Cathal estaba en la sala de juntas y nos fue fácil identificarle: era el de la presentación en PowerPoint. Todavía era un tipo atractivo -alto y ancho de espaldas, con ojos azul claro y huesos fuertes y peligrosos-, aunque la grasa comenzaba a desfigurarle la cintura y colgarle bajo la mandíbula; unos cuantos años más y sería un dechado de ordinariez. El nuevo cliente eran cuatro norteamericanos idénticos y sin gracia con inescrutables trajes oscuros.
– Lo siento, chicos -dijo Cathal con una tranquila sonrisa a modo de advertencia-: la sala de juntas está ocupada.
– En efecto -le replicó Cassie. Se había vestido para la ocasión, con tejanos desgarrados y una vieja camiseta turquesa donde en la parte delantera se leía en rojo: «Los yuppies saben a pollo»-. Soy la detective Maddox…
– Y yo soy el detective Ryan -añadí, al tiempo que le mostraba mi placa-. Nos gustaría hacerle algunas preguntas.
No modificó su sonrisa, pero un destello feroz cruzó su mirada.
– Ahora no es un buen momento.
– ¿No? -preguntó Cassie con afabilidad, repantigándose en la mesa para que la imagen del PowerPoint se desdibujara sobre su camiseta.
– No.
Observó de soslayo al nuevo cliente, que miraba con desaprobación al vacío y removía papeles.
– Este parece un buen lugar para hablar -dijo ella, inspeccionando detenidamente la sala de juntas-, pero si lo prefiere podemos ir a la comisaría.
– ¿De qué se trata? -exigió Cathal.
Fue un error, y lo supo en cuanto las palabras salieron de su boca; si hubiéramos dicho algo por iniciativa propia delante de los clones, habría sido como una invitación para demandarnos por acoso, y él tenía pinta de que le gustaran los pleitos. Pero dado que lo había preguntado…
– Estamos investigando el homicidio de una niña -respondió Cassie con dulzura-. Cabe la posibilidad de que guarde relación con la supuesta violación de una chica y tenemos motivos para creer que usted nos podría ayudar en nuestras pesquisas.
Sólo necesitó una milésima de segundo para recuperarse.
– No me imagino cómo -respondió con gravedad-. Aunque si se trata de una niña asesinada, entonces, por supuesto, cualquier cosa que yo pueda… Muchachos -dirigiéndose al cliente-, lamento esta interrupción, pero me temo que el deber me llama. Llamaré a Fiona para que os enseñe el edificio. Reanudaremos la reunión dentro de unos minutos.
– Optimismo -apuntó Cassie en tono de aprobación-. Me gusta.
Cathal le lanzó una mirada asesina y pulsó un botón de un objeto que resultó ser un interfono.
– Fiona, ¿podrías bajar a la sala de juntas y mostrarles el edificio a estos caballeros?
Les abrí la puerta a los clones, que salieron en fila sin modificar un ápice sus estiradas caras de póquer.
– Ha sido un placer -les dije.
– ¿Eran de la CIA? -susurró Cassie, no lo bastante bajo.
Cathal ya había sacado el móvil para llamar a su abogado -con cierta ostentación, quizá para que nos sintiéramos intimidados-, luego cerró el teléfono de golpe, inclinó la silla hacia atrás y estiró las piernas mientras le daba un repaso a Cassie con lento y deliberado placer. En un instante de locura me dieron ganas de decirle algo así como: «Tú me diste mi primer cigarrillo, ¿te acuerdas?», tan sólo para ver cómo fruncía las cejas y cómo se desvanecía de su cara esa sonrisa boba y complaciente. Cassie pestañeó y le dedicó una sonrisa de fingida insinuación, cosa que le cabreó: dejó caer la silla de golpe y alzó la muñeca con ímpetu para subirse la manga y consultar su Rolex.
– ¿Tiene prisa? -quiso saber Cassie.
– Mi abogado estará aquí dentro de veinte minutos -respondió Cathal-. Pero déjenme ahorrarles tiempo y complicaciones: cuando llegue tampoco tendré nada que decirles.
