en la tele, Cathal decidió que aquél sería nuestro lema: todos para uno y uno para todos. Decía que teníamos que apoyarnos los unos a los otros, que no había nadie más de nuestra parte. Y tenía razón. -Giró la cabeza hacia mí, con una mirada breve y evaluadora-. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta, treinta y cinco?

Asentí con la cabeza.

– Entonces no vivió lo peor. Acabamos el instituto a principios de los ochenta. Este país estaba al borde de la ruina. No había trabajo. Ninguno. Si no podías entrar en el negocio de papá, o emigrabas o te apuntabas a cobrar el subsidio. Aunque tuvieras el dinero y las calificaciones para ir a la universidad, y nosotros no los teníamos, eso sólo lo aplazaba unos cuantos años. No teníamos nada que hacer más que perder el tiempo, nada por lo que ilusionarnos, nada a lo que aspirar, nada de nada excepto nosotros mismos. No sé si entiende lo poderoso, lo peligroso que puede ser eso.

No estaba seguro de la sensación que me causaba el rumbo que estaba tomando aquello, pero de repente sentí una desagradable punzada de algo parecido a la envidia. En el colegio había soñado con amistades como aquélla, esa cercanía templada al acero de los soldados en la batalla o la de los prisioneros de guerra, el misterio que los hombres sólo alcanzan in extremis.

Jonathan tomó aire.

– En fin. Entonces Cathal empezó a salir con una chica, Sandra. Al principio fue raro, todos habíamos estado con alguna que otra chica pero ninguno había tenido una novia en serio, Pero ella era encantadora, Sandra era encantadora. Siempre se estaba riendo y era tan inocente… Creo que seguramente también fue mi primer amor… Cuando Cathal dijo que yo le gustaba a ella, que quería estar conmigo, no me lo podía creer.

– ¿Y no le pareció… bueno, un poco extraño, por no decir otra cosa?

– No tanto como cabría pensar. Ahora suena a locura, sí, pero siempre lo habíamos compartido todo. Era una de nuestras reglas. Aquello parecía más de lo mismo. Por aquel entonces yo llevaba un tiempo con una chica, claro, y ella estuvo con Cathal; no es que le importara… creo que sólo salió conmigo porque él ya estaba ocupado. Era mucho más atractivo que yo.

– Por lo visto Shane quedaba fuera del círculo -señalé.

– Sí. Ahí es donde todo se torció. Shane se enteró y se volvió loco. Creo que él también estaba chiflado por Sandra; pero más que eso, lo que pasó es que se sintió traicionado por nosotros. Estaba destrozado. Tuvimos unas bullas tremendas por ese tema prácticamente cada día, durante semanas y semanas. La mitad del tiempo ni siquiera nos hablaba. Yo estaba deprimido, sentía que todo se estaba desmoronando; ya sabe cómo es todo a esa edad, cualquier nimiedad es el fin del mundo…