Me estaba costando sentir una simpatía especial por Shane Waters.
– En los minutos inmediatamente posteriores a la violación -dije, casi contra mi voluntad-, ¿oyeron algún ruido fuera de lo normal, tal vez un sonido como de un gran pájaro batiendo las alas?
Obvié lo de que parecía una voz. Incluso en momentos como ése, hay un límite respecto a lo raro que estoy dispuesto a parecer. Jonathan me miró extrañado.
– El bosque estaba lleno de pájaros, zorros y demás. No me habría percatado de uno más o menos, sobre todo en aquel momento. No sé si se ha hecho a la idea del estado en que nos encontrábamos todos. No era yo mismo, ¿sabe? Era como si nos estuviera dando un bajón de ácido. Me temblaba todo el cuerpo, no veía bien, todo se deslizaba a mi alrededor. Sandra estaba… Sandra jadeaba como si no pudiese respirar. Shane estaba tumbado en la hierba con la mirada fija en los árboles y tembloroso. Cathal empezó a reírse y a andar tambaleándose por el claro mientras aullaba, y le dije que le daría un puñetazo en la cara si no…
– Se detuvo.
– ¿Qué pasa? -quise saber, al cabo de un momento.
– Me había olvidado -dijo lentamente-. No me… la verdad es que de todos modos no me gusta pensar en aquello. Me había olvidado… Si es que en verdad fue algo, porque tal como teníamos la cabeza pudieron ser imaginaciones nuestras.
Aguardé. Al fin suspiró e hizo un movimiento incómodo, como si se encogiera de hombros.
– Bueno. Por lo que recuerdo, agarré a Cathal y le dije que se callara o lo golpearía, y él dejó de reírse y me agarró por la camiseta… parecía medio loco, por un instante pensé que aquello iba a acabar en una pelea. Pero había alguien que se reía… no era ninguno de nosotros; estaba lejos, en los árboles. Sandra y Shane se pusieron a gritar, quizá yo también, no lo sé, pero el hecho es que cada vez se oía más fuerte, una voz enorme, riéndose…
– ¿Unos niños? -pregunté con frialdad.
Reprimí un violento impulso de largarme de allí. Jonathan no tenía por qué reconocerme -yo sólo era un niño pequeño que correteaba por ahí, y por entonces mi pelo era mucho más claro y tenía un acento y un nombre diferentes-, pero de pronto me sentí terriblemente desnudo y expuesto.
– Ah, había unos niños de la urbanización, unos críos de diez o doce años que solían jugar en el bosque. A veces nos espiaban; nos tiraban cosas y salían corriendo, ya sabe. Pero a mí no me sonaba como si fuera un niño. Parecía proceder de un hombre, un hombre joven, de nuestra edad tal vez. Pero no un niño.
Por una milésima de segundo casi aproveché la ocasión que se me brindaba. El atisbo de cautela se había disuelto, y los pequeños y rápidos susurros de las esquinas habían crecido hasta convertirse en un grito silencioso, cercano, tan próximo como una respiración. Lo tenía en la punta de la lengua: «Aquellos niños, ¿no les estaban espiando aquel día? ¿No les dio miedo que pudieran contarlo? ¿Qué hicieron para detenerlos?». Pero el detective que llevo dentro me contuvo. Sabía que sólo tendría una oportunidad y que necesitaba llegar a ella en mi propio territorio y con toda la munición que pudiera reunir.
– ¿Alguno de ustedes fue a ver qué era? -pregunté en su lugar.
Jonathan pensó un momento, absorto y con los párpados cerrados.
– No. Ya le he dicho que todos estábamos conmocionados, y aquello era más de lo que podíamos soportar. Yo estaba paralizado, no habría podido moverme aunque hubiese querido. Cada vez era más fuerte, hasta que pensé que la urbanización entera saldría a ver qué estaba pasando, y nosotros seguíamos gritando… Finalmente cesó, tal vez se adentrara en el bosque, no lo sé. Shane siguió chillando hasta que Cathal le dio un golpe en la nuca y le dijo que se callara. Salimos de allí piernas para que os quiero. Yo me fui a casa, le pillé algo de priva a mi padre y me emborraché a conciencia. No sé qué hicieron los demás.
