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– ¿Y qué es todo eso de la violación? -quiso saber Cathal.

Aunque jugueteaba con el chicle con aparente calma, mantenía una mirada alerta, animal.

– Básicamente -apunté-, estamos comprobando cualquier detalle de la vida de los Devlin que huela raro. Y hemos oído que usted, Jonathan Devlin y Shane Waters le hicieron algo muy feo a una chica en el verano del ochenta y cuatro. ¿Qué pasó en realidad?

Aunque me hubiera gustado dedicar unos minutos más a fomentar el compañerismo masculino, no teníamos tiempo. En cuanto llegara su abogado, perdería mi oportunidad.

– Shane Waters -replicó Cathal-. Hacía tiempo que no oía ese nombre.

– No tiene por qué decir nada hasta que llegue su abogado -precisé-, aunque no es sospechoso del asesinato: sé que esa semana estuvo fuera del país. Pero me interesa cualquier información sobre los Devlin que me pueda proporcionar.

– ¿Cree que Jonathan se cargó a su propia hija?

Cathal parecía divertido.

– Dígamelo usted -le pedí-. Usted le conoce mejor que yo.

Cathal inclinó la cabeza hacia atrás y se rió. Esto relajó sus hombros y le quitó veinte años de encima y, por vez primera, me resultó familiar el corte cruel y atractivo de sus labios, el brillo astuto de sus ojos…

– Oiga, amigo -comenzó-, déjeme decirle algo sobre Jonathan Devlin: ese tipo es un maldito cobarde. Puede que aún se haga el duro, pero no se deje engañar por ello; jamás en su vida ha corrido un riesgo sin que estuviera yo allí para darle un empujón. Por eso hoy en día él está donde está, mientras que yo estoy… -dijo, apuntando con la barbilla a la sala de juntas- aquí.

– Así que la violación no fue idea de él.

Negó con la cabeza y me amonestó con el dedo, sonriendo: «Buen intento».

– ¿Quién le ha dicho que hubo una violación?

– Venga, hombre -le repliqué, devolviéndole la sonrisa-, sabe que no puedo decírselo. Unos testigos.

Cathal hizo estallar el chicle lentamente y me observó.

– Está bien -dijo al fin. Un vestigio de sonrisa aún asomaba por las comisuras de sus labios-. Digámoslo así. No hubo ninguna violación pero, suponiendo que la hubiera, a Jonner no se le habría ocurrido ni en un millón de años. Y, si hubiera pasado alguna vez, habría estado tan asustado las semanas posteriores que prácticamente se habría cagado en los pantalones, convencido de que alguien lo había visto y de que iría a la poli, farfullando que todos acabaríamos en prisión y con ganas de entregarse. Ese tío no tiene agallas ni para matar a un gatito, y menos aún a una niña.

– ¿Y usted? -pregunté-. ¿No le habría preocupado que esos testigos le pudieran delatar?

– ¿A mí? -La sonrisa se ensanchó de nuevo-. De ninguna manera, amigo. Si, hipotéticamente, algo de todo esto hubiera sucedido alguna vez, estaría la hostia de satisfecho conmigo mismo porque sabría que me iba a librar.

– Voto por que le detengamos -dije aquella noche en casa de Cassie.

Sam estaba en Ballsbridge, en una recepción con baile y champán para celebrar los veintiún años de su sobrina, así que estábamos los dos a solas, sentados en el sofá bebiendo vino y decidiendo cómo dar caza a Jonathan Devlin.

– ¿Basándonos en qué? -exigió Cassie, con toda la razón-. No podemos pillarle por la violación. Es posible que tengamos suficiente sólo para traerle e interrogarle acerca de Peter y Jamie, salvo que no hay ningún testigo que los sitúe en la escena de la violación, así que no podemos demostrar que haya un móvil. Sandra no vio a los niños, y si tú te presentas voluntariamente pondrás en peligro tu relación con el caso, además de que O'Kelly te cortará las pelotas y las usará como adorno navideño. Y no tenemos absolutamente nada que relacione a Jonathan con la muerte de Katy; sólo un trastorno estomacal que pudo ser abuso o no y que pudo causarlo él o no. Lo único que podemos hacer es pedirle que venga a hablar con nosotros.

– Me gustaría sacarle de esa casa -dije, despacio-. Estoy preocupado por Rosalind.

Era la primera vez que articulaba en palabras dicho malestar, que se había forjado poco a poco en mi interior, reconocido sólo a medias, desde aquella apremiante primera llamada suya. Pero a lo largo de los dos últimos días había alcanzado tal grado que ya no podía ignorarlo.

