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Encendió el cigarrillo al tercer intento, ella, que me contó que la habían apuñalado sin llegar a ponerse tan tensa.

– En cualquier caso -dijo-, la relación siguió así durante casi dos años más. En enero del cuarto curso quiso enrollarse conmigo, en mi piso. Yo le rechacé, no sé por qué, para entonces ya estaba tan confundida que apenas sabía lo que hacía, pero gracias a Dios aún me quedaba algo de instinto. Le dije que sólo quería que fuésemos amigos, a él le pareció bien, charlamos un rato y se marchó. Al día siguiente entré en clase y todo el mundo se me quedó mirando y nadie quiso hablar conmigo. Tardé dos semanas en enterarme de lo que ocurría. Finalmente acorralé a una tal Sarah-Jane, de la que había sido bastante amiga en primero, y me dijo que todos estaban al corriente de lo que le había hecho a mi amigo.

Le dio una fuerte y rápida calada al cigarrillo. Sus ojos, abiertos y dilatados hasta la exageración, apuntaban en mi dirección sin llegar a encontrarse con los míos. Me acordé de la mirada aturdida y narcotizada de Jessica Devlin.

– La noche en que lo rechacé, se fue directamente a casa de unas chicas de nuestra clase. Llegó allí llorando y les dijo que llevábamos un tiempo saliendo en secreto, pero que a él le parecía que la cosa no iba bien y que yo le había dicho que, si rompía conmigo, le contaría a todo el mundo que me había violado. Dijo que yo le amenacé con ir a la policía y a los periódicos, con arruinar su vida.

Buscó un cenicero, tiró la ceniza y falló. En aquel momento no se me ocurrió preguntarme por qué me contaba esa historia, por qué precisamente entonces. Puede parecer extraño, pero aquel mes todo lo parecía: extraño e incierto. En el instante en que Cassie dijo que aceptábamos el caso, se puso en marcha un irrefrenable movimiento tectónico; todo lo que me era familiar empezaba a resquebrajarse, a alterarse por completo ante mis ojos, mientras el mundo se volvía hermoso y peligroso como una reluciente cuchilla giratoria. El hecho de que Cassie abriera la puerta de uno de sus compartimentos secretos parecía una parte natural e inevitable de esa transformación enorme y profunda. En cierto modo, supongo que lo era. Si le hubiera prestado atención me habría dado cuenta de que, en realidad, me estaba diciendo algo muy concreto, pero no me percaté de ello hasta mucho más tarde.

– Dios mío -dije, al cabo de un rato-. ¿Sólo porque lastimaste su ego?

– No sólo por eso -respondió Cassie. Llevaba un jersey suave de color cereza y pude ver cómo éste se agitaba, muy deprisa, encima de su pecho, y me di cuenta de que mi corazón también comenzaba a acelerarse-. Se aburría. Porque, al rechazarle, le dejé claro que ya no iba a obtener más diversión de mí, así que eso era lo único que podía hacer conmigo. Porque, si lo piensas bien, era divertido.

– ¿Le explicaste a la tal Sarah-Jane lo que había sucedido?

– Sí, claro -dijo Cassie con serenidad-. Se lo conté a todos los que aún me hablaban. Ninguno de ellos me creyó. Todos le creyeron a éclass="underline" nuestros compañeros de clase, nuestros conocidos, en definitiva, casi todos a los que yo conocía. Personas que se suponía que eran amigas mías.

– Oh, Cassie -dije.

Quise acercarme a ella, rodearla con mis brazos y estrecharla con fuerza hasta que esa terrible rigidez abandonase su cuerpo y ella regresara del remoto lugar al que se había ido. Pero su inmovilidad y sus hombros rígidos me impedían distinguir si iba a agradecerlo o si era lo peor que podía hacer. Culpa del internado o, si se prefiere, de algún defecto de carácter muy arraigado. El hecho es que no supe cómo actuar. Dudo que a la larga hubiera cambiado nada, aunque eso sólo me hace desear aún más intensamente, al menos en aquel único instante, haber sabido qué hacer.