Así que eso era todo en cuanto al misterioso animal salvaje de Cassie. Pero era muy posible que hubiera alguien en el bosque aquel día, alguien que, de haber visto la violación, muy probablemente nos habría visto también a nosotros; alguien que podría haber regresado allí de nuevo, una o dos semanas después.
– ¿Tiene alguna sospecha de quién pudo ser la persona que estaba riéndose? -le pregunté.
– No. Creo que Cathal nos preguntó eso mismo más tarde. Dijo que teníamos que saber quién era, cuánto había visto. No tengo ni idea.
Me puse en pie.
– Gracias por su tiempo, señor Devlin. Quizá necesite hacerle alguna otra pregunta más adelante, pero eso es todo por ahora.
– Espere -me rogó de repente-. ¿Cree que Sandra asesinó a Katy?
Parecía muy pequeño y patético, de pie junto a la ventana, con las manos enfundadas en los bolsillos de su chaqueta de punto, aunque aún mantenía una especie de dignidad desamparada.
– No -respondí-. No lo creo. Pero debemos investigar a fondo todas las posibilidades.
Jonathan asintió con la cabeza.
– Supongo que eso significa que no tienen ningún sospechoso de verdad -señaló-. No, lo sé, lo sé, no me lo puede decir… Si habla con Sandra, dígale que lo siento. Hicimos algo horrible. Sé que es un poco tarde, que debería habérselo dicho hace veinte años, pero… dígaselo de todos modos.
Aquella tarde fui hasta Mountjoy para ver a Shane Waters. Estoy seguro de que Cassie me habría acompañado si se lo hubiera pedido pero, en la medida de lo posible, quería hacerlo a solas. Shane era nervioso y tenía cara de rata, llevaba un repulsivo bigotillo y aún tenía granos. Me recordaba a Wayne el yonqui. Probé con todas las tácticas que conocía y le prometí todo lo que se me ocurrió -inmunidad, puesta en libertad anticipada por el robo a mano armada-, confiando en que no fuera lo bastante listo para saber lo que yo podía o no cumplir, pero (y eso siempre ha sido uno de mis puntos débiles) infravaloré el poder de la estupidez. Así, con la testarudez del que hace ya mucho que renunció a analizar posibilidades y consecuencias, Shane se aferraba a la única opción que entendía.
– No sé nada -repitió una y otra vez, con un toque de autocomplacencia anémica que me daba ganas de gritar-. Y no puede demostrar lo contrario.
Sandra, la violación, Peter y Jamie, incluso Jonathan Devlin: «No sé de qué estás hablando, tío». Finalmente me rendí al darme cuenta de que corría un grave peligro de revelar algo.
De camino a casa me tragué el orgullo y telefoneé a Cassie, que ni siquiera trató de fingir que no sabía adónde había ido. Había invertido la tarde en eliminar a Sandra Scully de la investigación. La noche de autos Sandra estuvo trabajando en un locutorio del centro. Su supervisor y compañeros de turno confirmaron su presencia allí hasta poco antes de las dos de la madrugada, hora en que fichó y cogió un autobús nocturno de regreso a casa. Eran buenas noticias -ponían las cosas en orden y, además, me había disgustado la idea de considerar a Sandra como a una posible asesina-, pero el hecho de imaginármela dentro de un cubículo fluorescente mal ventilado, rodeada de trabajadores a media jornada como estudiantes y actores a la espera de su próximo bolo, me produjo una punzada leve y compleja.
No entraré en detalles, pero dedicamos mucho esfuerzo y una considerable cantidad de ingenio -más o menos dentro de la legalidad casi todo ello-, en identificar el peor momento posible para ir a hablar con Cathal Mills. Ocupaba un cargo de responsabilidad con un nombre ininteligible en una empresa que ofrecía algo llamado «soluciones corporativas para la localización de software y el aprendizaje virtual» (yo estaba impresionado: me había parecido imposible que me cayera aún peor), así que entramos a por él en medio de una reunión decisiva con un potencial cliente importante. Incluso el edificio era espeluznante: largos pasillos sin ventanas y tramos de escaleras que reducían a cero el sentido de la orientación, aire tibio y enlatado sin apenas oxígeno, un estúpido y grave zumbido de ordenadores y voces contenidas y extensiones enormes de cubículos como los laberintos para ratas de algún científico chiflado. Cassie me miró con los ojos abiertos de par en par, horrorizada, mientras seguíamos a un androide a través del quinto par de puertas batientes con tarjeta de acceso.