– ¿Rosalind? ¿Por qué?

– Tú dijiste que nuestro hombre no matará a menos que se sienta amenazado. Eso encaja con todo lo que sabemos. Según Cathal, Jonathan estaba muerto de miedo por si le contábamos a alguien lo de la violación, así que fue a por nosotros. Katy decidió dejar de ponerse enferma, tal vez amenazara con contarlo, así que la mató. Si se entera de que Rosalind ha estado hablando conmigo…

– No creo que debas preocuparte demasiado por ella -concluyó Cassie. Se terminó su vino-. Podríamos estar completamente equivocados respecto a Katy; no son más que suposiciones. Y yo no le concedería demasiada importancia a nada de lo que diga Cathal Mills. Me da la impresión de que es un psicópata, y a los psicópatas les es más fácil mentir que decir la verdad.

Arqueé las cejas.

– ¿Te bastaron cinco minutos para emitir un diagnóstico? A mí sólo me pareció un capullo.

Se encogió de hombros.

– No digo que esté segura acerca de Cathal. Pero si sabes cómo, son increíblemente fáciles de reconocer.

– ¿Es eso lo que te enseñaron en Trinity?

Cassie cogió mi copa y se levantó para volverlas a llenar.

– No exactamente -dijo desde la nevera-. Una vez conocí a un psicópata.

Estaba de espaldas a mí y, si había algún trasfondo extraño en su voz, no lo capté.

– Una vez vi un programa en el Discovery Channel donde expusieron que hasta un cinco por ciento de la población son psicópatas -apunté-, aunque la mayoría de ellos no infringen la ley, por lo que jamás se les diagnostica. ¿Qué te apuestas a que la mitad del gobierno…?

– Rob -dijo Cassie-. Cállate, por favor. Estoy intentando explicarte algo. -Esta vez sí que percibí la tensión. Vino hacia mí y me dio la copa, se fue con la suya hacia la ventana y se apoyó contra el alféizar-. Querías saber por qué abandoné la universidad, ¿verdad? -continuó, sin alterarse-. En segundo me hice amiga de un chico de mi clase. Era popular, bastante guapo, encantador, inteligente e interesante… No es que me gustara ni nada de eso, pero supongo que me sentía halagada por el hecho de que me prestara tanta atención. Nos saltábamos todas las clases y pasábamos horas tomando café. Me hacía regalos… eran baratos, y algunos parecían usados, pero éramos estudiantes y estábamos sin blanca, y además, la intención es lo que cuenta, ¿no? A todo el mundo le parecía muy tierno lo unidos que estábamos.

Bebió un sorbo de su copa y tragó con fuerza.

– Tardé poco en darme cuenta de que decía muchas mentiras, la mayoría sin ningún motivo, pero yo sabía… bueno, él me había contado que tuvo una infancia horrible y que había sufrido acoso en el colegio, así que supuse que se había acostumbrado a mentir para protegerse. Dios mío, pensé que podría ayudarle; creí que, si él sabía que contaba con una amiga que no le abandonaría pasara lo que pasase, se sentiría más seguro y no necesitaría mentir más. Yo sólo tenía dieciocho o diecinueve años.

Me daba miedo moverme, incluso dejar la copa; me aterraba pensar que cualquier pequeño movimiento mío la haría apartarse del alféizar de la ventana y cambiar de tema con algún comentario frívolo. Había una expresión extraña y tensa en torno a su boca que le hacía parecer mucho mayor, y entonces supe que nunca antes le había contado a nadie aquella historia.

– Ni siquiera me di cuenta de que me estaba alejando de otros amigos que había hecho porque él se enfurruñaba si salía con ellos. La verdad es que se ponía de mal humor con frecuencia, con o sin motivos, y yo me pasaba el rato procurando entender qué era lo que había hecho y disculpándome y compensándole por ello. Cuando quedábamos, yo nunca sabía si sería todo abrazos y cumplidos o todo morros y miradas de desaprobación; no seguía ninguna lógica. A veces tenía unas cosas… cosas sin importancia, como pedirme los apuntes de clase antes de los exámenes, olvidarse de traerlos durante días y luego asegurar que los había perdido, y encima indignarse si yo los veía asomar por su mochila… cosas así. Me ponía tan furiosa que lo habría matado con mis propias manos, aunque era encantador con la frecuencia suficiente como para no dejar de quedar con él. -Una leve sonrisa torcida-. No quería hacerle daño.