– Aguanté un par de semanas más -dijo Cassie. Se encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior, algo que no le había visto hacer jamás-. Siempre estaba rodeado de un grupito que le daba palmaditas protectoras y que a mí me fulminaba con la mirada. La gente se me acercaba para decirme que yo era la razón por la que los auténticos violadores salían impunes. Una chica me dijo que merecía que me violasen para que me diera cuenta de que lo que había hecho era horrible.

Se rió con un ruidito disonante.

– Menuda ironía, ¿eh? Un centenar de estudiantes de psicología y ni uno de nosotros reconoció a un psicópata de manual. ¿Sabes qué es lo más extraño? Que deseé haber hecho todo aquello de lo que él me acusaba. En ese caso, todo habría tenido sentido y yo habría recibido mi merecido. Pero yo no había hecho nada, y sin embargo eso no cambiaba en lo más mínimo lo que sucedía. No había una relación de causa y efecto. Pensé que me estaba volviendo loca.

Me incliné hacia delante lentamente, del modo en que uno trataría de acercarse a un animal aterrorizado, y le cogí la mano; al menos conseguí hacer eso. Lanzó una breve carcajada, me apretó los dedos y luego los soltó.

– En resumen, que finalmente se me acercó un día en el Buttery; todas aquellas chicas intentaron disuadirle, pero él se las quitó de encima con valentía, vino hacia mí y me dijo, en voz alta para que pudieran oírle: «Por favor, deja de llamarme en plena noche. ¿Puede saberse qué es lo que te he hecho?». Me quedé completamente aturdida, incapaz de entender a qué se refería. Lo único que se me ocurrió decir fue: «Pero si no te he llamado». Él sonrió y negó con la cabeza, como diciendo: «Sí, claro», y entonces se me acercó y me dijo, bajito, en un tono formal pero animado: «Si alguna vez entrara en tu piso y te violara, no creo que una denuncia sirviera de mucho, ¿y tú?». Entonces volvió a sonreír y regresó con sus amigos.

– Cariño -dije al fin, con cuidado-, quizá deberías instalar una alarma en el piso. No quiero asustarte, pero…

Cassie negó con la cabeza.

– ¿Y qué más, no volver a salir de casa? No me puedo permitir el lujo de ponerme paranoica. Tengo unos buenos cerrojos y dejo la pistola junto a la cama. -Ya me había dado cuenta, por supuesto, pero hay muchos detectives que no se sienten bien a menos que tengan la pistola a su alcance-. De todos modos, estoy bastante segura de que jamás lo haría. Por desgracia, sé cómo funciona. Para él es mucho más divertido pensar que estoy preocupada que hacerlo y acabar con ello.

Le dio una última calada al cigarrillo y se inclinó hacia delante para apagarlo. Tenía la espalda tan rígida que pareció un movimiento doloroso.

– Aunque, en aquel momento, todo el asunto me asustó lo suficiente como para abandonar la universidad. Me fui a Francia. Tengo unos primos en Lyon, me quedé con ellos un año y trabajé de camarera en un café. Estuvo bien. Allí es donde me compré la Vespa. Luego regresé y solicité el ingreso en Templemore.

– ¿Por culpa de él?

Se encogió de hombros.

– Supongo. Probablemente. Así que puede que saliera algo bueno de todo ello. Además, ahora tengo unos buenos sensores contra los psicópatas. Es similar a una alergia: una vez te has expuesto a uno de ellos, ya estás hipersensibilizada. -Se acabó la bebida de un trago largo-. El año pasado me encontré por casualidad a Sarah-Jane en un pub. La saludé y me dijo que a él le iba bien, «a pesar de todos tus esfuerzos», y se marchó.

– ¿Por eso tienes pesadillas? -pregunté con delicadeza al cabo de un rato.

Yo la había despertado en dos ocasiones de aquellos sueños en que se agitaba y farfullaba entre jadeos un aluvión de palabras incomprensibles; fue cuando trabajábamos en casos de asesinato con violación, aunque ella nunca quiso entrar en detalles.