– Vaya -replicó Cassie, y se sentó sobre la mesa colocando el trasero encima de un montón de papeles; Cathal la miró de arriba abajo, pero optó por no morder el anzuelo-. Le estamos haciendo perder veinte valiosos minutos a Cathal, y lo único que ha hecho es violar en grupo a una adolescente. Qué injusta es la vida.
– Maddox -dije.
– Jamás en la vida he violado a una chica -refutó Cathal con una desagradable sonrisa-. Nunca lo he necesitado.
– ¿Lo ve?, eso es lo que me resulta interesante, Cathal -apuntó Cassie en tono de confidencia-. A mí me parece que usted debía de ser un tipo bastante atractivo. Por eso no puedo evitar preguntarme si es que tiene algún problema con su sexualidad. Ya sabe, a muchos violadores les pasa. Por eso necesitan violar a mujeres: intentan desesperadamente demostrarse a sí mismos que son hombres de verdad, a pesar del problemilla.
– Maddox…
– Si sabe lo que le conviene -dijo Cathal-, cerrará el pico ahora mismo.
– ¿Qué le pasa, Cathal? ¿No se le levanta? ¿Aún no ha salido del armario? ¿No está bien dotado?
– Enséñeme su placa -espetó Cathal-. Voy a presentar una queja por esto. La van a echar a patadas antes de que se dé cuenta.
– Maddox -dije yo con acritud, haciéndome el O'Kelly-. Tengo que hablar contigo. Ahora.
– ¿Sabe una cosa, Cathal? -añadió Cassie con compasión mientras salía-. Hoy en día la medicina puede ayudar en la mayoría de esos casos.
La agarré del brazo y la empujé para que cruzara la puerta.
En el pasillo la regañé, en voz baja pero asegurándome de que se oyera: «Muestra algo de respeto, estúpida, ni siquiera es sospechoso», blablablá. (Lo de «no es sospechoso» era cierto, en realidad; por el camino supimos, para nuestra decepción, que Cathal había pasado las tres primeras semanas de agosto haciendo negocios en Estados Unidos y que contaba con varios recibos realmente impresionantes de la tarjeta de crédito que lo demostraban.) Cassie me sonrió y me hizo una señal de okay.
– Lo siento mucho, señor Mills -dije al regresar a la sala de juntas.
– Amigo, no le envidio su trabajo -replicó Cathal.
Estaba furioso y tenía manchas de un rojo encendido en las mejillas. Me pregunté si Cassie había dado efectivamente en el blanco, o si le había cercado; quizá Sandra le hubiera proporcionado algún pequeño detalle que no había compartido conmigo.
– Hábleme de ello -le pedí. Me senté frente a él y me pasé una mano por la cara con cansancio-. Es obvio que su presencia aquí es meramente simbólica. Yo no me molestaría en presentar una queja; los jefes temen reprenderla por si acude a la Comisión por la Igualdad. Pero créame, los muchachos y yo la meteremos en cintura. Denos algo de tiempo.
– Sabe lo que esa zorra necesita, ¿verdad? -dijo Cathal.
– Todos lo sabemos, pero ¿quién va a acercarse a ella para dárselo? -Intercambiamos unas risitas viriles-. Mire, debo decirle que no hay ninguna posibilidad de que vayamos a detener a nadie por esa supuesta violación. Aunque la historia sea cierta, prescribió hace años. Estoy trabajando en un caso de homicidio; lo otro me importa una mierda.
Cathal se sacó del bolsillo un paquete de chicle blanqueador, se echó uno a la boca y me pasó el paquete. Detesto la goma de mascar pero, aun así, cogí uno. Se estaba calmando y el tono comenzaba a apaciguarse.
– ¿Están investigando lo que le pasó a la hija de Devlin?
– Sí -respondí-. Usted conoce a su padre, ¿verdad? ¿Llegó a conocer a Katy?
– No. Conocí a Jonathan cuando éramos niños pero no mantenemos el contacto. Su mujer es una pesadilla. Es como intentar hablar con la pared.
– La he visto -dije yo, con una sonrisa irónica.